Capítulo 19
UN AGRICULTOR íntegro y de corazón recto, que
había llegado a dudar de la autoridad divina de las Santas Escrituras, pero que
deseaba sinceramente conocer la verdad, fue el hombre especialmente escogido
por Dios para dar principio a la proclamación de la segunda venida de Cristo.
Como otros muchos reformadores. Guillermo Miller había batallado con la pobreza
en su juventud, y así había aprendido grandes lecciones de energía y
abnegación. Los miembros de la familia de que descendía se habían distinguido
por un espíritu independiente y amante de la libertad, por su capacidad de
resistencia y ardiente patriotismo; y estos rasgos sobresalían también en el
carácter de Guillermo. Su padre fue capitán en la guerra de la independencia
norteamericana, y a los sacrificios que hizo durante las luchas de aquella
época tempestuosa pueden achacarse las circunstancias apremiantes que rodearon
la juventud de Miller.
Poseía una robusta constitución, y ya desde su
niñez dio pruebas de una inteligencia poco común, que se fue acentuando con la
edad. Su espíritu era activo y bien desarrollado, y ardiente su sed de saber.
Aunque no gozara de las ventajas de una instrucción académica, su amor al
estudio y el hábito de reflexionar cuidadosamente, junto con su agudo criterio,
hacían de cl un hombre de sano juicio y de vasta comprensión. Su carácter moral
era irreprochable, y gozaba de envidiable reputación, siendo generalmente
estimado por su integridad, su frugalidad y su benevolencia. A fuerza de
energía y aplicación no tardó en adquirir bienestar, si bien conservó siempre
sus hábitos de estudio. Desempeñó con éxito varios cargos [364] civiles y militares, y el camino hacia la
riqueza y los honores parecía estarle ampliamente abierto. Su madre era mujer de verdadera piedad, de
modo que durante su infancia estuvo sujeto a influencias religiosas. Sin
embargo, siendo aún niño tuvo trato con deístas, cuya influencia fue reforzada
por el hecho de que la mayoría de ellos eran buenos ciudadanos y hombres de
disposiciones humanitarias y benévolas. Viviendo como vivían en medio de
instituciones cristianas, sus caracteres habían sido modelados hasta cierto
punto por el medio ambiente. Debían a la Biblia las cualidades que les
granjeaban respeto y confianza; y no obstante, tan hermosas dotes se habían
malogrado hasta ejercer influencia contra la Palabra de Dios. Al rozarse con
esos hombres Miller llegó a adoptar sus opiniones. Las interpretaciones
corrientes de las Sagradas Escrituras presentaban dificultades que le parecían
insuperables; pero como, al paso que sus nuevas creencias le hacían rechazar la
Biblia no le ofrecían nada mejor con que substituirla, distaba mucho de estar
satisfecho. Sin embargo conservó esas ideas cerca de doce años. Pero a la edad
de treinta y cuatro, el Espíritu Santo obró en su corazón y le hizo sentir su
condición de pecador. No hallaba en su creencia anterior seguridad alguna de
dicha para más allá de la tumba. El porvenir se le presentaba sombrío y
tétrico. Refiriéndose años después a los sentimientos que le embargaban en
aquel entonces, dijo:
"El pensar en el aniquilamiento me helaba
y me estremecía, y el tener que dar cuenta me parecía entrañar destrucción
segura para todos. El cielo antojábaseme de bronce sobre mi cabeza, y la tierra
hierro bajo mis pies. La eternidad — ¿qué era? y la muerte ¿por qué existía?
Cuanto más discurría, tanto más lejos estaba de la demostración. Cuanto más
pensaba, tanto más divergentes eran las conclusiones a que llegaba. Traté de no
pensar más; pero ya no era dueño de mis pensamientos. Me sentía verdaderamente
desgraciado, pero sin saber por qué. Murmuraba y me quejaba, pero no sabía de
quién. [365]
Sabía que algo andaba mal, pero no sabía ni
donde ni cómo encontrar lo correcto y justo. Gemía, pero lo hacía sin
esperanza."
En ese estado permaneció varios meses.
"De pronto — dice,— el carácter de un Salvador se grabó hondamente en mi
espíritu. Me pareció que bien podía existir un ser tan bueno y compasivo que
expiara nuestras transgresiones, y nos librara así de sufrir la pena del
pecado. Sentí inmediatamente cuán amable había de ser este alguien, y me
imaginé que podría yo echarme en sus brazos y confiar en su misericordia. Pero
surgió la pregunta: ¿cómo se puede probar la existencia de tal ser? Encontré
que, fuera de la Biblia, no podía obtener prueba alguna de la existencia de
semejante Salvador, o siquiera de una existencia futura....
"Discerní que la Biblia presentaba
precisamente un Salvador como el que yo necesitaba; pero no veía cómo un libro
no inspirado pudiera desarrollar principios tan perfectamente adaptados a las
necesidades de un mundo caído. Me vi obligado a admitir que las Sagradas
Escrituras debían ser una revelación de Dios. Llegaron a ser mi deleite; y
encontré en Jesús un amigo. El Salvador vino a ser para mí el más señalado
entre diez mil; y las Escrituras, que antes eran obscuras y contradictorias, se
volvieron entonces antorcha a mis pies y luz a mi senda. Mi espíritu obtuvo
calma y satisfacción. Encontré que el Señor Dios era una Roca en medio del
océano de la vida. La Biblia llegó a ser entonces mi principal objeto de
estudio, y puedo decir en verdad que la escudriñaba con gran deleite. Encontré
que no se me había dicho nunca ni la mitad de lo que contenía. Me admiraba de
que no hubiese visto antes su belleza y magnificencia, y de que hubiese podido
rechazarla. En ella encontré revelado todo lo que mi corazón podía desear, y un
remedio para toda enfermedad del alma. Perdí enteramente el gusto por otra
lectura, y me apliqué de corazón a adquirir sabiduría de Dios." —S. Bliss,
Memoirs of Wm. Miller, págs. 65 - 67. [366]
Miller hizo entonces pública profesión de fe
en la religión que había despreciado antes. Pero sus compañeros incrédulos no
tardaron en aducir todos aquellos argumentos de que él mismo había echado mano
a menudo contra la autoridad divina de las Santas Escrituras. El no estaba
todavía preparado para contestarles; pero se dijo que si la Biblia es una
revelación de Dios, debía ser consecuente consigo misma; y que habiendo sido
dada para instrucción del hombre, debía estar adaptada a su inteligencia.
Resolvió estudiar las Sagradas Escrituras por su cuenta, y averiguar si toda
contradicción aparente no podía armonizarse.
Procurando poner a un lado toda opinión
preconcebida y prescindiendo de todo comentario, comparó pasaje con pasaje con
la ayuda de las referencias marginales y de la concordancia. Prosiguió su
estudio de un modo regular y metódico: empezando con el Génesis y leyendo
versículo por versículo, no pasaba adelante sino cuando el que estaba
estudiando quedaba aclarado, dejándole libre de toda perplejidad. Cuando
encontraba algún pasaje obscuro, solía compararlo con todos los demás textos
que parecían tener alguna referencia con el asunto en cuestión. Reconocía a
cada palabra el sentido que le correspondía en el tema de que trataba el texto,
y si la idea que de él se formaba armonizaba con cada pasaje colateral, la
dificultad desaparecía. Así, cada vez que daba con un pasaje difícil de
comprender, encontraba la explicación en alguna otra parte de las Santas
Escrituras. A medida que estudiaba y oraba fervorosamente para que Dios le
alumbrara, lo que antes le había parecido obscuro se le aclaraba. Experimentaba
la verdad de las palabras del salmista: "El principio de tus palabras
alumbra; hace entender a los simples." (Salmo 119: 130.)
Con profundo interés estudió los libros de
Daniel y el Apocalipsis, siguiendo los mismos principios de interpretación que
en los demás libros de la Biblia, y con gran gozo comprobó que los símbolos
proféticos podían ser comprendidos. Vio que, en la medida en que se habían
cumplido, las profecías lo habían [367]
hecho literalmente; que todas las diferentes figuras, metáforas, parábolas,
similitudes, etc., o estaban explicadas en su contexto inmediato, o los
términos en que estaban expresadas eran definidos en otros pasajes; y que
cuando eran así explicados debían ser entendidos literalmente. "Así me
convencí —dice— de que la Biblia es un
sistema de verdades reveladas dadas con tanta claridad y sencillez, que el que
anduviere en el camino trazado por ellas, por insensato que fuere, no tiene por
qué extraviarse." —Bliss, pág. 70. Eslabón tras eslabón de la cadena de la
verdad descubierta vino a recompensar sus esfuerzos, a medida que paso a paso
seguía las grandes líneas de la profecía. Ángeles del cielo dirigían sus
pensamientos y descubrían las Escrituras a su inteligencia.
Tomando por criterio el modo en que las
profecías se habían cumplido en lo pasado, para considerar el modo en que se
cumplirían las que quedaban aún por cumplirse, se convenció de que el concepto
popular del reino espiritual de Cristo —un milenio temporal antes del fin del
mundo— no estaba fundado en la Palabra de Dios. Esta doctrina que indicaba mil
años de justicia y de paz antes de la venida personal del Señor, difería para
un futuro muy lejano los terrores del día de Dios. Pero, por agradable que ella
sea, es contraria a las enseñanzas de Cristo y de sus apóstoles, quienes
declaran que el trigo y la cizaña crecerán juntos hasta la siega al fin del
mundo; que "los malos hombres y los engañadores, irán de mal en
peor;" que "en los postreros días vendrán tiempos peligrosos;" y
que el reino de las tinieblas subsistirá hasta el advenimiento del Señor y será
consumido por el espíritu de su boca y destruído con el resplandor de su
venida. (S. Mateo 13: 30, 38-41; 2 Timoteo 3: 13, 1; 2 Tesalonicenses 2: 8.)
La doctrina de la conversión del mundo y del
reino espiritual de Cristo no era sustentada por la iglesia apostólica. No fue
generalmente aceptada por los cristianos hasta casi a principios del siglo
XVIII. Como todos los demás errores, éste también produjo malos resultados.
Enseñó a los hombres a [368] dejar para
un remoto porvenir la venida del Señor y les impidió que dieran importancia a
las señales de su cercana llegada. Infundía un sentimiento de confianza y
seguridad mal fundado, y llevó a muchos a descuidar la preparación necesaria
para ir al encuentro de su Señor.
Miller encontró que la venida verdadera y
personal de Cristo está claramente enseñada en las Santas Escrituras. San Pablo
dice: "El Señor mismo descenderá del cielo con mandato soberano, con la
voz del arcángel y con trompeta de Dios." Y el Salvador declara que
"verán al Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y
grande gloria." "Porque como el relámpago sale del oriente, y se ve
lucir hasta el occidente, así será la venida del Hijo del hombre." Será
acompañado por todas las huestes del cielo, pues "el Hijo del hombre"
vendrá "en su gloria, y todos los ángeles con él." "Y enviará
sus ángeles con grande estruendo de trompeta, los cuales juntarán a sus
escogidos." (1 Tesalonicenses 4: 16; S. Mateo 24: 30, 27, 31; 25: 31,
V.M.)
A su venida los justos muertos resucitarán, y
los justos que estuvieren aún vivos serán mudados. "No todos dormiremos
—dice Pablo,— mas todos seremos mudados, en un momento, en un abrir de ojos, al
sonar la última trompeta: porque sonará la trompeta, y los muertos resucitarán
incorruptibles, y nosotros seremos mudados. Porque es necesario que este cuerpo
corruptible se revista de incorrupción, y que este cuerpo mortal se revista de
inmortalidad." (1 Corintios 15: 51-53, V.M.) Y en 1 Tesalonicenses 4: 16,
17, después de describir la venida del Señor, dice: "Los muertos en Cristo
se levantarán primero; luego, nosotros los vivientes, los que hayamos quedado,
seremos arrebatados juntamente con ellos a las nubes, al encuentro del Señor,
en el aire; y así estaremos siempre con el Señor."
El pueblo de Dios no puede recibir el reino
antes que se realice el advenimiento personal de Cristo. El Señor había dicho:
"Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los ángeles con él,
entonces se sentará sobre el trono de su [369]
gloria; y delante de él serán juntadas todas las naciones; y apartará a los
hombres unos de otros, como el pastor aparta las ovejas de las cabras: y pondrá
las ovejas a su derecha, y las cabras a la izquierda. Entonces dirá el Rey a
los que estarán a su derecha: ¡ Venid, benditos de mi Padre, poseed el reino
destinado para vosotros desde la fundación del mundo! "(S. Mateo 25: 31 -
34, V.M.) Hemos visto por los pasajes que acabamos de citar que cuando venga el
Hijo del hombre, los muertos serán resucitados incorruptibles, y que los vivos
serán mudados. Este gran cambio los preparará para recibir el reino; pues San
Pablo dice: "La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios, ni
la corrupción hereda la incorrupción." (1 Corintios 15: 50, V.M.) En su
estado presente el hombre es mortal, corruptible; pero el reino de Dios será
incorruptible y sempiterno. Por lo tanto, en su estado presente el hombre no
puede entrar en el reino de Dios. Pero cuando venga Jesús, concederá la inmortalidad
a su pueblo; y luego los llamará a poseer el reino, del que hasta aquí sólo han
sido presuntos herederos.
Estos y otros pasajes bíblicos probaron
claramente a Miller que los acontecimientos que generalmente se esperaba que se
verificasen antes de la venida de Cristo, tales como el reino universal de la
paz y el establecimiento del reino de Dios en la tierra, debían realizarse
después del segundo advenimiento. Además, todas las señales de los tiempos y el
estado del mundo correspondían a la descripción profética de los últimos días.
Por el solo estudio de las Sagradas Escrituras, Miller tuvo que llegar a la
conclusión de que el período fijado para la subsistencia de la tierra en su
estado actual estaba por terminar.
"Otra clase de evidencia que afectó vitalmente
mi espíritu —dice él— fue la cronología de las Santas Escrituras.... Encontré
que los acontecimientos predichos, que se habían cumplido en lo pasado, se
habían desarrollado muchas veces dentro de los límites de un tiempo
determinado. Los ciento y veinte años hasta el diluvio(Génesis 6:3); los siete
días que debían [370] precederlo, con el
anuncio de cuarenta días de lluvia (Génesis 7:4); los cuatrocientos años de la
permanencia de la posteridad de Abrahán en Egipto (Génesis 15:13); los tres
días de los sueños del copero y del panadero (Génesis 40:12 - 20) ; los siete
años de Faraón (Génesis 41:28 - 54) ;
los cuarenta años en el desierto (Números 14:34) ; los tres años y medio de hambre (1 Reyes 17:1)
[véase S. Lucas 4:25];...los setenta años del cautiverio en Babilonia (Jeremías
25:11);los siete tiempos de Nabucodonosor (Daniel 4:13 - 16) ; y las siete
semanas, sesenta y dos semanas, y la una semana, que sumaban setenta semanas
determinadas sobre los judíos (Daniel 9:24 - 27); todos los acontecimientos
limitados por estos períodos de tiempo no fueron una vez más que asunto
profético, pero se cumplieron de acuerdo con las predicciones." —Bliss,
págs. 74, 75.
Por consiguiente, al encontrar en su estudio
de la Biblia varios períodos cronológicos, que, según su modo de entenderlos,
se extendían hasta la segunda venida de Cristo, no pudo menos que considerarlos
como los "tiempos señalados," que Dios había revelado a sus siervos.
"Las cosas secretas —dice Moisés— pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas
las reveladas nos pertenecen a nosotros y a nuestros hijos para
siempre," y el Señor declara por el
profeta Amós que "no hará nada sin que revele su secreto a sus siervos los
profetas." (Deuteronomio 29: 29; Amós 3: 7, V.M.) Así que los que estudian
la Palabra de Dios pueden confiar que encontrarán indicado con claridad en las
Escrituras el acontecimiento más estupendo que debe realizarse en la historia
de la humanidad.
"Estando completamente convencido —dice
Miller— de que toda Escritura divinamente inspirada es útil [2 Timoteo 3:16];
que en ningún tiempo fue dada por voluntad de hombre, sino que fue escrita por
hombres santos inspirados del Espíritu Santo [2 Pedro 1:21], y esto 'para
nuestra enseñanza' 'para que por la paciencia, y por la consolación de las Escrituras,
tengamos esperanza' [Romanos 15:4], no pude menos que considerar las partes
cronológicas de la Biblia tan pertinentes [371]
a la Palabra de Dios y tan acreedoras a que las tomáramos en cuenta como
cualquiera otra parte de las Sagradas Escrituras. Pensé por consiguiente que al
tratar de comprender lo que Dios, en su misericordia, había juzgado conveniente
revelarnos, yo no tenía derecho para pasar por alto los períodos
proféticos." —Bliss, pág. 75.
La profecía que parecía revelar con la mayor
claridad el tiempo del segundo advenimiento, era la de Daniel 8: 14:
"Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el
Santuario." (V.M.) Siguiendo la regla que se había impuesto, de dejar que
las Sagradas Escrituras se interpretasen a sí mismas, Miller llegó a saber que
un día en la profecía simbólica representa un año (Números 14: 34; Ezequiel 4:
6); vio que el período de los 2.300 días proféticos, o años literales, se
extendía mucho más allá del fin de la era judaica, y que por consiguiente no
podía referirse al santuario de aquella economía. Miller aceptaba la creencia
general de que durante la era cristiana la tierra es el santuario, y dedujo por
consiguiente que la purificación del santuario predicha en Daniel 8:14
representaba la purificación de la tierra con fuego en el segundo advenimiento
de Cristo. Llegó pues a la conclusión de que si se podía encontrar el punto de
partida de los 2.300 días, sería fácil fijar el tiempo del segundo
advenimiento. Así quedaría revelado el tiempo de aquella gran consumación,
"el tiempo en que concluiría el presente estado de cosas, con todo su
orgullo y poder, su pompa y vanidad, su maldad y opresión, . . . el tiempo en
que la tierra dejaría de ser maldita, en que la muerte sería destruída y se
daría el galardón a los siervos de Dios, a los profetas y santos, y a todos los
que temen su nombre, el tiempo en que serían destruídos los que destruyen la
tierra." —Bliss, pág. 76.
Miller siguió escudriñando las profecías con
más empeño y fervor que nunca, dedicando noches y días enteros al estudio de lo
que resultaba entonces de tan inmensa importancia y absorbente interés. En el
capítulo octavo de Daniel no pudo [372]
encontrar guía para el punto de partida de los 2.300 días. Aunque se le mandó
que hiciera comprender la visión a Daniel, el ángel Gabriel sólo le dio a éste
una explicación parcial. Cuando el profeta vio las terribles persecuciones que
sobrevendrían a la iglesia, desfallecieron sus fuerzas físicas. No pudo
soportar más, y el ángel le dejó por algún tiempo. Daniel quedó "sin
fuerzas," y estuvo "enfermo algunos días." "Estaba
asombrado de la visión —dice;— mas no hubo quien la explicase."
Y sin embargo Dios había mandado a su
mensajero: "Haz que éste entienda la visión." Esa orden debía ser
ejecutada. En obedecimiento a ella, el ángel, poco tiempo después, volvió hacia
Daniel, diciendo: "Ahora he salido para hacerte sabio de
entendimiento;" "entiende pues la palabra, y alcanza inteligencia de
la visión." (Daniel
8: 27, 16; 9: 22, 23, V.M.) Había un punto importante en
la visión del capítulo octavo, que no había sido explicado, a saber, el que se
refería al tiempo: el período de los 2.300 días; por consiguiente, el ángel,
reanudando su explicación, se espacia en la cuestión del tiempo:
"Setenta semanas están determinadas sobre
tu pueblo y sobre tu santa ciudad.... Sepas pues y entiendas, que desde la
salida de la palabra para restaurar y edificar a Jerusalem hasta el Mesías
Príncipe, habrá siete semanas, y sesenta y dos semanas; tornaráse a edificar la
plaza y el muro en tiempos angustiosos. Y después de las sesenta y dos semanas
se quitará la vida al Mesías, y no por sí.... Y en otra semana confirmará el
pacto a muchos, y a la mitad de la semana hará cesar el sacrificio y la
ofrenda." (Daniel 9: 24 - 27.)
El ángel había sido enviado a Daniel con el
objeto expreso de que le explicara el punto que no había logrado comprender en
la visión del capítulo octavo, el dato relativo al tiempo: "Hasta dos mil
y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el Santuario."
Después de mandar a Daniel que "entienda" "la palabra" y
que alcance inteligencia de "la visión," las primeras palabras del
ángel son: "Setenta semanas están determinadas sobre tu pueblo y sobre tu
santa ciudad." [373]
La palabra traducida aquí por
"determinadas," significa literalmente "descontadas." El
ángel declara que setenta semanas, que representaban 490 años, debían ser
descontadas por pertenecer especialmente a los judíos. ¿Pero de dónde fueron
descontadas? Como los 2.300 días son el único período de tiempo mencionado en
el capítulo octavo, deben constituir el período del que fueron descontadas las
setenta semanas; las setenta semanas deben por consiguiente formar parte de los
2.300 días, y ambos períodos deben comenzar juntos. El ángel declaró que las
setenta semanas datan del momento en que salió el edicto para reedificar a
Jerusalén. Si se puede encontrar la fecha de aquel edicto, queda fijado el
punto de partida del gran período de los 2.300 días.
Ese decreto se encuentra en el capítulo
séptimo de Esdras. (Vers. 12 - 26.) Fue expedido en su forma más completa por
Artajerjes, rey de Persia, en el año 457 ant. de J. C. Pero en Esdras 6:14 se
dice que la casa del Señor fue edificada en Jerusalén "por mandamiento de
Ciro, y de Darío y de Artajerjes rey de Persia." Estos tres reyes, al
expedir el decreto y al confirmarlo y completarlo, lo pusieron en la condición
requerida por la profecía para que marcase el principio de los 2.300 años.
Tomando el año 457 ant. de J. C. en que el decreto fue completado, como fecha
de la orden, se comprobó que cada especificación de la profecía referente a las
setenta semanas se había cumplido.
"Desde la salida de la palabra para
restaurar y edificar a Jerusalem hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas,
y sesenta y dos semanas" —es decir sesenta y nueve semanas, o sea 483
años. El decreto de Artajerjes fue puesto en vigencia en el otoño del año 457
ant. de J. C. Partiendo de esta fecha, los 483 años alcanzan al otoño del año
27 de J. C. (Véase el Apéndice, así como el diagrama de la pág. 374.) Entonces
fue cuando esta profecía se cumplió. La palabra "Mesías" significa
"el Ungido." En el otoño del año 27 de J. C., Cristo fue bautizado
por Juan y recibió la unción del Espíritu Santo. [374]
Este período profético, el más largo de la
Biblia, había de extenderse, según la profecía de Daniel, desde "la salida
de la palabra para restaurar y edificar Jerusalem" hasta la purificación
del santuario. La orden de reedificar a
Jerusalén se dio en 457 ant. de J.C.
Setenta semanas (490 años) debía cortarse para los judíos, y al fin de
este período, en el año 34 de nuestra era, se principió a predicar el Evangelio
a los gentiles. Desde que comenzó el
período, en 457 ant. de J. C., hasta el Mesías Príncipe, iba a haber 69 semanas
(483 años). Precisamente en el momento
predicho, en el otoño del 27 de J. C., Jesús fue bautizado en el Jordán por
Juan Bautista. Fue también ungido del
Espíritu Santo, e inició su ministerio público.
"A la mitad de la semana" (3 años y medio más tarde) el Mesías
fue cortado. El período completo de los
2.300 días se extendía de 457 ant. de J. C. hasta 1844 de nuestra era, cuando
se inició en el cielo el juicio investigador.
1. La orden de Artajerjes, rey de Persia, para restaurar y reedificar
Jerusalén, fue dada en 457 ant. de J.C. (Daniel 9:25; Esdras 6:1, 6-12.)
2. La reconstrucción y restauración de Jerusalén se terminó al fin de los
primeros 49 años de la profecía de Daniel. (Daniel 9:25.)
3. Jesús fue ungido del Espíritu Santo en ocasión de su bautismo. (S.
Mateo 3:16; Hechos 10:38.) De 457 ant.
de J.C. hasta el Ungido hubo 483 años.
4. El Mesías Príncipe fue cortado a la mitad de la semana, cuando fue
crucificado, en el año 31 de nuestra era. (Daniel 9:27; S. Mateo 27:50,51.)
5. Desde la muerte de Esteban, el Evangelio fue a los gentiles. (Daniel
9:24; Hechos 7:54-56; 8:1.) De 457 al
tiempo de los gentiles: 490 años.
6. Al fin de los 2.300 años, en 1844, se inicia la purificación del
santuario celestial, o sea la hora del juicio.
(Daniel 8:14; Apocalipsis 14:7.)
7. El triple mensaje de Apocalipsis 14:6-12 es proclamado a todo el mundo antes de la
segunda venida de Cristo a esta tierra.
[375]
El apóstol Pedro testifica que "a Jesús
de Nazaret: . . . Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder."
(Hechos 10: 38, V.M.) Y el mismo Salvador declara: "El Espíritu del Señor
está sobre mí; por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los
pobres." Después de su bautismo, Jesús volvió a Galilea, "predicando
el evangelio de Dios, y diciendo: Se ha cumplido el tiempo." (S. Lucas
4:18; S. Marcos 1: 14, 15, V.M.)
"Y en otra semana confirmará el pacto a
muchos." La semana de la cual se habla aquí es la última de las setenta.
Son los siete últimos años del período concedido especialmente a los judíos.
Durante ese plazo, que se extendió del año 27 al año 34 de J. C., Cristo,
primero en persona y luego por intermedio de sus discípulos, presentó la
invitación del Evangelio especialmente a los judíos. Cuando los apóstoles
salieron para proclamar las buenas nuevas del reino, las instrucciones del
Salvador fueron: "Por el camino de los Gentiles no iréis, y en ciudad de
Samaritanos no entréis." (S. Mateo 10: 5, 6.)
"A la mitad de la semana hará cesar el
sacrificio y la ofrenda." En el año 31 de J. C., tres años y medio después
de su bautismo, nuestro Señor fue crucificado. Con el gran sacrificio ofrecido
en el Calvario, terminó aquel sistema de ofrendas que durante cuatro mil años
había prefigurado al Cordero de Dios. El tipo se encontró con el antitipo, y
todos los sacrificios y oblaciones del sistema ceremonial debían cesar.
Las setenta semanas, o 490 años concedidos a
los judíos, terminaron, como lo vimos, en el año 34 de J. C. En dicha fecha,
por auto del Sanedrín judaico, la nación selló su rechazamiento del Evangelio
con el martirio de Esteban y la persecución de los discípulos de Cristo.
Entonces el mensaje de salvación, no estando más reservado exclusivamente para
el pueblo elegido, fue dado al mundo. Los discípulos, obligados por la
persecución a huir de Jerusalén, "andaban por todas partes, predicando la
Palabra." "Felipe, descendiendo a la ciudad de Samaria, les proclamó
el Cristo." Pedro, guiado por Dios, dio a conocer el Evangelio al
centurión de Cesarea, el [376] piadoso
Cornelio; el ardiente Pablo, ganado a la fe de Cristo fue comisionado para
llevar las alegres nuevas "lejos . . . a los gentiles." (Hechos 8: 4,
5; 22: 21, V.M.)
Hasta aquí cada uno de los detalles de las
profecías se ha cumplido de una manera sorprendente, y el principio de las
setenta semanas queda establecido irrefutablemente en el año 457 ant. de J.C. y
su fin en el año 34 de J.C. Partiendo de esta fecha no es difícil encontrar el
término de los 2.300 días. Las setenta semanas —490 días— descontadas de los
2.300 días, quedaban 1810 días. Concluidos las 490 días, quedaban aún por
cumplirse los 1810 días. Contando desde 34 de J.C., los 1810 años alcanzan al
año 1844. Por consiguiente los 2.300 días de Daniel 8:14 terminaron en 1844. Al
fin de este gran período profético, según el testimonio del ángel de Dios,
"el santuario" debía ser "purificado." De este modo la
fecha de la purificación del santuario —la cual se creía casi universalmente
que se verificaría en el segundo advenimiento de Cristo— quedó definitivamente
establecida.
Miller y sus colaboradores creyeron primero
que los 2.300 días terminarían en la primavera de 1844, mientras que la
profecía señala el otoño de ese mismo año. (Véase el diagrama y el Apéndice.)
La mala inteligencia de este punto fue causa de desengaño y perplejidad para
los que habían fijado para la primavera de dicho año el tiempo de la venida del
Señor. Pero esto no afectó en lo más mínimo la fuerza de la argumentación que
demuestra que los 2.300 días terminaron en el año 1844 y que el gran
acontecimiento representado por la purificación del santuario debía verificarse
entonces.
Al empezar a estudiar las Sagradas Escrituras
como lo hizo, para probar que son una revelación de Dios, Miller no tenía la
menor idea de que llegaría a la conclusión a que había llegado. Apenas podía él
mismo creer en los resultados de su investigación. Pero las pruebas de la Santa
Escritura eran demasiado evidentes y concluyentes para rechazarlas.
Había dedicado dos años al estudio de la
Biblia, cuando, en [377] 1818, llegó a tener la
solemne convicción de que unos veinticinco años después aparecería Cristo para
redimir a su pueblo. "No necesito hablar —dice Miller— del gozo que llenó
mi corazón ante tan embelesadora perspectiva, ni de los ardientes anhelos de mi
alma para participar del júbilo de los redimidos. La Biblia fue para mí
entonces un libro nuevo. Era esto en verdad una fiesta de la razón; todo lo que
para mí había sido sombrío, místico u obscuro en sus enseñanzas, había desaparecido
de mi mente ante la clara luz que brotaba de sus sagradas páginas; y ¡oh! ¡cuán
brillante y gloriosa aparecía la verdad! Todas las contradicciones y
disonancias que había encontrado antes en la Palabra desaparecieron; y si bien
quedaban muchas partes que no comprendía del todo, era tanta la luz que de las
Escrituras manaba para alumbrar mi inteligencia obscurecida, que al estudiarlas
sentía un deleite que nunca antes me hubiera figurado que podría sacar de sus
enseñanzas." —Bliss, págs. 76, 77.
"Solemnemente convencido de que las
Santas Escrituras anunciaban el cumplimiento de tan importantes acontecimientos
en tan corto espacio de tiempo, surgió con fuerza en mi alma la cuestión de
saber cuál era mi deber para con el mundo, en vista de la evidencia que había
conmovido mi propio espíritu." —Id., pág. 81. No pudo menos que sentir que
era deber suyo impartir a otros la luz que había recibido. Esperaba encontrar
oposición de parte de los impíos, pero estaba seguro de que todos los
cristianos se alegrarían en la esperanza de ir al encuentro del Salvador a
quien profesaban amar. Lo único que temía era que en su gran júbilo por la
perspectiva de la gloriosa liberación que debía cumplirse tan pronto, muchos
recibiesen la doctrina sin examinar detenidamente las Santas Escrituras para
ver si era la verdad. De aquí que vacilara en presentarla, por temor de estar
errado y de hacer descarriar a otros. Esto le indujo a revisar las pruebas que
apoyaban las conclusiones a que había llegado, y a considerar cuidadosamente
cualquiera dificultad que se presentase a su [378]
espíritu. Encontró que las objeciones se desvanecían ante la luz de la Palabra
de Dios como la neblina ante los rayos del sol. Los cinco años que dedicó a
esos estudios le dejaron enteramente convencido de que su manera de ver era
correcta.
El deber de hacer conocer a otros lo que él
creía estar tan claramente enseñado en las Sagradas Escrituras, se le impuso
entonces con nueva fuerza. "Cuando estaba ocupado en mi trabajo —explicó,—
sonaba continuamente en mis oídos el mandato: Anda y haz saber al mundo el
peligro que corre. Recordaba constantemente este pasaje: ' Diciendo yo al
impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío
de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su sangre yo la demandaré de
tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que de él se aparte, y él
no se apartare de su camino, por su pecado morirá él, y tú libraste tu
vida." (Ezequiel 33: 8, 9.) Me parecía que si los impíos podían ser amonestados
eficazmente, multitudes de ellos se arrepentirían; y que si no eran
amonestados, su sangre podía ser demandada de mi mano." —Bliss, pág. 92.
Empezó a presentar sus ideas en círculo
privado siempre que se le ofrecía la oportunidad, rogando a Dios que algún
ministro sintiese la fuerza de ellas y se dedicase a proclamarlas. Pero no
podía librarse de la convicción de que tenía un deber personal que cumplir
dando el aviso. De continuo se presentaban a su espíritu las siguientes
palabras: "Anda y anúncialo al mundo; su sangre demandaré de tu
mano." Esperó nueve años; y la carga continuaba pesando sobre su alma,
hasta que en 1831 expuso por primera vez en público las razones de la fe que
tenía.
Así como Eliseo fue llamado cuando seguía a
sus bueyes en el campo, para recibir el manto de la consagración al ministerio
profético, así también Guillermo Miller fue llamado a dejar su arado y revelar
al pueblo los misterios del reino de Dios. Con temblor dio principio a su obra
de conducir a sus oyentes paso a paso a través de los períodos proféticos hasta
el segundo [379] advenimiento de Cristo.
Con cada esfuerzo cobraba más energía y valor al ver el marcado interés que
despertaban sus palabras.
A la solicitación de sus hermanos, en cuyas
palabras creyó oír el llamamiento de Dios, se debió que Miller consintiera en
presentar sus opiniones en público. Tenía ya cincuenta años, y no estando
acostumbrado a hablar en público, se consideraba incapaz de hacer la obra que
de él se esperaba. Pero desde el principio sus labores fueron notablemente
bendecidas para la salvación de las almas. Su primera conferencia fue seguida
de un despertamiento religioso, durante el cual treinta familias enteras, menos
dos personas, fueron convertidas. Se le instó inmediatamente a que hablase en otros
lugares, y casi en todas partes su trabajo tuvo por resultado un avivamiento de
la obra del Señor. Los pecadores se convertían, los cristianos renovaban su
consagración a Dios, y los deístas e incrédulos eran inducidos a reconocer la
verdad de la Biblia y de la religión cristiana. El testimonio de aquellos entre
quienes trabajara fue: "Consigue ejercer una influencia en una clase de
espíritus a la que no afecta la influencia de otros hombres." —Id., pág.
138. Su predicación era para despertar interés en los grandes asuntos de la
religión y contrarrestar la mundanalidad y sensualidad crecientes de la época.
En casi todas las ciudades se convertían los
oyentes por docenas y hasta por centenares. En muchas poblaciones se le abrían
de par en par las iglesias protestantes de casi todas las denominaciones, y las
invitaciones para trabajar en ellas le llegaban generalmente de los mismos
ministros de diversas congregaciones. Tenía por regla invariable no trabajar
donde no hubiese sido invitado. Sin embargo pronto vio que no le era posible
atender siquiera la mitad de los llamamientos que se le dirigían. Muchos que no
aceptaban su modo de ver en cuanto a la fecha exacta del segundo advenimiento,
estaban convencidos de la seguridad y proximidad de la venida de Cristo y de
que necesitaban prepararse para ella. En algunas de las grandes ciudades, sus
labores hicieron extraordinaria [380]
impresión. Hubo taberneros que abandonaron su tráfico y convirtieron sus
establecimientos en salas de culto; los garitos eran abandonados; incrédulos,
deístas, universalistas y hasta libertinos de los más perdidos —algunos de los
cuales no habían entrado en ningún lugar de culto desde hacía años— se
convertían. Las diversas denominaciones establecían reuniones de oración en
diferentes barrios y a casi cualquier hora del día los hombres de negocios se
reunían para orar y cantar alabanzas. No se notaba excitación extravagante,
sino que un sentimiento de solemnidad dominaba a casi todos. La obra de Miller,
como la de los primeros reformadores, tendía más a convencer el entendimiento y
a despertar la conciencia que a excitar las emociones.
En 1833 Miller recibió de la iglesia bautista,
de la cual era miembro, una licencia que le autorizaba para predicar. Además,
buen número de los ministros de su denominación aprobaban su obra, y le dieron
su sanción formal mientras proseguía sus trabajos.
Viajaba y predicaba sin descanso, si bien sus
labores personales se limitaban principalmente a los estados del este y del
centro de los Estados Unidos. Durante varios años sufragó él mismo todos sus
gastos de su bolsillo y ni aun más tarde se le costearon nunca por completo los
gastos de viaje a los puntos adonde se le llamaba. De modo que, lejos de
reportarle provecho pecuniario, sus labores públicas constituían un pesado
gravamen para su fortuna particular que fue menguando durante este período de
su vida. Era padre de numerosa familia, pero como todos los miembros de ella
eran frugales y diligentes, su finca rural bastaba para el sustento de todos
ellos.
En 1833, dos años después de haber principiado
Miller a presentar en público las pruebas de la próxima venida de Cristo,
apareció la última de las señales que habían sido anunciadas por el Salvador
como precursoras de su segundo advenimiento. Jesús había dicho: "Las
estrellas caerán del cielo." (S. Mateo 24: 29.) Y Juan, al recibir la
visión de la escenas [381] que
anunciarían el día de Dios, declara en el Apocalipsis: "Las estrellas del
cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera echa sus higos cuando es movida
de gran viento." (Apocalipsis 6: 13.) Esta profecía se cumplió de modo
sorprendente y pasmoso con la gran lluvia meteórica del 13 de noviembre de
1833. Fue éste el más dilatado y admirable espectáculo de estrellas fugaces que
se haya registrado, pues "¡sobre todos los Estados Unidos el firmamento
entero estuvo entonces, durante horas seguidas, en conmoción ígnea! No ha
ocurrido jamás en este país, desde el tiempo de los primeros colonos, un
fenómeno celestial que despertara tan grande admiración entre unos, ni tanto
terror ni alarma entre otros." "Su sublimidad y terrible belleza
quedan aún grabadas en el recuerdo de muchos.... Jamás cayó lluvia más tupida
que ésa en que cayeron los meteoros hacia la tierra; al este, al oeste, al
norte y al sur era lo mismo. En una palabra, todo el cielo parecía en
conmoción. . . . El espectáculo, tal como está descrito en el diario del
profesor Silliman, fue visto por toda la América del Norte.... Desde las dos de
la madrugada hasta la plena claridad del día, en un firmamento perfectamente
sereno y sin nubes, todo el cielo estuvo constantemente surcado por una lluvia
incesante de cuerpos que brillaban de modo deslumbrador." —R. M. Devens,
American Progress; or, The Great Events of the Greatest Century, cap. 28, párrs.
1 - 5.
"En verdad, ninguna lengua podría
describir el esplendor de tan hermoso espectáculo; . . . nadie que no lo haya
presenciado puede formarse exacta idea de su esplendor. Parecía que todas las
estrellas del cielo se hubiesen reunido en un punto cerca del cénit, y que
fuesen lanzadas de allí, con la velocidad del rayo, en todas las direcciones
del horizonte; y sin embargo no se agotaban: con toda rapidez seguíanse por
miles unas tras otras, como si hubiesen sido creadas para el caso." —F.
Reed, en el Christian Advocate and Journal, 13 de dic. de 1833. "Es
imposible contemplar una imagen más exacta de la higuera que deja caer sus
higos cuando es sacudida por un gran [382]
viento." —"The Old Countryman," en el Evening Advertiser de
Portland, 26 de nov. de 1833.
En el Journal of Commerce de Nueva York del 14
de noviembre se publicó un largo artículo referente a este maravilloso fenómeno
y en él se leía la siguiente declaración: "Supongo que ningún filósofo ni
erudito ha referido o registrado jamás un suceso como el de ayer por la mañana.
Hace mil ochocientos años un profeta lo predijo con toda exactitud, si
entendemos que las estrellas que cayeron eran estrellas errantes o fugaces, . .
. que es el único sentido verdadero y literal."
Así se realizó la última de las señales de su
venida acerca de las cuales Jesús había dicho a sus discípulos: "Cuando
viereis todas estas cosas, sabed que está cercano, a las puertas." (S.
Mateo 24: 33.) Después de estas señales, Juan vio que el gran acontecimiento
que debía seguir consistía en que el cielo desaparecía como un libro cuando es
arrollado, mientras que la tierra era sacudida, las montañas y las islas eran
movidas de sus lugares, y los impíos, aterrorizados, trataban de esconderse de
la presencia del Hijo del hombre. (Apocalipsis 6: 12 - 17.)
Muchos de los que presenciaron la caída de las
estrellas la consideraron como un anuncio del juicio venidero —"como un
signo precursor espantoso, un presagio misericordioso, de aquel grande y
terrible día."— "The Old Countryman," en el Evening Advertiser
de Portland, 26 de nov. de 1833. Así fue dirigida la atención del pueblo hacia
el cumplimiento de la profecía, y muchos fueron inducidos a hacer caso del
aviso del segundo advenimiento.
En 1840 otro notable cumplimiento de la
profecía despertó interés general. Dos años antes, Josías Litch, uno de los
principales ministros que predicaban el segundo advenimiento, publicó una
explicación del capítulo noveno del Apocalipsis, que predecía la caída del
imperio otomano. Según sus cálculos esa potencia sería derribada "en el
año 1840 de J. C., durante el mes de agosto"; y pocos días antes de su
cumplimiento escribió: "Admitiendo que el primer período de 150 años se [383] haya cumplido exactamente antes de que
Deacozes subiera al trono con permiso de los turcos, y que los 391 años y
quince días comenzaran al terminar el primer período, terminarán el 11 de
agosto de I 840, día en que puede anticiparse que el poder otomano en
Constantinopla será quebrantado. Y esto es lo que creo que va a confirmarse.'
—Josías Litch, en Signs of the Times, and Expositor of Prophecy, 1° de agosto
de 1840.
En la fecha misma que había sido especificada,
Turquía aceptó, por medio de sus embajadores, la protección de las potencias
aliadas de Europa, y se puso así bajo la tutela de las naciones cristianas. El
acontecimiento cumplió exactamente la predicción. (Véase el Apéndice.) Cuando
esto se llegó a saber, multitudes se convencieron de que los principios de
interpretación profética adoptados por Miller y sus compañeros eran correctos,
con lo que recibió un impulso maravilloso el movimiento adventista. Hombres de
saber y de posición social se adhirieron a Miller para divulgar sus ideas, y de
1840 a 1844 la obra se extendió rápidamente.
Guillermo Miller poseía grandes dotes
intelectuales, disciplinadas por la reflexión y el estudio; y a ellas añadió la
sabiduría del cielo al ponerse en relación con la Fuente de la sabiduría. Era
hombre de verdadero valer, que no podía menos que imponer respeto y granjearse
el aprecio dondequiera que supiera estimarse la integridad, el carácter y el
valor moral. Uniendo verdadera bondad de corazón a la humildad cristiana y al
dominio de sí mismo, era atento y afable para con todos, y siempre listo para
escuchar las opiniones de los demás y pesar sus argumentos. Sin apasionamiento
ni agitación, examinaba todas las teorías y doctrinas a la luz de la Palabra de
Dios; y su sano juicio y profundo conocimiento de las Santas Escrituras, le
permitían descubrir y refutar el error.
Sin embargo no prosiguió su obra sin encontrar
violenta oposición. Como les sucediera a los primeros
reformadores, las verdades que proclamaba no
fueron recibidas favorablemente por los maestros religiosos del pueblo. Como
éstos no [384] podían sostener sus
posiciones apoyándose en las Santas Escrituras, se vieron obligados a recurrir
a los dichos y doctrinas de los hombres, a las tradiciones de los padres. Pero
la Palabra de Dios era el único testimonio que aceptaban los predicadores de la
verdad del segundo advenimiento. "La Biblia, y la Biblia sola," era
su consigna. La falta de argumentos bíblicos de parte de sus adversarios era
suplida por el ridículo y la burla. Tiempo, medios y talentos fueron empleados
en difamar a aquellos cuyo único crimen consistía en esperar con gozo el
regreso de su Señor, y en esforzarse por vivir santamente, y en exhortar a los
demás a que se preparasen para su aparición.
Serios fueron los esfuerzos que se hicieron
para apartar la mente del pueblo del asunto del segundo advenimiento. Se hizo
aparecer como pecado, como algo de que los hombres debían avergonzarse, el
estudio de las profecías referentes a la venida de Cristo y al fin del mundo.
Así los ministros populares socavaron la fe en la Palabra de Dios. Sus
enseñanzas volvían incrédulos a los hombres, y muchos se arrogaron la libertad
de andar según sus impías pasiones. Luego los autores del mal echaban la culpa
de él a los adventistas.
Mientras que un sinnúmero de personas
inteligentes e interesadas se apiñaban para oír a Miller, su nombre era rara
vez mencionado por la prensa religiosa y sólo para ridiculizarlo y acusarlo.
Los indiferentes y los impíos, alentados por la actitud de los maestros de
religión, recurrieron a epítetos difamantes, a chistes vulgares y blasfemos, en
sus esfuerzos para atraer el desprecio sobre él y su obra. El siervo de Dios,
encanecido en el servicio y que había dejado su cómodo hogar para viajar a
costa propia de ciudad en ciudad, y de pueblo en pueblo, para proclamar al
mundo la solemne amonestación del juicio inminente, fue llamado fanático,
mentiroso y malvado.
Las mofas, las mentiras y los ultrajes
acumulados sobre él despertaron la censura y la indignación hasta de la prensa
profana. La gente del mundo declaró que "tratar un tema de tan imponente
majestad e importantes consecuencias" con [385]
ligereza y lenguaje vulgar, "no equivalía sólo a divertirse a costa de los
sentimientos de sus propagadores y defensores," sino "a reírse del
día del juicio, a mofarse del mismo Dios y a hacer burla de su tribunal."
—Bliss, pág. 183.
El instigador de todo mal no trató únicamente
de contrarrestar los efectos del mensaje del advenimiento, sino de destruir al
mismo mensajero. Miller hacía una aplicación práctica de la verdad bíblica a
los corazones de sus oyentes, reprobando sus pecados y turbando el sentimiento
de satisfacción de sí mismos, y sus palabras claras y contundentes despertaron
la animosidad de ellos. La oposición manifestada por los miembros de las
iglesias contra su mensaje alentaba a las clases bajas a ir aún más allá; y
hubo enemigos que conspiraron para quitarle la vida a su salida del local de
reunión. Pero hubo ángeles guardianes entre la multitud, y uno de ellos, bajo
la forma de un hombre, tomó el brazo del siervo del Señor, y lo puso a salvo
del populacho furioso. Su obra no estaba aún terminada, y Satanás y sus
emisarios se vieron frustrados en sus planes.
A pesar de toda oposición, el interés en el
movimiento adventista siguió en aumento. De decenas y centenas el número de los
creyentes alcanzó a miles. Las diferentes iglesias se habían acrecentado
notablemente, pero al poco tiempo el espíritu de oposición se manifestó hasta
contra los conversos ganados por Miller, y las iglesias empezaron a tomar
medidas disciplinarias contra ellos. Esto indujo a Miller a instar a los
cristianos de todas las denominaciones a que, si sus doctrinas eran falsas, se
lo probasen por las Escrituras.
"¿Qué hemos creído —decía él— que no nos
haya sido ordenado creer por la Palabra de Dios, que vosotros mismos reconocéis
como regla única de nuestra fe y de nuestra conducta? ¿Qué hemos hecho para que
se nos arrojasen tan virulentos cargos y diatribas desde el púlpito y la
prensa, y para daros motivo para excluirnos a nosotros [los adventistas] de
vuestras iglesias y de vuestra comunión?" "Si estamos en el error, os
ruego nos enseñéis en qué consiste nuestro error. [386]
Probádnoslo por la Palabra de Dios; harto se
nos ha ridiculizado, pero no será eso lo que pueda jamás convencernos de que
estemos en error; la Palabra de Dios sola puede cambiar nuestro modo de ver.
Llegamos a nuestras conclusiones después de madura reflexión y de mucha
oración, a medida que veíamos las evidencias de las Escrituras." —Id.,
págs. 250, 252.
Siglo tras siglo las amonestaciones que Dios
dirigió al mundo por medio de sus siervos, fueron recibidas con la misma
incredulidad y falta de fe. Cuando la maldad de los antediluvianos le indujo a
enviar el diluvio sobre la tierra, les dio primero a conocer su propósito para
ofrecerles oportunidad de apartarse de sus malos caminos. Durante ciento veinte
años oyeron resonar en sus oídos la amonestación que los llamaba al
arrepentimiento, no fuese que la ira de Dios los destruyese. Pero el mensaje se
les antojó fábula ridícula, y no lo creyeron. Envalentonándose en su maldad, se
mofaron del mensajero de Dios, se rieron de sus amenazas, y hasta le acusaron
de presunción. ¿Cómo se atrevía él solo a levantarse contra todos los grandes
de la tierra? Si el mensaje de Noé era verdadero, ¿por qué no lo reconocía por
tal el mundo entero? y ¿por qué no le daba crédito? ¡Era la afirmación de un
hombre contra la sabiduría de millares! No quisieron dar fe a la amonestación,
ni buscar protección en el arca.
Los burladores llamaban la atención a las
cosas de la naturaleza, —a la sucesión invariable de las estaciones, al cielo
azul que nunca había derramado lluvia, a los verdes campos refrescados por el
suave rocío de la noche,— y exclamaban: "¿No habla acaso en
parábolas?" Con desprecio declaraban que el predicador de la justicia era
fanático rematado; y siguieron corriendo tras los placeres y andando en sus
malos caminos con más empeño que nunca antes. Pero su incredulidad no impidió
la realización del acontecimiento predicho. Dios soportó mucho tiempo su
maldad, dándoles amplia oportunidad para arrepentirse, pero a su debido tiempo
sus juicios cayeron sobre los que habían rechazado su misericordia. [387]
Cristo declara que habrá una incredulidad
análoga respecto a su segunda venida. Así como en tiempo de Noé los hombres
"no entendieron hasta que vino el diluvio, y los llevó a todos; así,"
según las palabras de nuestro Salvador, "será la venida del Hijo del
hombre." (S. Mateo 24: 39, V.M.) Cuando los que profesan ser el pueblo de
Dios se unan con el mundo, viviendo como él vive y compartiendo sus placeres
prohibidos; cuando el lujo del mundo se vuelva el lujo de la iglesia; cuando
las campanas repiquen a bodas, y todos cuenten en perspectiva con muchos años
de prosperidad mundana, —entonces, tan repentinamente como el relámpago cruza
el cielo, se desvanecerán sus visiones brillantes y sus falaces esperanzas.
Así como Dios envió a su siervo para dar al
mundo aviso del diluvio que se acercaba, también envió mensajeros escogidos
para anunciar la venida del juicio final. Y así como los contemporáneos de Noé
se burlaron con desprecio de las predicciones del predicador de la justicia,
también en los días de Miller muchos, hasta de los que profesaban ser del
pueblo de Dios, se burlaron de las palabras de aviso.
¿Y por qué la doctrina y predicación de la segunda
venida de Cristo fueron tan mal recibidas por las iglesias? Si bien el
advenimiento del Señor significa desgracia y desolación para los impíos, para
los justos es motivo de dicha y esperanza. Esta gran verdad había sido consuelo
de los fieles siervos de Dios a través de los siglos; ¿por qué hubo de
convertirse, como su Autor, en "piedra de tropiezo, y piedra de
caída," para los que profesaban ser su pueblo? Fue nuestro Señor mismo
quien prometió a sus discípulos: "Si yo fuere y os preparare el lugar, vendré
otra vez, y os recibiré conmigo." (S. Juan 14: 3, V.M.) El compasivo
Salvador fue quien, previendo el abandono y dolor de sus discípulos, encargó a
los ángeles que los consolaran con la seguridad de que volvería en persona,
como había subido al cielo. Mientras los discípulos estaban mirando con ansia
al cielo para percibir la última vislumbre de Aquel a quien amaban, fue atraída
su atención por las palabras: "¡Varones [388]
galileos, ¿por qué os quedáis mirando así al cielo? este mismo Jesús que ha sido
tomado de vosotros al cielo, así vendrá del mismo modo que le habéis visto ir
al cielo!" (Hechos 1: 11, V.M.) El mensaje de los ángeles reavivó la
esperanza de los discípulos. "Volvieron a Jerusalem con gran gozo: y
estaban siempre en el templo, alabando y bendiciendo a Dios." (S. Lucas
24: 52, 53.) No se alegraban de que Jesús se hubiese separado de ellos ni de
que hubiesen sido dejados para luchar con las pruebas y tentaciones del mundo,
sino porque los ángeles les habían asegurado que él volvería.
La proclamación de la venida de Cristo debería
ser ahora lo que fue la hecha por los ángeles a los pastores de Belén, es
decir, buenas nuevas de gran gozo. Los que aman verdaderamente al Salvador no
pueden menos que recibir con aclamaciones de alegría el anuncio fundado en la
Palabra de Dios de que Aquel en quien se concentran sus esperanzas para la vida
eterna volverá, no para ser insultado, despreciado y rechazado como en su
primer advenimiento, sino con poder y gloria, para redimir a su pueblo. Son
aquellos que no aman al Salvador quienes desean que no regrese; y no puede
haber prueba más concluyente de que las iglesias se han apartado de Dios, que
la irritación y la animosidad despertadas por este mensaje celestial.
Los que aceptaron la doctrina del advenimiento
vieron la necesidad de arrepentirse y humillarse ante Dios. Muchos habían
estado vacilando mucho tiempo entre Cristo y el mundo; entonces comprendieron
que era tiempo de decidirse. "Las cosas eternas asumieron para ellos
extraordinaria realidad. Acercóseles el cielo y se sintieron culpables ante
Dios." — Bliss, pág. 146. Nueva vida espiritual se despertó en los
creyentes. El mensaje les hizo sentir que el tiempo era corto, que debían hacer
pronto cuanto habían de hacer por sus semejantes. La tierra retrocedía, la
eternidad parecía abrirse ante ellos, y el alma, con todo lo que pertenece a su
dicha o infortunio inmortal, eclipsaba por así decirlo todo objeto temporal. El
Espíritu [389] de Dios descansaba sobre
ellos, y daba fuerza a los llamamientos ardientes que dirigían tanto a sus
hermanos como a los pecadores a fin de que se preparasen para el día de Dios.
El testimonio mudo de su conducta diaria equivalía a una censura constante para
los miembros formalistas y no santificados de las iglesias. Estos no querían
que se les molestara en su búsqueda de placeres, ni en su culto a Mamón ni en
su ambición de honores mundanos. De ahí la enemistad y oposición despertadas
contra la fe adventista y los que la proclamaban.
Como los argumentos basados en los períodos
proféticos resultaban irrefutables, los adversarios trataron de prevenir la
investigación de este asunto enseñando que las profecías estaban selladas. De
este modo los protestantes seguían las huellas de los romanistas. Mientras que
la iglesia papal le niega la Biblia al pueblo (véase el Apéndice), las iglesias
protestantes aseguraban que parte importante de la Palabra Sagrada —o sea la
que pone a la vista verdades de especial aplicación para nuestro tiempo— no
podía ser entendida.
Los ministros y el pueblo declararon que las
profecías de Daniel y del Apocalipsis eran misterios incomprensibles. Pero
Cristo había llamado la atención de sus discípulos a las palabras del profeta
Daniel relativas a los acontecimientos que debían desarrollarse en tiempo de ellos,
y les había dicho: "El que lee, entienda. " Y la aseveración de que
el Apocalipsis es un misterio que no se puede comprender es rebatida por el
título mismo del libro: "Revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para
manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto.... Bienaventurado
el que lee y los que oyen las palabras de esta profecía, y guardan las cosas en
ella escritas: porque el tiempo está cerca." (Apocalipsis 1: 1-3.)
El profeta dice: "Bienaventurado el que
lee" —hay quienes no quieren leer; la bendición no es para ellos. "Y
los que oyen"— hay algunos, también, que se niegan a oír cualquier cosa
relativa a las profecías; la bendición no es tampoco para esa clase de
personas. "Y guardan las cosas en ella escritas"— [390] muchos se niegan a tomar en cuenta las
amonestaciones e instrucciones contenidas en el Apocalipsis. Ninguno de ellos
tiene derecho a la bendición prometida. Todos los que ridiculizan los
argumentos de la profecía y se mofan de los símbolos dados solemnemente en ella,
todos los que se niegan a reformar sus vidas y a prepararse para la venida del
Hijo del hombre, no serán bendecidos.
Ante semejante testimonio de la Inspiración,
¿cómo se atreven los hombres a enseñar que el Apocalipsis es un misterio fuera
del alcance de la inteligencia humana? Es un misterio revelado, un libro
abierto. El estudio del Apocalipsis nos lleva a las profecías de Daniel, y
ambos libros contienen enseñanzas de suma importancia, dadas por Dios a los
hombres, acerca de los acontecimientos que han de desarrollarse al fin de la
historia de este mundo.
A San Juan le fueron descubiertos cuadros de
la experiencia de la iglesia que resultaban de interés profundo y conmovedor.
Vio las circunstancias, los peligros, las luchas y la liberación final del pueblo
de Dios. Consigna los mensajes finales que han de hacer madurar la mies de la
tierra, ya sea en gavillas para el granero celestial, o en manojos para los
fuegos de la destrucción. Fuéronle revelados asuntos de suma importancia,
especialmente para la última iglesia, con el objeto de que los que se volviesen
del error a la verdad pudiesen ser instruídos con respecto a los peligros y
luchas que les esperaban. Nadie necesita estar a obscuras en lo que concierne a
lo que ha de acontecer en la tierra.
¿Por qué existe, pues, esta ignorancia general
acerca de tan importante porción de las Escrituras? ¿Por qué es tan universal
la falta de voluntad para investigar sus enseñanzas? Es resultado de un
esfuerzo del príncipe de las tinieblas para ocultar a los hombres lo que revela
sus engaños. Por esto Cristo, el Revelador, previendo la guerra que se haría al
estudio del Apocalipsis, pronunció una bendición sobre cuantos leyesen, oyesen
y guardasen las palabras de la profecía. [391]