Capítulo 13
Los comienzos del siglo XVI coinciden con
"el período heroico de la historia de España, el período de la victoria
final sobre los moros y de la romántica conquista de un nuevo mundo, período en
que el entusiasmo religioso y militar elevó el carácter nacional de un modo
extraordinario. Tanto en la guerra como en la diplomacia y en el arte de
gobernar, se reconocía y temía la preeminencia de los españoles." A fines
del siglo XV, Colón había descubierto y reunido a la corona de España
"territorios dilatadísimos y fabulosamente ricos." En los primeros
años del siglo XVI fue cuando el primer europeo vio el Océano Pacífico; y
mientras se colocaba en Aquisgrán la corona de Carlomagno y Barbarroja sobre la
cabeza de Carlos Quinto, "Magallanes llevaba a cabo el gran viaje que
había de tener por resultado la circunnavegación del globo, y Cortés hallábase
empeñado en la ardua conquista de México." Veinte años después
"Pizarro había llevado a feliz término la conquista del Perú."
—Encyclopaedia Britannica, novena ed., art. "Carlos Quinto."
Carlos Quinto ascendió al trono como soberano
de España y Nápoles, de los Países Bajos, de Alemania y Austria "en tiempo
en que Alemania se encontraba en un estado de agitación sin precedente."
—The New International Encyclopaedia, art. "Carlos Quinto." Con la
invención de la imprenta propagóse la Biblia por los hogares del pueblo, y como
muchos aprendieran a leer para sí la Palabra de Dios, la luz de la verdad disipó
las tinieblas de la superstición como por obra [253]
de una nueva revelación. Era evidente que había habido un alejamiento de las
enseñanzas de los fundadores de la iglesia primitiva, tal cual se hallaban
relatadas en el Nuevo Testamento. (Motley, Histoire de la fondation de la
République des Provinces Unies, Introducción, XII.) Entre las órdenes
monásticas "la vida conventual habíase corrompido al extremo de que los
monjes más virtuosos no podían ya soportarla." — Kurtz, Kirchengeschichte,
sec. 125. Otras muchas personas relacionadas con la iglesia se asemejaban muy
poco a Jesús y a sus apóstoles. Los católicos sinceros, que amaban y honraban
la antigua religión, se horrorizaban ante el espectáculo que se les ofrecía por
doquiera. Entre todas las clases sociales se notaba "una viva percepción
de las corrupciones" que se habían introducido en la iglesia, y "un
profundo y general anhelo por la reforma." —Id., sec. 122.
"Deseosos de respirar un ambiente más
sano, surgieron por todas partes evangelistas inspirados por una doctrina más
pura." —Id., sec. 125. Muchos católicos cristianos, nobles y serios, entre
los que se contaban no pocos del clero español e italiano, uniéronse a dicho
movimiento, que rápidamente iba extendiéndose por Alemania y Francia. Como lo
declaró el sabio arzobispo de Toledo, Bartolomé de Carranza, en sus Comentarios
del Catecismo, aquellos piadosos prelados querían ver "revivir en su
sencillez y pureza el antiguo espíritu de nuestros antepasados y de la iglesia
primitiva." —Bartolomé Carranza y Miranda, Comentarios sobre el catecismo
cristiano, Amberes, 1558, pág. 233; citado por Kurtz, sec. 139.
El clero de España era competente para tomar
parte directiva en este retorno al cristianismo primitivo. Siempre amante de la
libertad, el pueblo español durante los primeros siglos de la era cristiana se
había negado resueltamente a reconocer la supremacía de los obispos de Roma; y
sólo después de transcurridos ocho siglos le reconocieron al fin a Roma el
derecho de entremeterse con autoridad en sus asuntos internos. Fue precisamente
con el fin de aniquilar ese espíritu de libertad, [254]
característico del pueblo español hasta en los siglos posteriores en que había
reconocido ya la supremacía papal, con el que, en 1483, Fernando e Isabel, en
hora fatal para España, permitieron el establecimiento de la Inquisición como
tribunal permanente en Castilla y su restablecimiento en Aragón, con Tomás de
Torquemada como inquisidor general.
Durante el reinado de Carlos Quinto "la
represión de las libertades del pueblo, que ya había ido tan lejos en tiempo de
su abuelo, y que su hijo iba a reducir a sistema, siguió desenfrenadamente, . .
. no obstante las apelaciones de las Cortes. Todas las artes de su famoso
ministro, el cardenal Jiménez, fueron requeridas para impedir un rompimiento
manifiesto. Al principio del reinado del monarca (1520) las ciudades de
Castilla se vieron impulsadas a sublevarse para conservar sus antiguas
libertades. Sólo a duras penas logró sofocarse la insurrección (1521)."
—The New International Encyclopaedia, ed. de 1904, art. "Carlos
Quinto." La política de este soberano consistía, como había consistido la
de su abuelo Fernando, en oponerse al espíritu de toda una época, considerando
tanto las almas como los cuerpos de las muchedumbres como propiedad personal de
un individuo. (Motley, Introducción, X.) Como lo ha dicho un historiador:
"El soberbio imperio de Carlos Quinto levantóse sobre la tumba de la
libertad." —Id., Prefacio.
A pesar de tan extraordinarios esfuerzos para
despojar a los hombres de sus libertades civiles y religiosas, y hasta de la
del pensamiento, "el ardor del entusiasmo religioso, unido al instinto
profundo de la libertad civil" (Id., XI), indujo a muchos hombres y
mujeres piadosos a aferrarse tenazmente a las enseñanzas de la Biblia y a
sostener el derecho que tenían de adorar a Dios según los dictados de su
conciencia. De aquí que por España se propagase un movimiento análogo al de la
revolución religiosa que se desarrollaba en otros países. Al paso que los
descubrimientos que se realizaban en un mundo nuevo prometían al soldado y al
mercader territorios [255] sin límites y
riquezas fabulosas, muchos miembros de entre las familias más nobles fijaron
resueltamente sus miradas en las conquistas más vastas y riquezas más duraderas
del Evangelio. Las enseñanzas de las Sagradas Escrituras estaban abriéndose
paso silenciosamente en los corazones de hombres como el erudito Alfonso de
Valdés, secretario de Carlos Quinto; su hermano, Juan de Valdés, secretario del
virrey de Nápoles; y el elocuente Constantino Ponce de la Fuente, capellán y
confesor de Carlos Quinto, de quien Felipe II dijo que era "muy gran
filósofo y profundo teólogo y de los más señalados hombres en el púlpito y
elocuencia que ha habido de tiempos acá."* Más allá aún fue la influencia
de las Sagradas Escrituras al penetrar en el rico monasterio de San Isidro del
Campo, donde casi todos los monjes recibieron gozosos la Palabra de Dios cual
antorcha para sus pies y luz sobre su camino. Hasta el arzobispo Carranza,
después de haber sido elevado a la primacía, se vio obligado durante cerca de
veinte años a batallar en defensa de su vida entre los muros de la Inquisición,
porque abogaba por las doctrinas de la Biblia.* [256]
Ya en 1519 empezaron a aparecer, en forma de
pequeños folletos en latín, los escritos de los reformadores de otros países, a
los que siguieron, meses después, obras de mayor aliento, escritas casi todas
en castellano. En ellas se ponderaba la Biblia como piedra de toque que debía
servir para probar cualquier doctrina, se exponía sabiamente la necesidad que
había de reformas, y se explicaban con claridad las grandes verdades relativas
a la justificación por la fe y a la libertad mediante el Evangelio.
"La primera, la más noble, la más sublime
de todas las obras —enseñaban los reformadores— es la fe en Jesucristo. De esta
obra deben proceder todas las obras." "Un cristiano que tiene fe en
Dios lo hace todo con libertad y con gozo; mientras que el hombre que no está
con Dios vive lleno de cuidados y sujeto siempre a servidumbre. Este se
pregunta a sí mismo con angustia, cuántas obras buenas tendrá que hacer; corre
acá y acullá; pregunta a éste y a aquél; no encuentra la paz en parte alguna, y
todo lo ejecuta con disgusto y con temor." "La fe viene únicamente de
Jesucristo, y nos es prometida y dada gratuitamente. ¡Oh hombre! represéntate a
Cristo, y considera cómo Dios te muestra en él su misericordia, sin ningún
mérito de tu parte. Saca de esta imagen de su gracia la fe y la certidumbre de
que todos tus pecados te están perdonados: esto no lo pueden producir las
obras. De la sangre, de las llagas, de la misma muerte de Cristo es de donde
mana esa fe que brota en el corazón."*
En uno de los tratados se explicaba del
siguiente modo la [257] diferencia que
media entre la excelencia de la fe y las obras humanas:
"Dios dijo: 'Quien creyere y fuere
bautizado, será salvo.' Esta promesa de Dios debe ser preferida a toda la
ostentación de las obras, a todos los votos, a todas las satisfacciones, a
todas las indulgencias, y a cuanto ha inventado el hombre; porque de esta
promesa, si la recibimos con fe, depende toda nuestra felicidad. Si creemos,
nuestro corazón se fortalece con la promesa divina; y aunque el fiel quedase
despojado de todo, esta promesa en que cree, le sostendría. Con ella resistiría
al adversario que se lanzara contra su alma; con ella podrá responder a la
despiadada muerte, y ante el mismo juicio de Dios. Su consuelo en todas sus
adversidades consistirá en decir: Yo recibí ya las primicias de ella en el
bautismo; si Dios es conmigo, ¿quién será contra mí? ¡Oh! ¡qué rico es el
cristiano y el bautizado! nada puede perderle a no ser que se niegue a
creer."
"Si el cristiano encuentra su salud
eterna en la renovación de su bautismo por la fe —preguntaba el autor de este
tratado, —¿qué necesidad tiene de las prescripciones de Roma? Declaro pues
—añadía— que ni el papa, ni el obispo, ni cualquier hombre que sea, tiene
derecho de imponer lo más mínimo a un cristiano sin su consentimiento. Todo lo
que no se hace así, se hace tiránicamente. Somos libres con respecto a
todos.... Dios aprecia todas las cosas según la fe, y acontece a menudo que el
simple trabajo de un criado o de una criada es más grato a Dios que los ayunos
y obras de un fraile, por faltarle a éste la fe. El pueblo cristiano es el
verdadero pueblo de Dios." — D'Aubigné, Histoire de la Réformation du
seizième siècle, lib. 6, cap. 6.
En otro tratado se enseñaba que el verdadero
cristiano, al ejercer la libertad que da la fe, tiene buen cuidado también en
respetar los poderes establecidos. El amor a sus semejantes le induce a
portarse de un modo circunspecto y a ser leal a los que gobiernan el país.
"Aunque el cristiano . . . [sea] libre, se hace [258] voluntariamente siervo, para obrar con sus hermanos como
Dios obró con él mismo por Jesucristo." "Yo quiero —dice el autor—
servir libre, gozosa y desinteresadamente. a un Padre que me ha dado toda la
abundancia de sus bienes; quiero obrar hacia mis hermanos, así como Cristo obró
hacia mí." "De la fe —prosigue el autor— dimana una vida llena de
libertad, de caridad y de alegría. ¡Oh! ¡cuán elevada y noble es la vida del
cristiano! . . . Por la fe se eleva el cristiano hasta Dios; por el amor,
desciende hasta al hombre; y no obstante permanece siempre en Dios. He aquí la
verdadera libertad; libertad que sobrepuja a toda otra libertad, tanto como los
cielos distan de la tierra." —D'Aubigné, Historia de la Reforma del siglo
XVI, lib. 6, cap. 7.
Estas exposiciones de la libertad del
Evangelio no podían dejar de llamar la atención en un país donde el amor a la
libertad era tan arraigado. Los tratados y folletos pasaron de mano en mano.
Los amigos del movimiento evangélico en Suiza, Alemania y los Países Bajos
seguían mandando a España gran número de publicaciones. No era tarea fácil para
los comerciantes burlar la vigilancia de los esbirros de la Inquisición, que
hacían cuanto podían para acabar con las doctrinas reformadas, contrarrestando
la ola de literatura que iba inundando al país.*
No obstante, los amigos de la causa perseveraron,
hasta que muchos miles de tratados y de libritos fueron introducidos de
contrabando, burlando la vigilancia de los agentes apostados en los principales
puertos del Mediterráneo y a lo largo de los pasos del Pirineo. A veces se
metían estas publicaciones dentro de fardos de heno o de yute (cáñamo de las
Indias), o [259] en barriles de vino de
Borgoña o de Champaña. (H.
C. Lea, Chapters from the Religious History of Spain, pág. 28.) A veces iban empaquetadas en un barril interior impermeable dentro de
otro barril más grande lleno de vino. Año tras año, durante la mayor parte del
siglo décimosexto, hiciéronse esfuerzos constantes para abastecer al pueblo con
Testamentos y Biblias en castellano y con los escritos de los reformadores. Era
una época en que "la Palabra impresa había tomado un vuelo que la llevaba,
como el viento lleva las semillas, hasta los países más remotos."
—D'Aubigné, lib. 1, cap. 9.
Entretanto, la Inquisición trataba de impedir
con redoblada vigilancia que dichos libros llegasen a manos del pueblo.
"Los dueños de librerías tuvieron que entregarle tantos libros, que casi
se arruinaban." —Dr. J. P. Fisher, Historia de la Reformación, pág. 359.
Ediciones enteras fueron confiscadas, y no obstante ejemplares de obras
importantes, inclusive muchos Nuevos Testamentos y porciones del Antiguo,
llegaban a los hogares del pueblo, merced a los esfuerzos de los comerciantes y
colportores. Esto sucedía así especialmente en las provincias del norte, en
Cataluña, Aragón y Castilla la Vieja, donde los valdenses habían sembrado
pacientemente la semilla que empezaba a brotar y que prometía abundante
cosecha.*
Uno de los colportores más tesoneros y
afortunados en la empresa fue Julián Hernández, un enano que, disfrazado a
menudo de buhonero o de arriero, hizo muchos viajes a [260] España, ya cruzando los Pirineos, ya
entrando por alguno de los puertos del sur de España. Según testimonio del
escritor jesuíta, fray Santiáñez, era Julián un español que "salió de
Alemania con designio de infernar toda España y corrió gran parte de ella,
repartiendo muchos libros de perversa doctrina por varias partes y sembrando
las herejías de Lutero en hombres y mujeres; y especialmente en Sevilla. Era
sobremanera astuto y mañoso, (condición propia de herejes). Hizo gran daño en
toda Castilla y Andalucía. Entraba y salía por todas partes con mucha seguridad
con sus trazas y embustes, pegando fuego en donde ponía los pies."*
Mientras la difusión de impresos daba a
conocer en España las doctrinas reformadas, "debido a la extensión del
gobierno de Carlos Quinto sobre Alemania y los Países Bajos, se estrechaban más
las relaciones de España con estos países, proporcionando a los españoles,
tanto seglares como eclesiásticos, una buena oportunidad para informarse acerca
de las doctrinas protestantes, y no pocos les dieron favorable acogida." —
Fisher, Historia de la Reformación, pág. 360. Entre ellos se encontraban
algunos que, como Alfonso y Juan de Valdés, hijos de Don Fernando de Valdés,
corregidor de la antigua ciudad de Cuenca, desempeñaban altos puestos públicos.
Alfonso de Valdés que, como secretario
imperial, acompañó a Carlos Quinto con motivo de su coronación, en 1520, y a la
dieta de Worms, en 1521, aprovechó su viaje a Alemania y a los Países Bajos
para informarse bien respecto al origen y a la propagación del movimiento
evangélico, y escribió dos cartas a sus amigos de España haciendo un relato
completo de cuanto había oído, incluso un informe detallado de la comparecencia
de Lutero ante la dieta.* Unos diez años [261]
después estuvo con Carlos Quinto en la dieta de Augsburgo, donde tuvo
oportunidad para conversar libremente con Melanchton, a quien aseguró que
"su influencia había contribuido a librar el ánimo del emperador de. .
.falsas impresiones; y que en una entrevista posterior se le había encargado
dijera a Melanchton que su majestad deseaba que éste escribiera un compendio
claro de las opiniones de los luteranos, poniéndolas en oposición, artículo por
artículo, con las de sus adversarios. El reformador accedió gustoso al pedido,
y el resultado de su labor fue comunicado por Valdés a Campegio, legado del
papa. Este acto no se le escapó al ojo vigilante de la Inquisición. Luego que
Valdés regresó a su país natal, se le acusó ante el 'Santo Oficio' y fue
condenado como sospechoso de luteranismo." —M'Crie, cap. 4.
El poder del Espíritu Santo que asistió a los
reformadores en la tarea de presentar las verdades de la Palabra de Dios
durante las grandes dietas convocadas de tanto en tanto por Carlos Quinto, hizo
gran impresión en el ánimo de los nobles y de los dignatarios de la iglesia que
de España acudieron a aquéllas. Por más que a algunos de éstos, como al
arzobispo Carranza, se les contase durante muchos años entre los más decididos
partidarios del catolicismo romano, con todo no pocos cedieron al fin a la
convicción de que era verdaderamente Dios quien dirigía y enseñaba a aquellos
intrépidos defensores de la verdad, que, con la Biblia, abogaban por el retorno
al cristianismo primitivo y a la libertad del Evangelio.
Entre los primeros reformadores españoles que
se valieron de la imprenta para esparcir el conocimiento de la verdad bíblica,
hay que mencionar a Juan de Valdés, hermano de Alfonso, sabio jurisconsulto y
secretario del virrey español de Nápoles. Sus obras se caracterizaban por un
"amor a la libertad, digno del más alto encarecimiento."* Escritas
"con gran [262] maestría y agudeza,
en estilo ameno y con pensamientos muy originales" contribuyeron
grandemente a echar los cimientos del protestantismo en España.
"En Sevilla y Valladolid los protestantes
llegaron a contar con el mayor número de adeptos." Pero como "los que
adoptaron la interpretación reformada del Evangelio, se contentaron por regla
general con su promulgación, sin atacar abiertamente la teología o la iglesia
católica" (Fisher, Historia de la Reformación, pág. 361), sólo a duras
penas podían los creyentes reconocerse unos a otros, pues temían revelar sus
verdaderos sentimientos a los que no les parecían dignos de confianza. En la
providencia de Dios, fue un golpe dado por la misma Inquisición el que rompió
en Valladolid aquella valla de retraimiento, y el que les hizo posible a los
creyentes reconocerse y hablar unos con otros.
Francisco San Román, natural de Burgos, e hijo
del alcalde mayor de Bribiesca, en el curso de sus viajes comerciales tuvo
oportunidad de visitar a Bremen, donde oyó predicar las doctrinas evangélicas.
De regreso a Amberes fue encarcelado durante ocho meses, pasados los cuales se
le permitió proseguir su viaje a España, donde se creía que guardaría silencio.
Pero, cual aconteciera con los apóstoles de antaño, no pudo "dejar de
hablar las cosas que había visto y oído" debido a lo cual no tardó en ser
"entregado a la Inquisición en Valladolid."
"Corto fue su proceso.... Confesó abiertamente
su fe en las principales doctrinas de la Reforma, es a saber que nadie se salva
por sus propias obras, méritos o fuerzas, sino únicamente debido a la gracia de
Dios, mediante el sacrificio de un solo Medianero." Ni con súplicas ni con
torturas pudo inducírsele a que se retractara; se le sentenció, pues, a la
hoguera, y sufrió el martirio en un notable auto de fe, en 1544.
Hacía cerca de un cuarto de siglo que la
doctrina reformada había llegado por primera vez a Valladolid, empero durante
dicho período "sus discípulos se habían contentado con guardarla en sus
corazones o hablar de ella con la mayor cautela a [263]
sus amigos de confianza. El estudio y la meditación, avivados por el martirio
de San Román, pusieron fin a tal retraimiento. Expresiones de simpatía por su
suerte, o de admiración por sus opiniones, dieron lugar a conversaciones, en
cuyo curso los que favorecían la nueva fe, como se la llamaba, pudieron
fácilmente reconocerse unos a otros. El celo y la magnanimidad de que dio
prueba el mártir al arrostrar el odio general y al sufrir tan horrible muerte
por causa de la verdad, provocó la emulación hasta de los más tímidos de
aquéllos; de suerte que, pocos años después de aquel auto, se organizaron
formando una iglesia que se reunía con regularidad, en privado, para la
instrucción y el culto religioso." —M'Crie, cap. 4.
Esta iglesia, cuyo desarrollo fue fomentado
por los esfuerzos de la Inquisición, tuvo por primer pastor a Domingo de Rojas.
"Su padre fue Don Juan, primer marqués de Poza; su madre fue hija del
conde de Salinas, y descendía de la familia del marqués de la Mota.... Además
de los libros de los reformadores alemanes, con los que estaba familiarizado,
propagó ciertos escritos suyos, y particularmente un tratado con el título de
Explicación de los artículos de fe, que contenía una corta exposición y defensa
de las nuevas opiniones." "Rechazaba como contraria a las Escrituras
la doctrina del purgatorio, la misa y otros artículos de la fe
establecida." "Merced a sus exhortaciones llenas de celo, muchos
fueron inducidos a unirse a la iglesia reformada de Valladolid, entre los que
se contaban varios miembros de la familia del mismo Rojas, como también de la
del marqués de Alcañices y de otras familias nobles de Castilla." —Id.,
cap. 6. Después de algunos años de servicio en la buena causa, Rojas sufrió el
martirio de la hoguera. Camino del sitio del suplicio, pasó frente al palco
real, y preguntó al rey: "¿Cómo podéis, señor, presenciar así los
tormentos de vuestros inocentes súbditos? Salvadnos de muerte tan cruel."
"No —replicó Felipe,— yo mismo llevaría la leña para quemar a mi propio
hijo si fuese un miserable como tú." —Id., cap. 7. [264]
El Dr. Don Agustín Cazalla, compañero y
sucesor de Rojas, "era hijo de Pedro Cazalla, oficial mayor del tesoro
real" y se le consideraba como "a uno de los principales oradores
sagrados de España." En 1545 fue nombrado capellán del emperador "a
quien acompañó el año siguiente a Alemania," y ante quien predicó
ocasionalmente años después, cuando Carlos Quinto se hubo retirado al convento
de Yuste. De 1555 a
1559 tuvo Cazalla oportunidad para pasar larga temporada en Valladolid, de
donde era natural su madre, en cuya casa solía reunirse secretamente para el
culto de la iglesia protestante. "No pudo resistir a las repetidas
súplicas con que se le instó para que se hiciera cargo de los intereses
espirituales de ésta; la cual, favorecida con el talento y la nombradía del
nuevo pastor, creció rápidamente en número y respetabilidad." — Id., cap.
6.
En Valladolid "la doctrina reformada
penetró hasta en los monasterios. Fue abrazada por gran número de las monjas de
Sta. Clara, y de la orden cisterciense de San Belén, y contaba con personas
convertidas entre la clase de mujeres devotas, llamadas beatas, que . . . se dedicaban
a obras de caridad."
"Las doctrinas protestantes se
esparcieron por todas partes alrededor de Valladolid, habiendo convertidos en
casi todas las ciudades y en muchos de los pueblos del antiguo reino de León.
En la ciudad de Toro fueron aceptadas las nuevas doctrinas por . . . Antonio
Herrezuelo, abogado de gran talento, y por miembros de las familias de los
marqueses de la Mota y de Alcañices. En la ciudad de Zamora, Don Cristóbal de
Padilla era cabeza de los protestantes." De éstos los había también en
Castilla la Vieja, en Logroño, en la raya de Navarra, en Toledo y en las
provincias de Granada, Murcia, Valencia y Aragón. "Formaron agrupaciones
en Zaragoza, Huesca, Barbastro y en otras muchas ciudades." —Ibid.
Respecto al carácter y posición social de los
que se unieron al movimiento reformador en España, se expresa así el
historiador: "Tal vez no hubo nunca en país alguno tan gran [265] proporción de personas ilustres, por su
cuna o por su saber, entre los convertidos a una religión nueva y proscrita.
Esta circunstancia ayuda a explicar el hecho singular de que un grupo de
disidentes que no bajaría de dos mil personas, diseminadas en tan vasto país, y
débilmente relacionadas unas con otras, hubiese logrado comunicar sus ideas y
tener sus reuniones privadas durante cierto número de años, sin ser descubierto
por un tribunal tan celoso como lo fue el de la Inquisición." —Ibid.
Al paso que la Reforma se propagaba por todo
el norte de España, con Valladolid por centro, una obra de igual importancia,
centralizada en Sevilla, llevábase a cabo en el sur. Merced a una serie de
circunstancias providenciales, Rodrigo de Valero, joven acaudalado, fue
inducido a apartarse de los deleites y pasatiempos de los ricos ociosos y a
hacerse heraldo del Evangelio de Cristo. Hízose de un ejemplar de la Vulgata, y
aprovechaba todas las oportunidades para aprender el latín, en que estaba
escrita su Biblia. "A fuerza de estudiar día y noche," pronto logró
familiarizarse con las enseñanzas de las Sagradas Escrituras. El ideal sostenido
por ellas era tan patente y diferente del clero, que Valero se sintió obligado
a hacerle ver a éste cuánto se habían apartado del cristianismo primitivo todas
las clases sociales, tanto en cuanto a la fe como en cuanto a las costumbres;
la corrupción de su propia orden, que había contribuido a inficionar toda la
comunidad cristiana; y el sagrado deber que le incumbía a la orden de aplicar
inmediato y radical remedio antes que el mal se volviera del todo incurable.
Estas representaciones iban siempre acompañadas de una apelación a las Sagradas
Escrituras como autoridad suprema en materia de religión, y de una exposición
de las principales doctrinas que aquéllas enseñan." —Id., cap. 4. "Y
esto lo decía —escribe Cipriano de Valera— no por rincones, sino en medio de
las plazas y calles, y en las gradas de Sevilla." — Cipriano de Valera,
Dos tratados del papa, y de la misa, págs. 242 - 246. [266]
El más distinguido entre los conversos de
Rodrigo de Valero fue el Dr. Egidio (Juan Gil), canónigo mayor de la corte
eclesiástica de Sevilla (De Castro, pág. 109), quien, no obstante su
extraordinario saber, no logró por muchos años alcanzar popularidad como
predicador. Valero, reconociendo la causa del fracaso del Dr. Egidio, le
aconsejó "estudiara día y noche los preceptos y doctrinas de la Biblia; y
la frialdad impotente con que había solido predicar fue substituída con
poderosos llamamientos a la conciencia y tiernas pláticas dirigidas a los
corazones de sus oyentes. Despertóse la atención de éstos, que llegaron a la
íntima convicción de la necesidad y ventaja de aquella salvación revelada por
el Evangelio; de este modo los oyentes fueron preparados para recibir las
nuevas doctrinas de la verdad que les presentara el predicador, tales cuales a
él mismo le eran reveladas, y con la precaución que parecía aconsejar y
requerir tanto la debilidad del pueblo como la peligrosa situación del
predicador."
"De este modo y debido a un celo . . .
atemperado con prudencia, . . . cúpole la honra no sólo de ganar convertidos a
Cristo, sino de educar mártires para la verdad. 'Entre las demás dotes
celestiales de aquel santo varón,' decía uno de sus discípulos,* era
verdaderamente de admirar el que a todos aquellos cuya instrucción religiosa
tomaba sobre sí, parecía que en su misma doctrina, les aplicaba al alma una tea
de un fuego santo, inflamándolos con ella para todos los ejercicios piadosos,
así internos como externos, y encendiéndolos particularmente para sufrir y aun
amar la cruz que les amenazaba: en esto sólo, en los iluminados con la luz
divina, daba a conocer que le asistía Cristo en su ministerio, puesto que, en
virtud de su Espíritu Grababa en los corazones de los suyos las mismas palabras
que el con su boca pronunciaba.' ' —M'Crie, cap. 4. [267]
El Dr. Egidio contaba entre sus convertidos al
Dr. Vargas. como también al Dr. Constantino Ponce de la Fuente, hombre de
talento poco común, que había predicado durante muchos años en la catedral de
Sevilla, y a quien en 1539, con motivo de la muerte de la emperatriz, se había
elegido para pronunciar la oración fúnebre. En 1548 el Dr. Constantino
acompañó, por mandato real, al príncipe Felipe a los Países Bajos "para
hacer ver a los flamencos que no le faltaban a España sabios y oradores
corteses" (Geddes, Miscellaneous Tracts, tomo 1, pág. 556); y de regreso a
Sevilla predicaba regularmente en la catedral cada dos domingos. "Cuando
el tenía que predicar (y predicaba por lo común a las ocho), era tanta la
concurrencia del pueblo, que a las cuatro, muchas veces aun a las tres de la
madrugada, apenas se encontraba en el templo sitio cómodo para oírle."*
Era, en verdad, una grandísima bendición para
los creyentes protestantes de Sevilla, tener como guías espirituales a hombres
como los Dres. Egidio y Vargas, y el elocuente Constantino que cooperó con
tanto ánimo y de un modo incansable para el adelanto de la causa que tanto
amaban. "Asiduamente ocupados en el desempeño de sus deberes profesionales
durante el día, se reunían de noche con los amigos de la doctrina reformada,
unas veces en una casa particular, otras veces en otra; el pequeño grupo de
Sevilla creció insensiblemente, y llego a ser el tronco principal del que se
tomaron ramas para plantarlas en la campiña vecina." —M'Crie, cap. 4.
Durante su ministerio, "Constantino, a la
par que instruía al pueblo de Sevilla desde el púlpito, se ocupaba en propagar
el conocimiento religioso por el país por medio de la prensa. El carácter de
sus escritos nos muestra con plena claridad lo excelente de su corazón. Eran
aquéllos adecuados a las necesidades espirituales de sus paisanos, pero no
calculados para lucir [268] sus
talentos, o para ganar fama entre los sabios. Fueron escritos en su idioma
patrio, en estilo al alcance de las inteligencias menos desarrolladas. Las
especulaciones abstractas y los adornos retóricos, en los que por naturaleza y
educación podía sobresalir, sacrificólos sin vacilar, persiguiendo el único fin
de que todos lo entendieran y resultara útil a todos." —Id., cap. 6. Es un
hecho histórico singular y por demás significativo que cuando Carlos Quinto,
cansado de la lucha contra la propagación del protestantismo, lucha en que
había pasado casi toda su vida, había abdicado el trono y se había retirado a
un convento en busca de descanso, fue uno de los libros del Dr. Constantino, su
Suma de doctrina cristiana, la que el rey escogió como una de las treinta obras
favoritas que constituían aproximadamente toda su biblioteca. (Véase Stirling, The Cloister Life
of the Emperor Charles the Fifth, pág. 266.)
Si se tienen en cuenta el carácter y la alta
categoría de los caudillos del protestantismo en Sevilla, no resulta extraño
que la luz del Evangelio brillase allí con claridad bastante para iluminar no
sólo muchos hogares del bajo pueblo, sino también los palacios de príncipes, nobles
y prelados. La luz brilló con tanta claridad que, como sucedió en Valladolid,
penetró hasta en algunos de los monasterios, que a su vez volviéronse centros
de luz y bendición. "El capellán del monasterio dominicano de S. Pablo
propagaba con celo" las doctrinas reformadas. Se contaban discípulos en el
convento de Santa Isabel y en otras instituciones religiosas de Sevilla y sus
alrededores.
Empero fue en "el convento jeronimiano de
San Isidro del Campo, uno de los más célebres monasterios de España," situado
a unos dos kilómetros de Sevilla, donde la luz de la verdad divina brilló con
más fulgor. Uno de los monjes, García de Arias, llamado vulgarmente Dr. Blanco,
enseñaba precavidamente a sus hermanos "que el recitar en los coros de los
conventos, de día y de noche, las sagradas preces, ya rezando ya cantando, no
era rogar a Dios; que los ejercicios de la verdadera religión eran otros que
los que pensaba el vulgo religioso; [269]
que debían leerse y meditarse con suma atención las Sagradas Escrituras, y que
sólo de ellas se podía sacar el verdadero conocimiento de Dios y de su
voluntad." —R. Gonzales de Montes, págs. 258 - 272; (237 - 247). Esta
enseñanza púsola hábilmente en realce otro monje, Casiodoro de Reyna, "que
se hizo célebre posteriormente traduciendo la Biblia en el idioma de su
país." La instrucción dada por tan notables personalidades preparó el
camino para "el cambio radical" que, en 1557, fue introducido
"en los asuntos internos de aquel monasterio." "Habiendo recibido
un buen surtido de ejemplares de las Escrituras y de libros protestantes, en
castellano, los frailes los leyeron con gran avidez, circunstancia que
contribuyó a confirmar desde luego a cuantos habían sido instruídos, y a librar
a otros de las preocupaciones de que eran esclavos. Debido a esto el prior y
otras personas de carácter oficial, de acuerdo con la cofradía, resolvieron
reformar su institución religiosa. Las horas, llamadas de rezo, que habían
solido pasar en solemnes momerías, fueron dedicadas a oír conferencias sobre las
Escrituras; los rezos por los difuntos fueron suprimidos o substituídos con
enseñanzas para los vivos; se suprimieron por completo las indulgencias y las
dispensas papales, que constituyeran lucrativo monopolio; se dejaron subsistir
las imágenes, pero ya no se las reverenciaba; la temperancia habitual
substituyó a los ayunos supersticiosos; y a los novicios se les instruía en los
principios de la verdadera piedad, en lugar de iniciarlos en los hábitos
ociosos y degradantes del monaquismo. Del sistema antiguo no quedaba más que el
hábito monacal y la ceremonia exterior de la misa, que no podían abandonar sin
exponerse a inevitable e inminente peligro.
"Los buenos efectos de semejante cambio
no tardaron en dejarse sentir fuera del monasterio de San Isidro del Campo. Por
medio de sus pláticas y de la circulación de libros, aquellos diligentes monjes
difundieron el conocimiento de la verdad por las comarcas vecinas y la dieron a
conocer a muchos que vivían en ciudades bastante distantes de Sevilla."
—M'Crie, cap. 6. [270]
Por deseable que fuese "la reforma
introducida por los monjes de San Isidro en su convento, . . . no obstante ella
los puso en situación delicada a la par que dolorosa. No podían deshacerse del
todo de las formas monásticas sin exponerse al furor de sus enemigos; no podían
tampoco conservarlas sin incurrir en culpable inconsecuencia."
Todo bien pensado, resolvieron que no sería
cuerdo tratar de fugarse del convento, y que lo único que podían hacer era
"quedarse donde estaban y encomendarse a lo que dispusiera una Providencia
omnipotente y bondadosa." Acontecimientos subsiguientes les hicieron
reconsiderar el asunto, llegando al acuerdo de dejar a cada cual libre de
hacer, según las circunstancias, lo que mejor y más prudente le pareciera. "Consecuentemente,
doce de entre ellos abandonaron el monasterio y, por diferentes caminos,
lograron ponerse a salvo fuera de España, y a los doce meses se reunieron en
Ginebra." —Ibid.
Hacía unos cuarenta años que las primeras
publicaciones que contenían las doctrinas reformadas habían penetrado en
España. Los esfuerzos combinados de la iglesia católica romana no habían
logrado contrarrestar el avance secreto del movimiento, y año tras año la causa
del protestantismo se había robustecido, hasta contarse por miles los
adherentes a la nueva fe. De cuando en cuando se iban algunos a otros países
para gozar de la libertad religiosa. Otros salían de su tierra para colaborar
en la obra de crear toda una literatura especialmente adecuada para fomentar la
causa que amaban más que la misma vida. Otros aún, cual los monjes que
abandonaron el monasterio de San Isidro, se sentían impelidos a salir debido a
las circunstancias peculiares en que se hallaban.
La desaparición de estos creyentes, muchos de
los cuales se habían destacado en la vida política y religiosa, había
despertado, desde hacía mucho tiempo, las sospechas de la Inquisición. y
andando el tiempo, algunos de los ausentes fueron descubiertos en el
extranjero, desde donde se afanaban por fomentar la causa protestante en
España. Esto indujo a creer [271] que
había muchos protestantes en España. Empero los creyentes habían sido tan
discretos, que ninguno de los familiares de la Inquisición podía ni siquiera
fijar el paradero de ellos.
Fue entonces cuando una serie de circunstancias
llevó al descubrimiento de los centros del movimiento en España, y de muchos
creyentes. En 1556 Juan Pérez, que vivía a la sazón en Ginebra, terminó su
versión castellana del Nuevo Testamento. Esta edición, junto con ejemplares del
catecismo español que preparó el año siguiente y con una traducción de los
Salmos, deseaba mandarla a España, pero durante algún tiempo fuéle imposible
encontrar a nadie que estuviese dispuesto a acometer tan arriesgada empresa.
Finalmente, Julián Hernández, el fiel colportor, se ofreció a hacer la prueba.
Colocando los libros dentro de dos grandes barriles, logró burlar los esbirros
de la Inquisición y llegó a Sevilla, desde donde se distribuyeron rápidamente
los preciosos volúmenes. Esta edición del Nuevo Testamento fue la primera
versión protestante que alcanzara circulación bastante grande en España.*
"Durante su viaje, Hernández había dado
un ejemplar del Nuevo Testamento a un herrero en Flandes. El herrero enseñó el
libro a un cura que obtuvo del donante una descripción de la persona que se lo
había dado a él, y la transmitió inmediatamente a los inquisidores de España.
Merced a estas señas, los esbirros inquisitoriales "le acecharon a su
regreso y le prendieron cerca de la ciudad de Palma." Le volvieron a
conducir a Sevilla, y le encerraron entre los muros de la Inquisición, donde
durante más de dos años se hizo cuanto fue posible para inducirle a que
delatara a sus amigos, pero sin resultado [272]
alguno. Fiel hasta el fin, sufrió valientemente el martirio de la hoguera,
gozoso de haber sido honrado con el privilegio de "introducir la luz de la
verdad divina en su descarriado país," y seguro de que el día del juicio
final, al comparecer ante su Hacedor, oiría las palabras de aprobación divina
que le permitirían vivir para siempre con su Señor.
No obstante, aunque desafortunados en sus
esfuerzos para conseguir de Hernández datos que llevaran al descubrimiento de
los amigos de éste, "al fin llegaron los inquisidores a conocer el secreto
que tanto deseaban saber." —M'Crie, cap. 7. Por aquel mismo entonces, uno
de sus agentes secretos consiguió informes análogos referentes a la iglesia de
Valladolid.
Inmediatamente los que estaban a cargo de la
Inquisición en España "despacharon mensajeros a los diferentes tribunales
inquisitoriales del reino, ordenándoles que hicieran investigaciones con el
mayor sigilo en sus respectivas jurisdicciones, y que estuvieran listos para
proceder en común tan pronto como recibieran nuevas instrucciones." —Ibid.
Así, silenciosamente y con presteza, se consiguieron los nombres de centenares
de creyentes, y al tiempo señalado y sin previo aviso, fueron éstos capturados
simultáneamente y encarcelados. Los miembros nobles de las prósperas iglesias
de Valladolid y de Sevilla, los monjes que permanecieron en el monasterio de
San Isidro del Campo, los fieles creyentes que vivían lejos en el norte, al pie
de los Pirineos, y otros más en Toledo, Granada, Murcia y Valencia, todos se
vieron de pronto encerrados entre los muros de la Inquisición, para sellar luego
su testimonio con su sangre.
"Las personas convictas de luteranismo .
. . eran tan numerosas que alcanzaron a abastecer con víctimas cuatro grandes y
tétricos autos de fe en el curso de los dos años subsiguientes. . . . Dos se
celebraron en Valladolid, en 1559; uno en Sevilla, el mismo año, y otro el 22
de diciembre de 1560." —B. B. Wiffen, Nota en su reimpresión de la
Epístola consolatoria, de Juan Pérez, pág. 17.
Entre los primeros que fueron apresados en
Sevilla figuraba [273] el Dr.
Constantino Ponce de la Fuente, que había trabajado tanto tiempo sin despertar
sospechas. "Cuando se le dio la noticia a Carlos Quinto, el cual se
encontraba entonces en el monasterio de Yuste, de que se había encarcelado a su
capellán favorito, exclamó: '¡Si Constantino es hereje, gran hereje es!' y
cuando más tarde un inquisidor le aseguró que había sido declarado reo, replicó
suspirando: '¡No podéis condenar a otro mayor!' " —Sandoval, Historia del
Emperador Carlos Quinto, tomo 2, pág. 829; citado por M'Crie, cap. 7.
No obstante no fue fácil probar la
culpabilidad de Constantino. En efecto, parecían ser incapaces los inquisidores
de probar los cargos levantados contra él, cuando por casualidad
"encontraron, entre otros muchos, un gran libro, escrito todo de puño y
letra del mismo Constantino, en el cual, abiertamente y como si escribiese para
sí mismo, trataba en particular de estos capítulos (según los mismos
inquisidores declararon en su sentencia, publicada después en el cadalso), a
saber: del estado de la iglesia; de la verdadera iglesia y de la iglesia del
papa, a quien llamaba anticristo; del sacramento de la eucaristía y del invento
de la misa, acerca de todo lo cual, afirmaba él, estaba el mundo fascinado a
causa de la ignorancia de las Sagradas Escrituras; de la justificación del
hombre; del purgatorio, al que llamaba cabeza de lobo e invento de los frailes
en pro de su gula; de las bulas e indulgencias papales; de los méritos de los
hombres; de la confesión...." Al enseñársele el volumen a Constantino, éste
dijo: "Reconozco mi letra, y así confieso haber escrito todo esto, y
declaro ingenuamente ser todo verdad. Ni tenéis ya que cansaros en buscar
contra mí otros testimonios: tenéis aquí ya una confesión clara y explícita de
mi creencia: obrad pues, y haced de mí lo que queráis." — R. Gonzales de
Montes, págs. 320 - 322; (289, 290).
Debido a los rigores de su encierro,
Constantino no llegó a vivir dos años desde que entró en la cárcel. Hasta sus
últimos momentos se mantuvo fiel a la fe protestante y conservó su serena
confianza en Dios. Providencialmente fue encerrado [274]
en el mismo calabozo de Constantino uno de los jóvenes monjes del monasterio de
San Isidro del Campo, al cual le cupo el privilegio de atenderle durante su
última enfermedad y de cerrarle los ojos en paz. (M'Crie, cap. 7.)
El Dr. Constantino no fue el único amigo y
capellán del emperador que sufriera a causa de sus relaciones con la causa
protestante. El Dr. Agustín Cazalla, tenido durante muchos años por uno de los
mejores oradores sagrados de España, y que había oficiado a menudo ante la
familia real; se encontraba entre los que habían sido apresados y encarcelados
en Valladolid. En el momento de su ejecución pública volvióse hacia la princesa
Juana, ante quien había predicado muchas veces, y señalando a su hermana que
había sido también condenada, dijo: "Os suplico, Alteza, tengáis compasión
de esa mujer inocente que tiene trece hijos huérfanos." No obstante no se
la absolvió, si bien su suerte es desconocida. Pero se sabe que los esbirros de
la Inquisición, en su insensata ferocidad, no estando contentos aún con haber
condenado a los vivos, entablaron juicio contra la madre de aquélla, Doña
Leonor de Vivero, que había muerto años antes, acusándola de que su casa había
servido de "templo a los luteranos." "Se falló que había muerto
en estado de herejía, que su memoria era digna de difamación y que se
confiscaba su hacienda, y se mandaron exhumar sus huesos y quemarlos
públicamente junto con su efigie; ítem más que se arrasara su casa, que se
esparramara sal sobre el solar y que se erigiera allí mismo una columna con una
inscripción que explicara el motivo de la demolición. Todo lo cual fue
hecho," y el monumento ha permanecido en pie durante cerca de tres
siglos.* [275]
Fue durante ese auto cuando la fe sublime y la
constancia inquebrantable de los protestantes quedaron realzadas en el
comportamiento de "Antonio Herrezuelo, jurisconsulto sapientísimo, y de
doña Leonor de Cisneros, su mujer, dama de veinticuatro años, discreta y
virtuosa a maravilla y de una hermosura tal que parecía fingida por el
deseo."
"Herrezuelo era hombre de una condición
altiva y de una firmeza en sus pareceres, superior a los tormentos del 'Santo'
Oficio. En todas las audiencias que tuvo con sus jueces, . . . se manifestó desde
luego protestante, y no sólo protestante, sino dogmatizador de su secta en la
ciudad de Toro, donde hasta entonces había morado. Exigiéronle los jueces de la
Inquisición que declarase uno a uno los nombres de aquellas personas llevadas
por él a las nuevas doctrinas; pero ni las promesas, ni los ruegos, ni las
amenazas bastaron a alterar el propósito de Herrezuelo en no descubrir a sus
amigos y parciales. ¿Y qué más? ni aun los tormentos pudieron quebrantar su
constancia, más firme que envejecido roble o que soberbia peña nacida en el
seno de los mares.
"Su esposa . . . presa también en los
calabozos de la Inquisición; al fin débil como joven de veinticuatro años
[después de cerca de dos años de encarcelamiento], cediendo al espanto de verse
reducida a la estrechez de los negros paredones que formaban su cárcel, tratada
como delincuente, lejos de su marido a quien amaba aun más que a su propia
vida, . . . y temiendo todas las iras de los inquisidores, declaró haber dado
franca entrada en su pecho a los errores de los herejes, manifestando al propio
tiempo con dulces lágrimas en los ojos su arrepentimiento....*
"Llegado el día en que se celebraba el
auto de fe con la pompa conveniente al orgullo de los inquisidores, salieron
los [276] reos al cadalso y desde él
escucharon la lectura de sus sentencias. Herrezuelo iba a ser reducido a
cenizas en la voracidad de una hoguera: y su esposa doña Leonor a abjurar las
doctrinas luteranas, que hasta aquel punto había albergado en su alma, y a
vivir, a voluntad del 'Santo' Oficio, en las casas de reclusión que para tales
delincuentes estaban preparadas. En ellas, con penitencias y sambenito
recibiría el castigo de sus errores y una enseñanza para en lo venidero
desviarse del camino de su perdición y ruina." —De Castro, págs. 167, 168.
Al ir Herrezuelo al cadalso "lo único que
le conmovió fue el ver a su esposa en ropas de penitenta; y la mirada que echó
(pues no podía hablar) al pasar cerca de ella, camino del lugar de la
ejecución, parecía decir: '¡Esto sí que es difícil soportarlo!' Escuchó sin
inmutarse a los frailes que le hostigaban con sus importunas exhortaciones para
que se retractase, mientras le conducían a la hoguera. 'El bachiller Herrezuelo
—dice Gonzalo de Illescas en su Historia pontifical— se dejó quemar vivo con
valor sin igual. Estaba yo tan cerca de él que podía verlo por completo y
observar todos sus movimientos y expresiones. No podía hablar, pues estaba
amordazado: . . . pero todo su continente revelaba que era una persona de
extraordinaria resolución y fortaleza, que antes que someterse a creer con sus
compañeros lo que se les exigiera, resolvió morir en las llamas. Por mucho que
lo observara, no pude notar ni el más mínimo síntoma de temor o de dolor; eso
sí, se reflejaba en su semblante una tristeza cual nunca había yo visto.'
" —M'Crie, cap. 7.
Su esposa no olvidó jamás su mirada de
despedida. "La idea —dice el historiador— de que había causado dolor a su
corazón durante el terrible conflicto por el que tuvo que pasar, avivó la llama
del afecto que hacia la religión reformada ardía secretamente en su pecho; y
habiendo resuelto, confiada en el poder que se perfecciona en la
flaqueza," seguir el ejemplo de constancia dado por el mártir,
"interrumpió resueltamente el curso de penitencia a que había dado principio."
En el acto fue [277] arrojada en la
cárcel, donde durante ocho años resistió a todos los esfuerzos hechos por los
inquisidores para que se retractara, y por fin murió ella también en la hoguera
como había muerto su marido. Quién no será del mismo parecer que su paisano, De
Castro, cuando exclama: "¡Infelices esposos, iguales en el amor, iguales
en las doctrinas e iguales en la muerte! ¿Quién negará una lágrima a vuestra
memoria y un sentimiento de horror y de desprecio a unos jueces que, en vez de
encadenar los entendimientos con la dulzura de la Palabra divina, usaron como
armas del raciocinio, los potros y las hogueras?" —De Castro, pág. 171.
Tal fue la suerte que corrieron muchos que en
España se habían identificado íntimamente con la Reforma protestante en el
siglo XVI, pero de esto "no debemos sacar la conclusión de que los
mártires españoles sacrificaran sus vidas y derramaran su sangre en vano.
Ofrecieron a Dios sacrificios de grato olor. Dejaron en favor de la verdad un
testimonio que no se perdió del todo." —M'Crie, Prefacio.
Al través de los siglos este testimonio hizo
resaltar la constancia de los que prefirieron obedecer a Dios antes que a los
hombres; y subsiste hoy día para inspirar aliento a quienes decidan mantenerse
firmes, en la hora de prueba, en defensa de las verdades de la Palabra de Dios,
y para que con su constancia y fe inquebrantable sean testimonios vivos del
poder transformador de la gracia redentora. [278]
* Este capítulo fue compilado por los Sres. C. C. Crisler y H. H. Hall,
y se insertó en esta obra con la aprobación de la autora.
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