Capítulo 7
EL MAS distinguido de todos los que fueron
llamados a guiar a la iglesia de las tinieblas del papado a la luz de una fe
más pura, fue Martín Lutero. Celoso,
ardiente y abnegado, sin más temor que el temor de Dios y sin reconocer otro
fundamento de la fe religiosa que el de las Santas Escrituras, fue Lutero el
hombre de su época. Por su medio realizó
Dios una gran obra para reformar a la iglesia e iluminar al mundo.
A semejanza de los primeros heraldos del
Evangelio, Lutero surgió del seno de la pobreza. Sus primeros años transcurrieron en el
humilde hogar de un aldeano de Alemania, que con su oficio de minero ganara los
medios necesarios para educar al niño.
Quería que ese hijo fuese abogado, pero Dios se había propuesto hacer de
él un constructor del gran templo que venía levantándose lentamente en el
transcurso de los siglos. Las
contrariedades, las privaciones y una disciplina severa constituyeron la
escuela donde la Infinita Sabiduría preparara a Lutero para la gran misión que
iba a desempeñar.
El padre de Lutero era hombre de robusta y
activa inteligencia y de gran fuerza de carácter, honrado, resuelto y
franco. Era fiel a las convicciones que
le señalaban su deber, sin cuidarse de las consecuencias. Su propio sentido
común le hacía mirar con desconfianza el sistema monástico. Le disgustó mucho ver que Lutero, sin su
consentimiento, entrara en un monasterio, y pasaron dos años antes que el padre
se reconciliara con el hijo, y aun así no cambió de opinión.
Los padres de Lutero velaban con gran esmero
por la educación y el gobierno de sus hijos.
Procuraban instruirlos en el conocimiento de Dios y en la práctica de
las virtudes cristianas. Muchas veces
oía el hijo las oraciones que su padre dirigía al [130]
Cielo para pedir que Martín tuviera siempre presente el nombre del Señor y
contribuyese un día a propagar la verdad.
Los padres no desperdiciaban los medios que su trabajo podía
proporcionarles, para dedicarse a la cultura moral e intelectual. Hacían esfuerzos sinceros y perseverantes
para preparar a sus hijos para una vida piadosa y útil. Siendo siempre firmes y
fieles en sus propósitos y obrando a impulsos de su sólido carácter, eran a
veces demasiado severos; pero el reformador mismo, si bien reconoció que se
habían equivocado en algunos respectos, no dejó de encontrar en su disciplina
más cosas dignas de aprobación que de censura.
En la escuela a la cual le enviaran en su
tierna edad, Lutero fue tratado con aspereza y hasta con dureza. Tanta era la pobreza de sus padres que al
salir de su casa para la escuela de un pueblo cercano, se vio obligado por
algún tiempo a ganar su sustento cantando de puerta en puerta y padeciendo
hambre con mucha frecuencia. Las ideas
religiosas lóbregas y supersticiosas que prevalecían en su tiempo le llenaban
de pavor. A veces se iba a acostar con
el corazón angustiado, pensando con temor en el sombrío porvenir, y viendo en
Dios a un juez inexorable y un cruel tirano más bien que un bondadoso Padre
celestial.
Mas a pesar de tantos motivos de desaliento,
Lutero siguió resueltamente adelante, puesta la vista en un dechado elevado de
moral y de cultura intelectual que le cautivaba el alma. Tenía sed de saber, y el carácter serio y
práctico de su genio le hacía desear lo sólido y provechoso más bien que lo
vistoso y superficial.
Cuando a la edad de dieciocho años ingresó en
la universidad de Erfurt, su situación era más favorable y se le ofrecían
perspectivas más brillantes que las que había tenido en años anteriores. Sus padres podían entonces mantenerle más
desahogadamente merced a la pequeña hacienda que habían logrado con su
laboriosidad y sus economías. Y la influencia
de amigos juiciosos había borrado un tanto el sedimento [131] de tristeza que dejara en su carácter su
primera educación. Se dedicó a estudiar
los mejores autores, atesorando con diligencia sus maduras reflexiones y
haciendo suyo el tesoro de conocimientos de los sabios. Aun bajo la dura
disciplina de sus primeros maestros, dio señales de distinción; y ahora,
rodeado de influencias más favorables, vio desarrollarse rápidamente su
talento. Por su buena memoria, su activa imaginación, sus sólidas facultades de
raciocinio y su incansable consagración al estudio vino a quedar pronto al
frente de sus condiscípulos. La disciplina intelectual maduró su entendimiento
y la actividad mental despertó una aguda percepción que le preparó
convenientemente para los conflictos de la vida.
El temor del Señor moraba en el corazón de
Lutero y le habilitó para mantenerse firme en sus propósitos y siempre humilde
delante de Dios. Permanentemente
dominado por la convicción de que dependía del auxilio divino, comenzaba cada
día con oración y elevaba constantemente su corazón a Dios para pedirle su dirección
y su auxilio. "Orar bien —decía él con frecuencia— es la mejor mitad
del estudio." —D'Aubigné, lib. 2, cap. 2.
Un día, mientras examinaba unos libros en la
biblioteca de la universidad, descubrió Lutero una Biblia latina. Jamás había visto aquel libro. Hasta ignoraba que existiese. Había oído
porciones de los Evangelios y de las Epístolas que se leían en el culto público
y suponía que eso era todo lo que contenía la Biblia. Ahora veía, por primera vez, la Palabra de
Dios completa. Con reverencia mezclada
de admiración hojeó las sagradas páginas; con pulso tembloroso y corazón
turbado leyó con atención las palabras de vida, deteniéndose a veces para
exclamar: "¡Ah! ¡si Dios quisiese darme para mí otro libro como
éste!" —Ibid. Los ángeles del cielo
estaban a su lado y rayos de luz del trono de Dios revelaban a su entendimiento
los tesoros de la verdad. Siempre había
tenido temor de ofender a Dios, pero ahora se sentía como nunca antes
convencido de que era un pobre pecador. [132]
Un sincero deseo de librarse del pecado y de
reconciliarse con Dios le indujo al fin a entrar en un claustro para
consagrarse a la vida monástica. Allí se
le obligó a desempeñar los trabajos más humillantes y a pedir limosnas de casa
en casa. Se hallaba en la edad en que
más se apetecen el aprecio y el respeto de todos, y por consiguiente aquellas
viles ocupaciones le mortificaban y ofendían sus sentimientos naturales; pero
todo lo sobrellevaba con paciencia, creyendo que lo necesitaba por causa de sus
pecados.
Dedicaba al estudio todo el tiempo que le
dejaban libre sus ocupaciones de cada día y aun robaba al sueño y a sus escasas
comidas el tiempo que hubiera tenido que darles. Sobre todo se deleitaba en el estudio de la
Palabra de Dios. Había encontrado una
Biblia encadenada en el muro del convento, y allá iba con frecuencia a
escudriñarla. A medida que se iba
convenciendo más y más de su condición de pecador, procuraba por medio de sus
obras obtener perdón y paz. Observaba una vida llena de mortificaciones, procurando
dominar por medio de ayunos y vigilias y de castigos corporales sus
inclinaciones naturales, de las cuales la vida monástica no le había
librado. No rehuía sacrificio alguno con
tal de llegar a poseer un corazón limpio que mereciese la aprobación de Dios. "Verdaderamente —decía él más tarde— yo
fui un fraile piadoso y seguí con mayor severidad de la que puedo expresar las
reglas de mi orden. . . . Si algún
fraile hubiera podido entrar en el cielo por sus obras monacales, no hay duda
que yo hubiera entrado. Si hubiera
durado mucho tiempo aquella rigidez, me hubiera hecho morir a fuerza de
austeridades." —Id., cap. 3. A
consecuencia de esta dolorosa disciplina perdió sus fuerzas y sufrió
convulsiones y desmayos de los que jamás pudo reponerse enteramente. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, su alma
agobiada no hallaba alivio, y al fin fue casi arrastrado a la desesperación.
Cuando Lutero creía que todo estaba perdido,
Dios le deparó un amigo que le ayudó. El
piadoso Staupitz le expuso [133] la Palabra
de Dios y le indujo a apartar la mirada de sí mismo, a dejar de contemplar un
castigo venidero infinito por haber violado la ley de Dios, y a acudir a Jesús,
el Salvador que le perdonaba sus pecados.
"En lugar de martirizarte por tus faltas, échate en los brazos del
Redentor. Confía en él, en la justicia
de su vida, en la expiación de su muerte. . . .
Escucha al Hijo de Dios, que se hizo hombre para asegurarte el favor
divino." "¡Ama a quien primero
te amó!"—Id., cap. 4. Así se expresaba este mensajero de la misericordia.
Sus palabras hicieron honda impresión en el ánimo de Lutero. Después de larga lucha contra los errores que
por tanto tiempo albergara, pudo asirse de la verdad y la paz reinó en su alma
atormentada.
Lutero fue ordenado sacerdote y se le llamó
del claustro a una cátedra de la universidad de Wittenberg. Allí se dedicó al estudio de las Santas
Escrituras en las lenguas originales. Comenzó a dar conferencias sobre la
Biblia, y de este modo, el libro de los Salmos, los Evangelios y las epístolas
fueron abiertos al entendimiento de multitudes de oyentes que escuchaban
aquellas enseñanzas con verdadero deleite.
Staupitz, su amigo y superior, le instaba a que ocupara el púlpito y
predicase la Palabra de Dios. Lutero
vacilaba, sintiéndose indigno de hablar al pueblo en lugar de Cristo. Sólo después de larga lucha consigo mismo se
rindió a las súplicas de sus amigos. Era
ya poderoso en las Sagradas Escrituras y la gracia del Señor descansaba sobre
él. Su elocuencia cautivaba a los
oyentes, la claridad y el poder con que presentaba la verdad persuadía a todos
y su fervor conmovía los corazones.
Lutero seguía siendo hijo sumiso de la iglesia
papal y no pensaba cambiar. La
providencia de Dios le llevó a hacer una visita a Roma. Emprendió el viaje a pie, hospedándose en los
conventos que hallaba en su camino. En
uno de ellos, en Italia, quedó maravillado de la magnificencia, la riqueza y el
lujo que se presentaron a su vista.
Dotados de bienes propios de príncipes, vivían los monjes en espléndidas
mansiones, se ataviaban con los trajes más ricos y preciosos y se regalaban en [134] suntuosa mesa. Consideró Lutero todo aquello que tanto
contrastaba con la vida de abnegación y de privaciones que el llevaba, y se
quedó perplejo.
Finalmente vislumbró en lontananza la ciudad
de las siete colinas. Con profunda
emoción, cayó de rodillas y, levantando las manos hacia el cielo, exclamó: "¡Salve Roma santa!" —Id., cap. 6.
Entró en la ciudad, visitó las iglesias, prestó oídos a las maravillosas narraciones
de los sacerdotes y de los monjes y cumplió con todas las ceremonias de
ordenanza. Por todas partes veía escenas
que le llenaban de extrañeza y horror.
Notó que había iniquidad entre todas las clases del clero. Oyó a los sacerdotes contar chistes indecentes
y se escandalizó de la espantosa profanación de que hacían gala los prelados
aun en el acto de decir misa. Al
mezclarse con los monjes y con el pueblo descubrió en ellos una vida de
disipación y lascivia. Doquiera volviera
la cara, tropezaba con libertinaje y corrupción en vez de santidad. "Sin verlo —escribió él,— no se podría
creer que en Roma se cometan pecados y acciones infames; y por lo mismo
acostumbran decir: 'Si hay un infierno,
no puede estar en otra parte que debajo de Roma; y de este abismo salen todos
los pecados.' " —Ibid.
Por decreto expedido poco antes prometía el
papa indulgencia a todo aquel que subiese de rodillas la "escalera de
Pilato" que se decía ser la misma que había pisado nuestro Salvador al
bajar del tribunal romano, y que, según aseguraban, había sido llevada de
Jerusalén a Roma de un modo milagroso.
Un día, mientras estaba Lutero subiendo devotamente aquellas gradas,
recordó de pronto estas palabras que como trueno repercutieron en su
corazón: "El justo vivirá por la
fe." (Romanos 1: 17.) Púsose de pronto de pie y huyó de aquel lugar
sintiendo vergüenza y horror. Ese pasaje
bíblico no dejó nunca de ejercer poderosa influencia en su alma. Desde entonces vio con más claridad que nunca
el engaño que significa para el hombre confiar en sus obras para su salvación y
cuán necesario es tener fe constante en los méritos de Cristo. Sus ojos se habían abierto [135] y ya no se cerrarían jamás para dar crédito
a los engaños del papado. Al apartarse
de Roma sus miradas, su corazón se apartó también, y desde entonces la
separación se hizo más pronunciada, hasta que Lutero concluyó por cortar todas
sus relaciones con la iglesia papal.
Después de su regreso de Roma, recibió Lutero
en la universidad de Wittenberg el grado de doctor en teología. Tenía pues
mayor libertad que antes para consagrarse a las Santas Escrituras, que tanto
amaba. Había formulado el voto solemne
de estudiar cuidadosamente y de predicar con toda fidelidad y por toda la vida
la Palabra de Dios, y no los dichos ni las doctrinas de los papas. Ya no sería en lo sucesivo un mero monje, o
profesor, sino el heraldo autorizado de la Biblia. Había sido llamado como pastor para apacentar
el rebaño de Dios que estaba hambriento y sediento de la verdad. Declaraba firmemente que los cristianos no
debieran admitir más doctrinas que las que tuviesen apoyo en la autoridad de
las Sagradas Escrituras. Estas palabras
minaban los cimientos en que descansaba la supremacía papal. Contenían los principios vitales de la Reforma.
Lutero advirtió que era peligroso ensalzar las
doctrinas de los hombres en lugar de la Palabra de Dios. Atacó resueltamente la incredulidad
especulativa de los escolásticos y combatió la filosofía y la teología que por
tanto tiempo ejercieran su influencia dominadora sobre el pueblo. Denunció el estudio de aquellas disciplinas
no sólo como inútil sino como pernicioso, y trató de apartar la mente de sus
oyentes de los sofismas de los filósofos y de los teólogos y de hacer que se
fijasen más bien en las eternas verdades expuestas por los profetas y los
apóstoles.
Era muy precioso el mensaje que Lutero daba a
las ansiosas muchedumbres que pendían de sus palabras. Nunca antes habían oído
tan hermosas enseñanzas. Las buenas
nuevas de un amante Salvador, la seguridad del perdón y de la paz por medio de
su sangre expiatoria, regocijaban los corazones e [136]
inspiraban en todos una esperanza de vida inmortal. Encendióse así en Wittenberg una luz cuyos
rayos iban a esparcirse por todas partes del mundo y que aumentaría en
esplendor hasta el fin de los tiempos.
Pero la luz y las tinieblas no pueden
conciliarse. Entre el error y la verdad
media un conflicto inevitable. Sostener
y defender uno de ellos es atacar y vencer al otro. Nuestro Salvador ya lo había declarado: " No vine a traer paz, sino
espada." (S. Mateo 10: 34, V.M.) Y el mismo Lutero dijo pocos años después
de principiada la Reforma: "No me
conducía Dios, sino que me impelía y me obligaba; yo no era dueño de mí mismo;
quería permanecer tranquilo, y me veía lanzado en medio de tumultos y
revoluciones." —D'Aubigné, lib. 5, cap. 2. En aquella época de su vida
estaba a punto de verse obligado a entrar en la contienda.
La iglesia romana hacía comercio con la gracia
de Dios. Las mesas de los cambistas (S. Mateo 21:12) habían sido colocadas
junto a los altares y llenaba el aire la gritería de los que compraban y
vendían. Con el pretexto de reunir
fondos para la erección de la iglesia de San Pedro en Roma, se ofrecían en
venta pública, con autorización del papa, indulgencias por el pecado. Con el precio de los crímenes se iba a
construir un templo para el culto divino, y la piedra angular se echaba sobre
cimientos de iniquidad. Empero los
mismos medios que adoptara Roma para engrandecerse fueron los que hicieron caer
el golpe mortal que destruyó su poder y su soberbia. Aquellos medios fueron lo
que exasperó al más abnegado y afortunado de los enemigos del papado, y le hizo
iniciar la lucha que estremeció el trono de los papas e hizo tambalear la
triple corona en la cabeza del pontífice.
El encargado de la venta de indulgencias en
Alemania, un monje llamado Tetzel, era reconocido como culpable de haber
cometido las más viles ofensas contra la sociedad y contra la ley de Dios; pero
habiendo escapado del castigo que merecieran sus crímenes, recibió el encargo
de propagar los planes [137] mercantiles
y nada escrupulosos del papa. Con atroz
cinismo divulgaba las mentiras más desvergonzadas y contaba leyendas
maravillosas para engañar al pueblo ignorante, crédulo y supersticioso. Si hubiese tenido éste la Biblia no se habría
dejado engañar. Pero para poderlo sujetar bajo el dominio del papado, y para
acrecentar el poderío y los tesoros de los ambiciosos jefes de la iglesia, se
le había privado de la Escritura. (Véase Gieseler, A Compendium of Ecclesiastical History, período 4, sec.
I, párr. 5.)
Cuando entraba Tetzel en una ciudad, iba
delante de él un mensajero gritando:
"La gracia de Dios y la del padre santo están a las puertas de la
ciudad." —D'Aubigné, lib. 3, cap. 1.
Y el pueblo recibía al blasfemo usurpador como si hubiera sido el mismo
Dios que hubiera descendido del cielo.
El infame tráfico se establecía en la iglesia, y Tetzel ponderaba las
indulgencias desde el púlpito como si hubiesen sido el más precioso don de
Dios.
Declaraba que en virtud de los certificados de
perdón que ofrecía, quedábanle perdonados al que comprara las indulgencias aun
aquellos pecados que desease cometer después, y que "ni aun el
arrepentimiento era necesario." —Ibid.
Hasta aseguraba a sus oyentes que las indulgencias tenían poder para
salvar no sólo a los vivos sino también a los muertos, y que en el instante en
que las monedas resonaran al caer en el fondo de su cofre, el alma por la cual
se hacía el pago escaparía del purgatorio y se dirigiría al cielo. (Véase Hagenbach, History of the Reformation, tomo I , pág. 96.)
Cuando Simón el Mago intentó comprar a los
apóstoles el poder de hacer milagros, Pedro le respondió: " Tu dinero perezca contigo, que piensas
que el don de Dios se gane por dinero." (Hechos 8:20.) Pero millares de
personas aceptaban ávidamente el ofrecimiento de Tetzel. Sus arcas se llenaban de oro y plata. Una salvación que podía comprarse con dinero
era más fácil de obtener que la que requería arrepentimiento, fe y un diligente
esfuerzo para resistir y vencer el mal.
(Véase el Apéndice.) [138]
La doctrina de las indulgencias había
encontrado opositores entre hombres instruídos y piadosos del seno mismo de la
iglesia de Roma, y eran muchos los que no tenían fe en asertos tan contrarios a
la razón y a las Escrituras. Ningún
prelado se atrevía a levantar la voz para condenar el inicuo tráfico, pero los
hombres empezaban a turbarse y a inquietarse, y muchos se preguntaban ansiosamente
si Dios no obraría por medio de alguno de sus siervos para purificar su
iglesia.
Lutero, aunque seguía adhiriéndose
estrictamente al papa, estaba horrorizado por las blasfemas declaraciones de
los traficantes en indulgencias. Muchos
de sus feligreses habían comprado certificados de perdón y no tardaron en
acudir a su pastor para confesar sus pecados esperando de él la absolución, no
porque fueran penitentes y desearan cambiar de vida, sino por el mérito de las
indulgencias. Lutero les negó la absolución
y les advirtió que como no se arrepintiesen y no reformasen su vida morirían en
sus pecados. Llenos de perplejidad
recurrieron a Tetzel para quejarse de que su confesor no aceptaba los
certificados; y hubo algunos que con toda energía exigieron que les devolviese
su dinero. El fraile se llenó de
ira. Lanzó las más terribles
maldiciones, hizo encender hogueras en las plazas públicas, y declaró que
"había recibido del papa la orden de quemar a los herejes que osaran
levantarse contra sus santísimas indulgencias." (D'Aubigné, lib. 3, cap. 4.)
Lutero inició entonces resueltamente su obra
como campeón de la verdad. Su voz se oyó
desde el púlpito en solemne exhortación.
Expuso al pueblo el carácter ofensivo del pecado y enseñóle que le es
imposible al hombre reducir su culpabilidad o evitar el castigo por sus propias
obras. Sólo el arrepentimiento ante Dios
y la fe en Cristo podían salvar al pecador.
La gracia de Cristo no podía comprarse; era un don gratuito. Aconsejaba a sus oyentes que no comprasen
indulgencias, sino que tuviesen fe en el Redentor crucificado. Refería su dolorosa experiencia personal,
diciéndoles que en vano había intentado por medio de la humillación y de las
mortificaciones del cuerpo [139]
asegurar su salvación, y afirmaba que desde que había dejado de mirarse a sí
mismo y había confiado en Cristo, había alcanzado paz y gozo para su corazón.
Viendo que Tetzel seguía con su tráfico y sus
impías declaraciones, resolvió Lutero hacer una protesta más enérgica contra
semejantes abusos. Pronto ofreciósele
excelente oportunidad. La iglesia del
castillo de Wittenberg era dueña de muchas reliquias que se exhibían al pueblo
en ciertos días festivos, en ocasión de los cuales se concedía plena remisión
de pecados a los que visitasen la iglesia e hiciesen confesión de sus culpas. De acuerdo con esto, el pueblo acudía en masa
a aquel lugar. Una de tales oportunidades, y de las más importantes por cierto,
se acercaba: la fiesta de "todos
los santos." La víspera, Lutero,
uniéndose a las muchedumbres que iban a la iglesia, fijó en las puertas del
templo un papel que contenía noventa y cinco proposiciones contra la doctrina
de las indulgencias. Declaraba además que estaba listo para defender aquellas
tesis al día siguiente en la universidad, contra cualquiera que quisiera rebatirlas.
Estas proposiciones atrajeron la atención
general. Fueron leídas y vueltas a leer
y se repetían por todas partes. Fue muy
intensa la excitación que produjeron en la universidad y en toda la
ciudad. Demostraban que jamás se había
otorgado al papa ni a hombre alguno el poder de perdonar los pecados y de
remitir el castigo consiguiente. Todo ello no era sino una farsa, un artificio
para ganar dinero valiéndose de las supersticiones del pueblo, un invento de
Satanás para destruir las almas de todos los que confiasen en tan necias
mentiras. Se probaba además con toda
evidencia que el Evangelio de Cristo es el tesoro más valioso de la iglesia, y
que la gracia de Dios revelada en él se otorga de balde a los que la buscan por
medio del arrepentimiento y de la fe.
Las tesis de Lutero desafiaban a discutir;
pero nadie osó aceptar el reto. Las
proposiciones hechas por él se esparcieron luego por toda Alemania y en posas
semanas se difundieron [140] por todos
los dominios de la cristiandad. Muchos
devotos romanistas, que habían visto y lamentado las terribles iniquidades que
prevalecían en la iglesia, pero que no sabían qué hacer para detener su
desarrollo, leyeron las proposiciones de Lutero con profundo regocijo,
reconociendo en ellas la voz de Dios. Les pareció que el Señor extendía su mano
misericordiosa para detener el rápido avance de la marejada de corrupción que
procedía de la sede de Roma. Los
príncipes y los magistrados se alegraron secretamente de que iba a ponerse un
dique al arrogante poder que negaba todo derecho a apelar de sus decisiones.
Pero las multitudes supersticiosas y dadas al
pecado se aterrorizaron cuando vieron desvanecerse los sofismas que
amortiguaban sus temores. Los astutos
eclesiásticos, al ver interrumpida su obra que sancionaba el crimen, y en
peligro sus ganancias, se airaron y se unieron para sostener sus
pretensiones. El reformador tuvo que
hacer frente a implacables acusadores, algunos de los cuales le culpaban de ser
violento y ligero para apreciar las cosas. Otros le acusaban de presuntuoso, y
declaraban que no era guiado por Dios, sino que obraba a impulso del orgullo y
de la audacia. "¿Quién no sabe
—respondía él— que rara vez se proclama una idea nueva sin ser tildado de orgulloso,
y sin ser acusado de buscar disputas? . . . ¿Por qué fueron inmolados
Jesucristo y todos los mártires ? Porque
parecieron despreciar orgullosamente la sabiduría de su tiempo y porque
anunciaron novedades, sin haber consultado previa y humildemente a los órganos
de la opinión contraria."
Y añadía:
"No debo consultar la prudencia humana, sino el consejo de
Dios. Si la obra es de Dios, ¿quién la
contendrá? Si no lo es ¿quién la adelantará?
¡Ni mi voluntad, ni la de ellos, ni la nuestra, sino la tuya, oh Padre
santo, que estás en el cielo!" —Id., lib. 3, cap. 6.
A pesar de ser movido Lutero por el Espíritu
de Dios para comenzar la obra, no había de llevarla a cabo sin duros [141] conflictos.
Las censuras de sus enemigos, la manera en que falseaban los propósitos
de Lutero y la mala fe con que juzgaban desfavorable e injustamente el carácter
y los móviles del reformador, le envolvieron como ola que todo lo sumerge; y no
dejaron de tener su efecto. Lutero había
abrigado la confianza de que los caudillos del pueblo, tanto en la iglesia como
en las escuelas se unirían con él de buen grado para colaborar en la obra de
reforma. Ciertas palabras de estímulo
que le habían dirigido algunos personajes de elevada categoría le habían
infundido gozo y esperanza. Ya veía
despuntar el alba de un día mejor para la iglesia; pero el estímulo se tornó en
censura y en condenación. Muchos
dignatarios de la iglesia y del estado estaban plenamente convencidos de la
verdad de las tesis; pero pronto vieron que la aceptación de estas verdades
entrañaba grandes cambios. Dar luz al
pueblo y realizar una reforma equivalía a minar la autoridad de Roma y detener
en el acto miles de corrientes que ahora iban a parar a las arcas del tesoro,
lo que daría por resultado hacer disminuir la magnificencia y el fausto de los
eclesiásticos. Además, enseñar al pueblo a pensar y a obrar como seres
responsables, mirando sólo a Cristo para obtener la salvación, equivalía a
derribar el trono pontificio y destruir por ende su propia autoridad. Por estos motivos rehusaron aceptar el conocimiento
que Dios había puesto a su alcance y se declararon contra Cristo y la verdad,
al oponerse a quien él había enviado para que les iluminase.
Lutero
temblaba cuando se veía a sí mismo solo frente a los más opulentos y poderosos
de la tierra. Dudaba a veces,
preguntándose si en verdad Dios le impulsaba a levantarse contra la autoridad
de la iglesia. "¿Quién era yo
—escribió más tarde— para oponerme a la majestad del papa, a cuya presencia
temblaban . . . los reyes de la tierra? . . . Nadie puede saber lo que sufrió
mi corazón en los dos primeros años, y en qué abatimiento, en qué desesperación
caí muchas veces."—Ibid. Pero no fue dejado solo en brazos del
desaliento. Cuando le faltaba la ayuda
de los hombres, la esperaba de Dios solo y [142]
aprendió así a confiar sin reserva en su brazo todopoderoso.
A un
amigo de la Reforma escribió Lutero: "No se puede llegar a comprender las
Escrituras, ni con el estudio, ni con la inteligencia; vuestro primer deber es
pues empezar por la oración. Pedid al
Señor que se digne, por su gran misericordia, concederos el verdadero
conocimiento de su Palabra. No hay otro
intérprete de la Palabra de Dios, que el mismo Autor de esta Palabra, según lo
que ha dicho: ' Todos serán enseñados de
Dios.' Nada esperéis de vuestros
estudios ni de vuestra inteligencia; confiad únicamente en Dios y en la
influencia de su Espíritu. Creed a un hombre que lo ha experimentado."
—Id., cap. 7. Aquí tienen una lección de vital importancia los que sienten que
Dios les ha llamado para presentar a otros en estos tiempos las verdades
grandiosas de su Palabra. Estas verdades despertarán la enemistad del diablo y
de los hombres que tienen en mucha estimación las fábulas inventadas por
él. En la lucha contra las potencias del
mal necesitamos algo más que nuestro propio intelecto y la sabiduría de los
hombres.
Mientras que los enemigos apelaban a las
costumbres y a la tradición, o a los testimonios y a la autoridad del papa,
Lutero los atacaba con la Biblia y sólo con la Biblia. En ella había argumentos que ellos no podían
rebatir; en consecuencia, los esclavos del formalismo y de la superstición
pedían a gritos la sangre de Lutero, como los judíos habían pedido la sangre de
Cristo. "Es un hereje —decían los
fanáticos romanistas. —¡Es un crimen de alta traición contra la iglesia dejar
vivir una hora más tan horrible hereje: que preparen al punto un cadalso para
él!" —Id., cap. 9. Pero Lutero no
fue víctima del furor de ellos. Dios le
tenía reservada una tarea; y mandó a los ángeles del cielo para que le
protegiesen. Pero muchos de los que
recibieron de él la preciosa luz resultaron blanco de la ira del demonio, y por
causa de la verdad sufrieron valientemente el tormento y la muerte.
Las enseñanzas de Lutero despertaron por toda
Alemania la atención de los hombres reflexivos.
Sus sermones y demás [143]
escritos arrojaban rayos de luz que alumbraban y despertaban a miles y miles de
personas. Una fe viva fue reemplazando el formalismo muerto en que había estado
viviendo la iglesia por tanto tiempo. El
pueblo iba perdiendo cada día la confianza que había depositado en las
supersticiones de Roma. Poco a poco iban
desapareciendo las vallas de los prejuicios.
La Palabra de Dios, por medio de la cual probaba Lutero cada doctrina y
cada aserto, era como una espada de dos filos que penetraba en los corazones
del pueblo. Por doquiera se notaba un
gran deseo de adelanto espiritual. En todas partes había hambre y sed de
justicia como no se habían conocido por siglos.
Los ojos del pueblo, acostumbrados por tanto tiempo a mirar los ritos
humanos y a los mediadores terrenales, se apartaban de éstos y se fijaban, con
arrepentimiento y fe, en Cristo y Cristo crucificado.
Este interés general contribuyó a despertar
más los recelos de las autoridades papales.
Lutero fue citado a Roma para que contestara el cargo de herejía que
pesaba sobre él. Este mandato llenó de
espanto a sus amigos. Comprendían muy bien el riesgo que correría en aquella
ciudad corrompida y embriagada con la sangre de los mártires de Jesús. De modo que protestaron contra su viaje a
Roma y pidieron que fuese examinado en Alemania.
Así se convino al fin y se eligió al delegado
papal que debería entender en el asunto.
En las instrucciones que a éste dio el pontífice, se hacía constar que
Lutero había sido declarado ya hereje.
Se encargaba, pues, al legado que le procesara y constriñera "sin
tardanza." En caso de que
persistiera firme, y el legado no lograra apoderarse de su persona, tenía poder
para "proscribirle de todos los puntos de Alemania, así como para
desterrar, maldecir y excomulgar a todos sus adherentes." —Id., lib. 4,
cap. 2. Además, para arrancar de raíz la pestilente herejía, el papa dio
órdenes a su legado de que excomulgara a todos los que fueran negligentes en
cuanto a prender a Lutero y a sus correligionarios para entregarlos a la
venganza de [144] Roma, cualquiera que
fuera su categoría en la iglesia o en el estado, con excepción del emperador.
Esto revela el verdadero espíritu del
papado. No hay en todo el documento un
vestigio de principio cristiano ni de la justicia más elemental. Lutero se hallaba a gran distancia de Roma;
no había tenido oportunidad para explicar o defender sus opiniones; y sin
embargo, antes que su caso fuese investigado, se le declaró sumariamente hereje,
y en el mismo día fue exhortado, acusado, juzgado y sentenciado; ¡y todo esto
por el que se llamaba padre santo, única autoridad suprema e infalible de la
iglesia y del estado!
En aquel momento, cuando Lutero necesitaba
tanto la simpatía y el consejo de un amigo verdadero, Dios en su providencia
mandó a Melanchton a Wittenberg. Joven
aún, modesto y reservado, tenía Melanchton un criterio sano, extensos
conocimientos y elocuencia persuasiva, rasgos todos que combinados con la
pureza y rectitud de su carácter le granjeaban el afecto y la admiración de
todos. Su brillante talento no era más
notable que su mansedumbre. Muy pronto
fue discípulo sincero del Evangelio a la vez que el amigo de más confianza de
Lutero y su más valioso cooperador; su dulzura, su discreción y su formalidad
servían de contrapeso al valor y a la energía de Lutero. La unión de estos dos hombres en la obra
vigorizó la Reforma y estimuló mucho a Lutero.
Augsburgo era el punto señalado para la
verificación del juicio, y allá se dirigió a pie el reformador. Sus amigos sintieron despertarse en sus
ánimos serios temores por él. Se habían proferido amenazas sin embozo de que le
secuestrarían y le matarían en el camino, y sus amigos le rogaban que no se
arriesgara. Hasta llegaron a aconsejarle
que saliera de Wittenberg por una temporada y que se refugiara entre los muchos
que gustosamente le protegerían. Pero él
no quería dejar por nada el lugar donde Dios le había puesto. Debía seguir sosteniendo fielmente la verdad
a pesar de las tempestades que se cernían sobre él. Sus palabras eran éstas: "Soy como Jeremías, [145] el
hombre de las disputas y de las discordias; pero cuanto más aumentan sus
amenazas, más acrecientan mi alegría. . . Han destrozado ya mi honor y mi
reputación. Una sola cosa me queda, y es
mi miserable cuerpo; que lo tomen; abreviarán así mi vida de algunas
horas. En cuanto a mi alma, no pueden
quitármela. El que quiere propagar la
Palabra de Cristo en el mundo, debe esperar la muerte a cada instante."
—Id., lib. 4, cap. 4.
Las noticias de la llegada de Lutero a
Augsburgo dieron gran satisfacción al legado del papa. El molesto hereje que había despertado la
atención del mundo entero parecía hallarse ya en poder de Roma, y el legado estaba
resuelto a no dejarle escapar. El
reformador no se había cuidado de obtener un salvoconducto. Sus amigos le instaron a que no se presentase
sin él y ellos mismos se prestaron a recabarlo del emperador. El legado quería obligar a Lutero a
retractarse, o si no lo lograba, a hacer que lo llevaran a Roma para someterle
a la suerte que habían corrido Hus y Jerónimo.
Así que, por medio de sus agentes se esforzó en inducir a Lutero a que
compareciese sin salvoconducto, confiando sólo en el arbitrio del legado. El reformador se negó a ello
resueltamente. No fue sino después de
recibido el documento que le garantizaba la protección del emperador, cuando se
presentó ante el embajador papal.
Pensaron los romanistas que convenía
conquistar a Lutero por una apariencia de bondad. El legado, en sus entrevistas con él, fingió
gran amistad, pero le exigía que se sometiera implícitamente a la autoridad de
la iglesia y que cediera a todo sin reserva alguna y sin alegar. En realidad no había sabido aquilatar el
carácter del hombre con quien tenía que habérselas. Lutero, en debida respuesta, manifestó su
veneración por la iglesia, su deseo de conocer la verdad, su disposición para
contestar las objeciones que se hicieran a lo que él había enseñado, y que sometería
sus doctrinas al fallo de ciertas universidades de las principales. Pero, a la vez, protestaba [146] contra la actitud del cardenal que le
exigía se retractara sin probarle primero que se hallaba en error.
La única respuesta que se le daba era: "¡Retráctate! ¡retráctate!" El reformador adujo que su actitud era
apoyada por las Santas Escrituras, y declaró con entereza que él no podía
renunciar a la verdad. El legado, no
pudiendo refutar los argumentos de Lutero, le abrumó con un cúmulo de reproches,
burlas y palabras de adulación, con citas de las tradiciones y dichos de los
padres de la iglesia, sin dejar al reformador oportunidad para hablar. Viendo
Lutero que, de seguir así, la conferencia resultaría inútil, obtuvo al fin que
se le diera, si bien de mala gana, permiso para presentar su respuesta por
escrito.
"De esta manera —decía él, escribiendo a
un amigo suyo— la persona abrumada alcanza doble ganancia: primero, que lo
escrito puede someterse al juicio de terceros; y segundo, que hay más
oportunidad para apelar al temor, ya que no a la conciencia, de un déspota
arrogante y charlatán que de otro modo se sobrepondría con su imperioso
lenguaje." —Martyn, The Life and Times of Luther, págs. 271, 272.
En la subsiguiente entrevista, Lutero presentó
una clara, concisa y rotunda exposición de sus opiniones, bien apoyada con
muchas citas bíblicas. Este escrito,
después de haberlo leído en alta voz, lo puso en manos del cardenal, quien lo
arrojó desdeñosamente a un lado, declarando que era una mezcla de palabras
tontas y de citas desatinadas. Lutero se
levantó con toda dignidad y atacó al orgulloso prelado en su mismo terreno —el
de las tradiciones y enseñanzas de la iglesia—refutando completamente todas sus
aseveraciones.
Cuando vio el prelado que aquellos
razonamientos de Lutero eran incontrovertibles, perdió el dominio sobre sí
mismo y en un arrebato de ira exclamó:
"¡Retráctate! que si no lo haces, te envío a Roma, para que
comparezcas ante los jueces encargados de examinar tu caso. Te excomulgo a ti, a todos tus secuaces, y a
todos los que te son o fueren favorables, y los [147]
expulso de la iglesia." Y en tono
soberbio y airado dijo al fin:
"Retráctate o no vuelvas." —D'Aubigné, lib. 4, cap. 8.
El reformador se retiró luego junto con sus
amigos, demostrando así a las claras que no debía esperarse una retractación de
su parte. Pero esto no era lo que el
cardenal se había propuesto. Se había
lisonjeado de que por la violencia obligaría a Lutero a someterse. Al quedarse solo con sus partidarios,
miró de uno a otro desconsolado por el
inesperado fracaso de sus planes.
Esta vez los esfuerzos de Lutero no quedaron
sin buenos resultados. El vasto concurso
reunido allí pudo comparar a ambos hombres y juzgar por sí mismo el espíritu
que habían manifestado, así como la fuerza y veracidad de sus asertos. ¡Cuán grande era el contraste! El reformador, sencillo, humilde, firme, se
apoyaba en la fuerza de Dios, teniendo de su
parte a la verdad; mientras que el representante del papa, dándose
importancia, intolerante, hinchado de orgullo, falto de juicio, no tenía un
solo argumento de las Santas Escrituras, y sólo gritaba con impaciencia: "Si no te retractas, serás despachado a
Roma para que te castiguen."
No obstante tener Lutero un salvoconducto, los
romanistas intentaban apresarle. Sus amigos
insistieron en que, como ya era inútil su presencia allí, debía volver a
Wittenberg sin de mora y que era menester ocultar sus propósitos con el
mayor sigilo. Conforme con esto salió de Augsburgo antes
del alba, a caballo, y acompañado solamente por un guía que le proporcionara el
magistrado. Con mucho cuidado cruzó las
desiertas y obscuras calles de la ciudad.
Enemigos vigilantes y crueles complotaban su muerte. ¿Lograría burlar las redes que le
tendían? Momentos de ansiedad y de
solemne oración eran aquéllos. Llego a
una pequeña puerta, practicada en el muro de la ciudad; le fue abierta y pasó
con su guía sin impedimento alguno.
Viéndose ya seguros fuera de la ciudad, los fugitivos apresuraron su
huída y antes que el legado se enterara de la partida de Lutero, ya se hallaba
éste fuera del alcance de sus [148]
perseguidores. Satanás y sus emisarios
habían sido derrotados. El hombre a
quien pensaban tener en su poder se les había escapado, como un pájaro de la
red del cazador.
Al saber que Lutero se había ido, el legado
quedó anonadado por la sorpresa y el furor.
Había pensado recibir grandes honores por su sabiduría y aplomo al
tratar con el perturbador de la iglesia, y ahora quedaban frustradas sus esperanzas. Expresó su enojo en una carta que dirigió a
Federico, elector de Sajonia, para quejarse amargamente de Lutero, y exigir que
Federico enviase a Roma al reformador o que le desterrase de Sajonia.
En su defensa, había pedido Lutero que el
legado o el papa le demostrara sus errores por las Santas Escrituras, y se
había comprometido solemnemente a renunciar a sus doctrinas si le probaban que
estaban en contradicción con la Palabra de Dios. También había expresado su gratitud al Señor
por haberle tenido por digno de sufrir por tan sagrada causa.
El elector tenía escasos conocimientos de las
doctrinas reformadas, pero le impresionaban profundamente el candor, la fuerza
y la claridad de las palabras de Lutero; y Federico resolvió protegerle
mientras no le demostrasen que el reformador estaba en error. Contestando las peticiones del prelado,
dijo: " 'En vista de que el doctor
Martín Lutero compareció a vuestra presencia en Augsburgo, debéis estar
satisfecho. No esperábamos que, sin
haberlo convencido, pretendieseis obligarlo a retractarse. Ninguno de los sabios que se hallan en
nuestros principados, nos ha dicho que la doctrina de Martín fuese impía,
anticristiana y herética.' Y el príncipe
rehusó enviar a Lutero a Roma y arrojarle de sus estados."—Id., cap. 10.
El elector notaba un decaimiento general en el
estado moral de la sociedad. Se
necesitaba una grande obra de reforma.
Las disposiciones tan complicadas y costosas requeridas para refrenar y
castigar los delitos estarían de más si los hombres reconocieran y acataran los
mandatos de Dios y los dictados [149] de
una conciencia iluminada. Vio que los trabajos de Lutero tendían a este fin y
se regocijó secretamente de que una influencia mejor se hiciese sentir en la
iglesia.
Vió asimismo que como profesor de la
universidad Lutero tenía mucho éxito.
Sólo había transcurrido un año desde que el reformador fijara sus tesis
en la iglesia del castillo, y ya se notaba una disminución muy grande en el
número de peregrinos que concurrían allí en la fiesta de todos los santos. Roma estaba perdiendo adoradores y ofrendas;
pero al mismo tiempo había otros que se encaminaban a Wittenberg —no como
peregrinos que iban a adorar reliquias, sino como estudiantes que invadían las
escuelas para instruirse. Los escritos
de Lutero habían despertado en todas partes nuevo interés por el conocimiento
de las Sagradas Escrituras, y no sólo de todas partes de Alemania sino que
hasta de otros países acudían estudiantes a las aulas de la universidad. Había jóvenes que, al ver a Wittenberg por
vez primera, "levantaban . . . sus manos al cielo, y alababan a Dios,
porque hacía brillar en aquella ciudad, como en otro tiempo en Sión, la luz de
la verdad, y la enviaba hasta a los países más remotos." —Ibid.
Lutero no estaba aún convertido del todo de
los errores del romanismo. Pero cuando
comparaba los Sagrados Oráculos con los decretos y las constituciones papales,
se maravillaba. "Leo —escribió— los
decretos de los pontífices, y . . . no sé si el papa es el mismo Anticristo o
su apóstol, de tal manera está Cristo desfigurado y crucificado en ellos."
—Id., lib. 5, cap. I. A pesar de esto,
Lutero seguía sosteniendo la iglesia romana y no había pensado en separarse de
la comunión de ella.
Los escritos del reformador y sus doctrinas se
estaban difundiendo por todas las naciones de la cristiandad. La obra se inició en Suiza y Holanda. Llegaron ejemplares de sus escritos a Francia
y España. En Inglaterra recibieron sus
enseñanzas como palabra de vida. La
verdad se dio a conocer en Bélgica e Italia.
Miles de creyentes despertaban de su mortal letargo y recibían el gozo y
la esperanza de una vida de fe. [150]
Roma se exasperaba más y más con los ataques
de Lutero, y de entre los más encarnizados enemigos de éste y aun de entre los
doctores de las universidades católicas, hubo quienes declararon que no se
imputaría pecado al que matase al rebelde monje. Cierto día, un desconocido se acercó al
reformador con una pistola escondida debajo de su manto y le preguntó por qué
iba solo. "Estoy en manos de Dios
—contestó Lutero;— él es mi fuerza y mi amparo.
¿Qué puede hacerme el hombre mortal?'—Id., lib. 6, cap. 2. Al oír estas palabras el hombre se demudó y
huyó como si se hubiera hallado en presencia de los ángeles del cielo.
Roma estaba resuelta a aniquilar a Lutero,
pero Dios era su defensa. Sus doctrinas
se oían por doquiera, "en las cabañas, en los conventos, . . . en los
palacios de los nobles, en las academias, y en la corte de los reyes;" y
aun hubo hidalgos que se levantaron por todas partes para sostener los
esfuerzos del reformador. —Ibid.
Por aquel tiempo fue cuando Lutero, al leer
las obras de Hus, descubrió que la gran verdad de la justificación por la fe,
que él mismo enseñaba y sostenía, había sido expuesta por el reformador
bohemio. "¡Todos hemos sido husitas
—dijo Lutero,— aunque sin saberlo; Pablo, Agustín y yo mismo!" Y añadía:
"¡Dios pedirá cuentas al mundo, porque la verdad fue predicada hace
ya un siglo, y la quemaron!" —Wylie, lib. 6, cap. I.
En un llamamiento que dirigió Lutero al
emperador y a la nobleza de Alemania en pro de la reforma del cristianismo,
decía refiriéndose al papa: "Es una
cosa horrible contemplar al que se titula vicario de Jesucristo ostentando una
magnificencia superior a la de los emperadores.
¿Es esto parecerse al pobre Jesús o al humilde San Pedro? ¡El es, dicen, el señor del mundo! Mas
Cristo, del cual se jacta ser el vicario, dijo:
'Mi reino no es de este mundo.' El
reino de un vicario ¿se extendería más allá que el de su Señor?"
—D'Aubigné, lib. 6, cap. 3. [151]
Hablando de las universidades, decía: "Temo mucho que las universidades sean
unas anchas puertas del infierno, si no se aplican cuidadosamente a explicar la
Escritura Santa y grabarla en el corazón de la juventud. Yo no aconsejaré a nadie que coloque a su
hijo donde no reine la Escritura Santa.
Todo instituto donde los hombres no están constantemente ocupados con la
Palabra de Dios se corromperá." —Ibid.
Este llamamiento circuló con rapidez por toda
Alemania e influyó poderosamente en el ánimo del pueblo. La nación entera se sentía conmovida y muchos
se apresuraban a alistarse bajo el estandarte de la Reforma. Los opositores de Lutero que se consumían en
deseos de venganza, exigían que el papa tomara medidas decisivas contra él. Se
decretó que sus doctrinas fueran condenadas inmediatamente. Se concedió un plazo de sesenta días al
reformador y a sus correligionarios, al cabo de los cuales, si no se
retractaban, serían todos excomulgados.
Fue un tiempo de crisis terrible para la
Reforma. Durante siglos la sentencia de
excomunión pronunciada por Roma había sumido en el terror a los monarcas más
poderosos, y había llenado los más soberbios imperios con desgracias y
desolaciones. Aquellos sobre quienes
caía la condenación eran mirados con espanto y horror; quedaban incomunicados
de sus semejantes y se les trataba como a bandidos a quienes se debía perseguir
hasta exterminarlos. Lutero no ignoraba
la tempestad que estaba a punto de desencadenarse sobre él; pero se mantuvo
firme, confiando en que Cristo era su escudo y fortaleza. Con la fe y el valor de un mártir, escribía:
"¿Qué va a suceder? No lo sé, ni me
interesa saberlo. . . . Sea donde sea
que estalle el rayo, permanezco sin temor; ni una hoja del árbol cae sin el
beneplácito de nuestro Padre celestial; ¡cuánto menos nosotros! Es poca cosa morir por el Verbo, pues que
este Verbo se hizo carne y murió por nosotros; con él resucitaremos, si con el
morimos; y pasando por donde pasó, llegaremos adonde llegó, y moraremos con él
durante la eternidad."—Id., cap. 9. [152]
Cuando tuvo conocimiento de la bula papal,
dijo: "La desprecio y la ataco como
impía y mentirosa. . . . El mismo Cristo
es quien está condenado en ella. . . .
Me regocijo de tener que sobrellevar algunos males por la más justa de
las causas. Me siento ya más libre en mi
corazón; pues sé finalmente que el papa es el Anticristo, y que su silla es la
de Satanás." —Ibid.
Sin embargo el decreto de Roma no quedó sin
efecto. La cárcel, el tormento y la
espada eran armas poderosas para imponer la obediencia. Los débiles y los supersticiosos temblaron
ante el decreto del papa, y si bien era general la simpatía hacia Lutero,
muchos consideraron que la vida era demasiado cara para arriesgarla en la causa
de la Reforma. Todo parecía indicar que
la obra del reformador iba a terminar.
Pero Lutero se mantuvo intrépido. Roma había lanzado sus anatemas contra él, y
el mundo pensaba que moriría o se daría por vencido. Pero con irresistible fuerza Lutero devolvió
a Roma la sentencia de condenación, y declaró públicamente que había resuelto
separarse de ella para siempre. En
presencia de gran número de estudiantes, doctores y personas de todas las
clases de la sociedad, quemó Lutero la bula del papa con las leyes canónicas,
las decretales y otros escritos que daban apoyo al poder papal. "Al quemar mis libros —dijo él,— mis
enemigos han podido causar mengua a la verdad en el ánimo de la plebe y
destruir sus almas; por esto yo también he destruído sus libros. Ha principiado una lucha reñida; hasta aquí
no he hecho sino chancear con el papa; principié esta obra en nombre de Dios, y
ella se acabará sin mí y por su poder." —Id., cap. 10.
A los escarnios de sus enemigos que le
desafiaban por la debilidad de su causa, contestaba Lutero: "¿Quién puede decir que no sea Dios el
que me ha elegido y llamado; y que ellos al menospreciarme no debieran temer
que están menospreciando a Dios mismo? Moisés iba solo a la salida de Egipto;
Elías estaba solo, en los días del rey Acab; Isaías solo en Jerusalén; Ezequiel
solo en Babilonia. . . . Dios no escogió
jamás por [153] profeta, ni al sumo
sacerdote, ni a otro personaje distinguido, sino que escogió generalmente a
hombres humildes y menospreciados, y en cierta ocasión a un pastor, Amós. En
todo tiempo los santos debieron, con peligro de su vida, reprender a los
grandes, a los reyes, a los príncipes, a los sacerdotes y a los sabios. . . .
Yo no digo que soy un profeta, pero digo que deben temer precisamente porque yo
soy solo, y porque ellos son muchos. De
lo que estoy cierto es de que la palabra de Dios está conmigo y no con
ellos." —Ibid.
No fue sino después de haber sostenido una
terrible lucha en su propio corazón, cuando se decidió finalmente Lutero a
separarse de la iglesia. En aquella
época de su vida, escribió lo siguiente:
"Cada día comprendo mejor lo difícil que es para uno desprenderse
de los escrúpulos que le fueron imbuídos en la niñez. ¡Oh! ¡cuánto no me ha
costado, a pesar de que me sostiene la Santa Escritura, convencerme de que es
mi obligación encararme yo solo con el papa y presentarlo como el Anticristo!
¡Cuántas no han sido las tribulaciones de mi corazón! ¡Cuántas veces no me he
hecho a mí mismo con amargura la misma pregunta que he oído frecuentemente de
labios de los papistas! '¿Tú solo eres sabio? ¿Todos los demás están errados?
¿Qué sucederá si al fin de todo eres tú el que estás en error y envuelves en el
engaño a tantas almas que serán condenadas por toda la eternidad?' Así luché yo
contra mí mismo y contra Satanás, hasta que Cristo, por su Palabra infalible,
fortaleció mi corazón contra estas dudas." —Martyn, págs. 372, 373.
El papa había amenazado a Lutero con la
excomunión si no se retractaba, y la amenaza se cumplió. Se expidió una nueva
bula para publicar la separación definitiva de Lutero de la iglesia romana. Se
le declaraba maldito por el cielo, y se incluía en la misma condenación a todos
los que recibiesen sus doctrinas. La gran lucha se iniciaba de lleno.
La oposición es la suerte que les toca a todos
aquellos a quienes emplea Dios para que prediquen verdades aplicables [154] especialmente a su época. Había una verdad
presente o de actualidad en los días de Lutero — una verdad que en aquel tiempo
revestía especial importancia; y así hay ahora una verdad de actualidad para la
iglesia en nuestros días. Al Señor que hace todas las cosas de acuerdo con su
voluntad le ha agradado colocar a los hombres en diversas condiciones y
encomendarles deberes particulares, propios del tiempo en que viven y según las
circunstancias de que estén rodeados. Si ellos aprecian la luz que se les ha
dado, obtendrán más amplia percepción de la verdad. Pero hoy día la mayoría no
tiene más deseo de la verdad que los papistas enemigos de Lutero. Existe hoy la
misma disposición que antaño para aceptar las teorías y tradiciones de los
hombres antes que las palabras de Dios. Y los que esparcen hoy este
conocimiento de la verdad no deben esperar encontrar más aceptación que la que
tuvieron los primeros reformadores. El gran conflicto entre la verdad y la
mentira, entre Cristo y Satanás, irá aumentando en intensidad a medida que se
acerque el fin de la historia de este mundo.
Jesús había dicho a sus discípulos: "Si
fueseis del mundo, el mundo os amaría como a cosa suya; mas por cuanto no sois
del mundo, sino que yo os he escogido del mundo, por esto os odia el mundo.
Acordaos de aquella palabra que os dije: El siervo no es mayor que su señor. Si
me han perseguido a mí, a vosotros también os perseguirán; si han guardado mi
palabra, guardarán también la vuestra." (S. Juan 15: 19, 20, V.M.) Y en otra ocasión había dicho
abiertamente: "¡Ay de vosotros cuando todos los hombres hablaren bien de
vosotros! pues que del mismo modo hacían los padres de ellos con los falsos
profetas." (S. Lucas 6: 26, V.M.) En nuestros días el espíritu del mundo
no está más en armonía con el espíritu de Cristo que en tiempos antiguos; y los
que predican la Palabra de Dios en toda su pureza no encontrarán mejor acogida
ahora que entonces. Las formas de oposición a la verdad pueden cambiar, la
enemistad puede ser menos aparente en sus ataques porque es más sutil; pero
existe el mismo antagonismo que seguirá manifestándose hasta el fin de los
siglos. [155]
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