Capítulo 14
EN LOS Países Bajos se levantó muy temprano
una enérgica protesta contra la tiranía papal. Setecientos años antes de los
tiempos de Lutero, dos obispos que habían sido enviados en delegación a Roma,
al darse cuenta del verdadero carácter de la "santa sede," dirigieron
sin temor al pontífice romano las siguientes acusaciones: Dios "hizo reina
y esposa suya a la iglesia, y la proveyó con bienes abundantes para sus hijos,
dotándola con una herencia perenne e incorruptible, entregándole corona y cetro
eternos; . . . pero estos favores vos los habéis usurpado como un ladrón. Os
introducís en el templo del Señor y en él os eleváis como Dios; en vez de
pastor, sois el lobo de las ovejas, . . . e intentáis hacernos creer que sois
el obispo supremo cuando no sois más que un tirano.... Lejos de ser siervo de
siervos, como a vos mismo os llamáis, sois un intrigante que desea hacerse
señor de señores.... Hacéis caer en el desprecio los mandamientos de Dios....
El Espíritu Santo es el edificador de las iglesias en todos los ámbitos del mundo....
La ciudad de nuestro Dios, de la que somos ciudadanos abarca todas las partes
del cielo, y es mayor que la que los santos profetas llamaron Babilonia y que
aseverando ser divina, se iguala al cielo, se envanece de poseer ciencia
inmortal, y finalmente sostiene, aunque sin razón, que nunca erró ni puede
errar jamás." —Brandt, History of the Reformation in and about the Low
Countries, lib. 1, pág. 6.
Otros hombres se levantaron siglo tras siglo
para repetir esta protesta. Y aquellos primitivos maestros que, atravesando
diferentes países y conocidos con diferentes nombres, poseían el carácter de
los misioneros valdenses y esparcían por todas partes el conocimiento del
Evangelio, penetraron en los Países [279]
Bajos. Sus doctrinas cundieron con rapidez. Tradujeron la Biblia valdense en
verso al holandés. "En ella hay —decían— muchas ventajas; no tiene
chanzas, ni fábulas, ni cuentos, ni engaños; sólo tiene palabras de verdad.
Bien puede tener por aquí y por allí alguna que otra corteza dura, pero aun en
estos trozos no es difícil descubrir la médula y lo dulce de lo bueno y lo
santo." —Id., lib. 1, pág. 14. Esto es lo que escribían en el siglo XII
los amigos de la antigua fe.
Luego empezaron las persecuciones de Roma;
pero en medio de hogueras y tormentos seguían multiplicándose los creyentes que
declaraban con firmeza que la Biblia es la única autoridad infalible en materia
de religión, y que "ningún hombre debe ser obligado a creer, sino que debe
ser persuadido por la predicación." —Martyn, tomo 2, pág. 87.
Las enseñanzas de Lutero hallaron muy propicio
terreno en los Países Bajos, y levantáronse hombres fieles y sinceros a
predicar el Evangelio. De una de las provincias de Holanda vino Menno Simonis.
Educado católico romano, y ordenado para el sacerdocio, desconocía por completo
la Biblia, y no quería leerla por temor de ser inducido en herejía. Cuando le
asaltó una duda con respecto a la doctrina de la transubstanciación, la
consideró como una tentación de Satanás, y por medio de oraciones y confesiones
trató, pero en vano, de librarse dé ella. Participando en escenas de
disipación, procuró acallar la voz acusadora de su conciencia, pero
inútilmente. Después de algún tiempo, fue inducido a estudiar el Nuevo
Testamento, y esto unido a los escritos de Lutero, le hizo abrazar la fe
reformada. Poco después, presenció en un pueblo vecino la decapitación de un
hombre por el delito de haber sido bautizado de nuevo. Esto le indujo a
estudiar las Escrituras para investigar el asunto del bautismo de los niños. No
pudo encontrar evidencia alguna en favor de él, pero comprobó que en todos los
pasajes relativos al bautismo, la condición impuesta para recibirlo era que se
manifestase arrepentimiento y fe.
Menno abandonó la iglesia romana y consagró su
vida a [280] enseñar las verdades que
había recibido. Se había levantado en Alemania y en los Países Bajos cierta
clase de fanáticos que defendían doctrinas sediciosas y absurdas, contrarias al
orden y a la decencia, y originaban agitaciones y tumultos. Menno previó las
funestas consecuencias a que llevarían estos movimientos y se opuso con energía
a las erróneas doctrinas y a los designios desenfrenados de los fanáticos.
Fueron muchos los que, habiendo sido engañados por aquellos perturbadores,
volvieron sobre sus pasos y renunciaron a sus perniciosas doctrinas. Además,
quedaban muchos descendientes de los antiguos cristianos, fruto de las
enseñanzas de los valdenses. Entre ambas clases de personas trabajó Menno con
gran empeño y con mucho éxito.
Viajó durante veinticinco años, con su esposa
y sus hijos, y exponiendo muchas veces su vida. Atravesó los Países Bajos y el
norte de Alemania, y aunque trabajaba principalmente entre las clases humildes,
ejercía dilatada influencia. Dotado de natural elocuencia, si bien de instrucción
limitada, era hombre de firme integridad, de espíritu humilde, de modales
gentiles, de piedad sincera y profunda; y como su vida era un ejemplo de la
doctrina que enseñaba, ganábase la confianza del pueblo. Sus partidarios eran
dispersados y oprimidos. Sufrían mucho porque se les confundía con los
fanáticos de Munster. Y sin embargo, a pesar de todo, era muy grande el número
de los que eran convertidos por su ministerio.
En ninguna parte fueron recibidas las
doctrinas reformadas de un modo tan general como en los Países Bajos. Y en
pocos países sufrieron sus adherentes tan espantosas persecuciones. En Alemania
Carlos V había publicado edictos contra la Reforma, y de buena gana hubiera
llevado a la hoguera a todos los partidarios de ella; pero allí estaban los
príncipes oponiendo una barrera a su tiranía. En los Países Bajos su poder era
mayor, y los edictos de persecución se seguían unos a otros en rápida sucesión.
Leer la Biblia, oírla leer, predicarla, o aun referirse a ella en la
conversación, era incurrir en la pena de [281]
muerte por la hoguera. Orar a Dios en secreto, abstenerse de inclinarse ante
las imágenes, o cantar un salmo, eran otros tantos hechos castigados también
con la muerte. Aun los que abjuraban de sus errores eran condenados, si eran
hombres, a ser degollados, y si eran mujeres, a ser enterradas vivas. Millares
perecieron durante los reinados de Carlos y de Felipe II.
En cierta ocasión llevaron ante los
inquisidores a toda una familia acusada de no oír misa y de adorar a Dios en su
casa. Interrogado el hijo menor respecto de las prácticas de la familia,
contestó: "Nos hincamos de rodillas y pedimos a Dios que ilumine nuestra
mente y nos perdone nuestros pecados. Rogamos por nuestro soberano, porque su
reinado sea próspero y su vida feliz. Pedimos también a Dios que guarde a
nuestros magistrados." —Wylie, lib. 18, cap. 6. Algunos de los jueces
quedaron hondamente conmovidos, pero, no obstante, el padre y uno de los hijos
fueron condenados a la hoguera.
La ira de los perseguidores era igualada por
la fe de los mártires. No sólo los hombres sino aun delicadas señoras y
doncellas desplegaron un valor inquebrantable. "Las esposas se colocaban
al lado de sus maridos en la hoguera y mientras éstos eran envueltos en las
llamas, ellas los animaban con palabras de consuelo, o cantándoles"
salmos. "Las doncellas, al ser enterradas vivas, se acostaban en sus
tumbas con la tranquilidad con que hubieran entrado en sus aposentos o subían a
la hoguera y se entregaban a las llamas, vestidas con sus mejores galas, lo
mismo que si fueran a sus bodas." —Ibid.
Así como en los tiempos en que el paganismo
procuró aniquilar el Evangelio, la sangre de los cristianos era simiente.
(Véase Tertuliano, Apología, párr. 50.) La persecución no servía más que para
aumentar el número de los testigos de la verdad. Año tras año, el monarca
enloquecido de ira al comprobar su impotencia para doblegar la determinación
del pueblo, se ensañaba más y más en su obra de exterminio, pero en vano.
Finalmente, la revolución acaudillada por el noble [282]
Guillermo de Orange dio a Holanda la libertad de adorar a Dios.
En las montañas del Piamonte, en las llanuras
de Francia, y en las costas de Holanda, el progreso del Evangelio era señalado
con la sangre de sus discípulos. Pero en los países del norte halló pacífica
entrada. Ciertos estudiantes de Wittenberg, al regresar a sus hogares,
introdujeron la fe reformada en la península escandinava. La publicación de los
escritos de Lutero ayudó a esparcir la luz. El pueblo rudo y sencillo del norte
se alejó de la corrupción, de la pompa y de las supersticiones de Roma, para
aceptar la pureza, la sencillez y las verdades vivificadoras de la Biblia.
Tausen, "el reformador de
Dinamarca," era hijo de un campesino. Desde su temprana edad dio pruebas
de poseer una inteligencia vigorosa; tenía sed de instruirse; pero no pudiendo
aplacarla, debido a las circunstancias de sus padres, entró en un claustro.
Allí la pureza de su vida, su diligencia y su lealtad le granjearon la buena
voluntad de su superior. Los exámenes demostraron que tenía talento y que
podría prestar buenos servicios a la iglesia. Se resolvió permitirle que se
educase en una universidad de Alemania o de los Países Bajos. Se le concedió
libertad para elegir la escuela a la cual quisiera asistir, siempre que no
fuera la de Wittenberg. No convenía exponer al educando a la ponzoña de la
herejía, pensaban los frailes.
Tausen fue a Colonia, que era en aquella época
uno de los baluartes del romanismo. Pronto le desagradó el misticismo de los
maestros de la escuela. Por aquel mismo tiempo llegaron a sus manos los
escritos de Lutero. Los leyó maravillado y deleitado; y sintió ardientes deseos
de recibir instrucción personal del reformador. Pero no podía conseguirlo sin
ofender a su superior monástico ni sin perder su sostén. Pronto tomó su
resolución, y se matriculó en la universidad de Wittenberg.
Cuando volvió a Dinamarca se reintegró a su
convento. Nadie le sospechaba contagiado de luteranismo; tampoco [283] reveló él su secreto, sino que se esforzó,
sin despertar los prejuicios de sus compañeros, en conducirlos a una fe más
pura y a una vida más santa. Abrió las Sagradas Escrituras y explicó el
verdadero significado de sus doctrinas, y finalmente les predicó a Cristo como
la justicia de los pecadores, y su única esperanza de salvación. Grande fue la
ira del prior, que había abrigado firmes esperanzas de que Tausen llegase a ser
valiente defensor de Roma. Inmediatamente lo cambiaron a otro monasterio, y lo
confinaron en su celda, bajo estricta vigilancia.
Con terror vieron sus nuevos guardianes que
pronto algunos de los monjes se declaraban ganados al protestantismo. Al través
de los barrotes de su encierro, Tausen había comunicado a sus compañeros el
conocimiento de la verdad. Si aquellos padres dinamarqueses hubiesen cumplido
hábilmente el plan de la iglesia para tratar con la herejía, la voz de Tausen
no hubiera vuelto a oírse, pero, en vez de confinarlo para siempre en el
silencio sepulcral de algún calabozo subterráneo, le expulsaron del monasterio,
y quedaron entonces reducidos a la impotencia. Un edicto real, que se acababa
de promulgar, ofrecía protección a los propagadores de la nueva doctrina.
Tausen principió a predicar. Las iglesias le fueron abiertas y el pueblo acudía
en masa a oírle. Había también otros que predicaban la Palabra de Dios. El
Nuevo Testamento fue traducido en el idioma dinamarqués y circuló con
profusión. Los esfuerzos que hacían los papistas para detener la obra sólo
servían para esparcirla más y más, y al poco tiempo Dinamarca declaró que
aceptaba la fe reformada.
En Suecia también, jóvenes que habían bebido
en las fuentes de Wittenberg, llevaron a sus compatriotas el agua de la vida.
Dos de los caudillos de la Reforma de Suecia, Olaf y Lorenzo Petri, hijos de un
herrero de Orebro, estudiaron bajo la dirección de Lutero y de Melanchton, y
con diligencia se pusieron a enseñar las mismas verdades en que fueron
instruídos. Como el gran reformador, Olaf, con su fervor y su elocuencia,
despertaba al pueblo, mientras que Lorenzo, como [284]
Melanchton, era sabio, juicioso, y de ánimo sereno. Ambos eran hombres de
piedad ardiente, de profundos conocimientos teológicos y de un valor a toda
prueba al luchar por el avance de la verdad. No faltó la oposición de los
papistas. Los sacerdotes católicos incitaban a las multitudes ignorantes y
supersticiosas. La turba asaltó repetidas veces a Olaf Petri, y en más de una
ocasión sólo a duras penas pudo escapar con vida. Sin embargo, estos
reformadores eran favorecidos y protegidos por el rey.
Bajo el dominio de la iglesia romana el pueblo
quedaba sumido en la miseria y deprimido por la opresión. Carecía de las
Escrituras, y como tenía una religión de puro formalismo y ceremonias, que no
daba luz al espíritu, la gente regresaba a las creencias supersticiosas y a las
prácticas paganas de sus antepasados. La nación estaba dividida en facciones
que contendían unas con otras, lo cual agravaba la miseria general del pueblo.
El rey decidió reformar la iglesia y el estado y acogió cordialmente a esos
valiosos auxiliares en su lucha contra Roma.
En presencia del monarca y de los hombres
principales de Suecia, Olaf Petri defendió con mucha habilidad las doctrinas de
la fe reformada, contra los campeones del romanismo. Manifestó que las
doctrinas de los padres de la iglesia no debían aceptarse sino cuando
concordasen con lo que dice la Sagrada Escritura, y que las doctrinas
esenciales de la fe están expresadas en la Biblia de un modo claro y sencillo,
que todos pueden entender. Cristo dijo: "Mi enseñanza no es mía, sino de
Aquel que me envió" (S. Juan 7:16, V.M.); y Pablo declaró que si predicara
él otro evangelio que el que había recibido, sería anatema. (Gálatas 1:8.)
"Por lo tanto —preguntó el reformador,— ¿cómo pueden otros formular dogmas
a su antojo e imponerlos como cosas necesarias para la salvación?" —Wylie,
lib. 10, cap. 4. Probó que los decretos de la iglesia no tienen autoridad
cuando están en pugna con los mandamientos de Dios, y sostuvo el gran principio
protestante [285] de que "la Biblia
y la Biblia sola" es la regla de fe y práctica. Este debate, si bien se
desarrolló es un escenario comparativamente obscuro, sirve "para dar a
conocer la clase de hombres que formaban las filas de los reformadores. No eran
controversistas ruidosos, sectarios e indoctos, sino hombres que habían
estudiado la Palabra de Dios y eran diestros en el manejo de las armas de que
se habían provisto en la armería de la Biblia. En cuanto a erudición, estaban
más adelantados que su época. Cuando nos fijamos en los brillantes centros de
Wittenberg y Zurich, y en los nombres ilustres de Lutero y Melanchton, de
Zuinglio y Ecolampadio, se nos suele decir que éstos eran los jefes del
movimiento de la Reforma, y que sería de esperar en ellos un poder prodigioso y
gran acopio de saber, pero que los subalternos no eran como ellos. Pues bien,
si echamos una mirada sobre el obscuro teatro de Suecia y, yendo de los
maestros a los discípulos, nos fijamos en los humildes nombres de Olaf y
Lorenzo Petri, ¿qué encontramos? . . . Pues maestros y teólogos; hombres que
entienden a fondo todo el sistema de la verdad bíblica, y que ganaron fáciles
victorias sobre los sofistas de las escuelas y sobre los dignatarios de
Roma." —Ibid.
Como consecuencia de estas discusiones, el rey
de Suecia aceptó la fe protestante, y poco después la asamblea nacional se
declaró también en favor de ella. El Nuevo Testamento había sido traducido al
idioma sueco por Olaf Petri, y por deseo del rey ambos hermanos emprendieron la
traducción de la Biblia entera. De esta manera, el pueblo sueco recibió por
primera vez la Palabra de Dios en su propio idioma. La dieta dispuso que los
ministros explicasen las Escrituras por todo el reino, y que en las escuelas se
enseñase a los niños a leer la De un
modo constante y seguro, la luz bendita del Evangelio disipaba las tinieblas de
la superstición y de la ignorancia. Libre ya de la opresión de Roma, alcanzó la
nación una fuerza y una grandeza que jamás conociera hasta entonces. Suecia [286] vino a ser uno de los baluartes del
protestantismo. Un siglo más tarde, en tiempo de peligro inminente, esta
pequeña y hasta entonces débil nación —la única en Europa que se atrevió a
prestar su ayuda— intervino en auxilio de Alemania en el terrible conflicto de
la guerra de treinta años. Toda la Europa del norte parecía estar a punto de
caer otra vez bajo la tiranía de Roma. Fueron los ejércitos de Suecia los que
habilitaron a Alemania para rechazar la ola romanista y asegurar tolerancia
para los protestantes —calvinistas y luteranos,— y para devolver la libertad de
conciencia a los pueblos que habían aceptado la Reforma. [287]
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