domingo, 7 de octubre de 2012

En los Países Bajos y Escandinavia


Capítulo 14
EN LOS Países Bajos se levantó muy temprano una enérgica protesta contra la tiranía papal. Setecientos años antes de los tiempos de Lutero, dos obispos que habían sido enviados en delegación a Roma, al darse cuenta del verdadero carácter de la "santa sede," dirigieron sin temor al pontífice romano las siguientes acusaciones: Dios "hizo reina y esposa suya a la iglesia, y la proveyó con bienes abundantes para sus hijos, dotándola con una herencia perenne e incorruptible, entregándole corona y cetro eternos; . . . pero estos favores vos los habéis usurpado como un ladrón. Os introducís en el templo del Señor y en él os eleváis como Dios; en vez de pastor, sois el lobo de las ovejas, . . . e intentáis hacernos creer que sois el obispo supremo cuando no sois más que un tirano.... Lejos de ser siervo de siervos, como a vos mismo os llamáis, sois un intrigante que desea hacerse señor de señores.... Hacéis caer en el desprecio los mandamientos de Dios.... El Espíritu Santo es el edificador de las iglesias en todos los ámbitos del mundo.... La ciudad de nuestro Dios, de la que somos ciudadanos abarca todas las partes del cielo, y es mayor que la que los santos profetas llamaron Babilonia y que aseverando ser divina, se iguala al cielo, se envanece de poseer ciencia inmortal, y finalmente sostiene, aunque sin razón, que nunca erró ni puede errar jamás." —Brandt, History of the Reformation in and about the Low Countries, lib. 1, pág. 6.
Otros hombres se levantaron siglo tras siglo para repetir esta protesta. Y aquellos primitivos maestros que, atravesando diferentes países y conocidos con diferentes nombres, poseían el carácter de los misioneros valdenses y esparcían por todas partes el conocimiento del Evangelio, penetraron en los Países [279] Bajos. Sus doctrinas cundieron con rapidez. Tradujeron la Biblia valdense en verso al holandés. "En ella hay —decían— muchas ventajas; no tiene chanzas, ni fábulas, ni cuentos, ni engaños; sólo tiene palabras de verdad. Bien puede tener por aquí y por allí alguna que otra corteza dura, pero aun en estos trozos no es difícil descubrir la médula y lo dulce de lo bueno y lo santo." —Id., lib. 1, pág. 14. Esto es lo que escribían en el siglo XII los amigos de la antigua fe.
Luego empezaron las persecuciones de Roma; pero en medio de hogueras y tormentos seguían multiplicándose los creyentes que declaraban con firmeza que la Biblia es la única autoridad infalible en materia de religión, y que "ningún hombre debe ser obligado a creer, sino que debe ser persuadido por la predicación." —Martyn, tomo 2, pág. 87.
Las enseñanzas de Lutero hallaron muy propicio terreno en los Países Bajos, y levantáronse hombres fieles y sinceros a predicar el Evangelio. De una de las provincias de Holanda vino Menno Simonis. Educado católico romano, y ordenado para el sacerdocio, desconocía por completo la Biblia, y no quería leerla por temor de ser inducido en herejía. Cuando le asaltó una duda con respecto a la doctrina de la transubstanciación, la consideró como una tentación de Satanás, y por medio de oraciones y confesiones trató, pero en vano, de librarse dé ella. Participando en escenas de disipación, procuró acallar la voz acusadora de su conciencia, pero inútilmente. Después de algún tiempo, fue inducido a estudiar el Nuevo Testamento, y esto unido a los escritos de Lutero, le hizo abrazar la fe reformada. Poco después, presenció en un pueblo vecino la decapitación de un hombre por el delito de haber sido bautizado de nuevo. Esto le indujo a estudiar las Escrituras para investigar el asunto del bautismo de los niños. No pudo encontrar evidencia alguna en favor de él, pero comprobó que en todos los pasajes relativos al bautismo, la condición impuesta para recibirlo era que se manifestase arrepentimiento y fe.
Menno abandonó la iglesia romana y consagró su vida a [280] enseñar las verdades que había recibido. Se había levantado en Alemania y en los Países Bajos cierta clase de fanáticos que defendían doctrinas sediciosas y absurdas, contrarias al orden y a la decencia, y originaban agitaciones y tumultos. Menno previó las funestas consecuencias a que llevarían estos movimientos y se opuso con energía a las erróneas doctrinas y a los designios desenfrenados de los fanáticos. Fueron muchos los que, habiendo sido engañados por aquellos perturbadores, volvieron sobre sus pasos y renunciaron a sus perniciosas doctrinas. Además, quedaban muchos descendientes de los antiguos cristianos, fruto de las enseñanzas de los valdenses. Entre ambas clases de personas trabajó Menno con gran empeño y con mucho éxito.
Viajó durante veinticinco años, con su esposa y sus hijos, y exponiendo muchas veces su vida. Atravesó los Países Bajos y el norte de Alemania, y aunque trabajaba principalmente entre las clases humildes, ejercía dilatada influencia. Dotado de natural elocuencia, si bien de instrucción limitada, era hombre de firme integridad, de espíritu humilde, de modales gentiles, de piedad sincera y profunda; y como su vida era un ejemplo de la doctrina que enseñaba, ganábase la confianza del pueblo. Sus partidarios eran dispersados y oprimidos. Sufrían mucho porque se les confundía con los fanáticos de Munster. Y sin embargo, a pesar de todo, era muy grande el número de los que eran convertidos por su ministerio.
En ninguna parte fueron recibidas las doctrinas reformadas de un modo tan general como en los Países Bajos. Y en pocos países sufrieron sus adherentes tan espantosas persecuciones. En Alemania Carlos V había publicado edictos contra la Reforma, y de buena gana hubiera llevado a la hoguera a todos los partidarios de ella; pero allí estaban los príncipes oponiendo una barrera a su tiranía. En los Países Bajos su poder era mayor, y los edictos de persecución se seguían unos a otros en rápida sucesión. Leer la Biblia, oírla leer, predicarla, o aun referirse a ella en la conversación, era incurrir en la pena de [281] muerte por la hoguera. Orar a Dios en secreto, abstenerse de inclinarse ante las imágenes, o cantar un salmo, eran otros tantos hechos castigados también con la muerte. Aun los que abjuraban de sus errores eran condenados, si eran hombres, a ser degollados, y si eran mujeres, a ser enterradas vivas. Millares perecieron durante los reinados de Carlos y de Felipe II.
En cierta ocasión llevaron ante los inquisidores a toda una familia acusada de no oír misa y de adorar a Dios en su casa. Interrogado el hijo menor respecto de las prácticas de la familia, contestó: "Nos hincamos de rodillas y pedimos a Dios que ilumine nuestra mente y nos perdone nuestros pecados. Rogamos por nuestro soberano, porque su reinado sea próspero y su vida feliz. Pedimos también a Dios que guarde a nuestros magistrados." —Wylie, lib. 18, cap. 6. Algunos de los jueces quedaron hondamente conmovidos, pero, no obstante, el padre y uno de los hijos fueron condenados a la hoguera.
La ira de los perseguidores era igualada por la fe de los mártires. No sólo los hombres sino aun delicadas señoras y doncellas desplegaron un valor inquebrantable. "Las esposas se colocaban al lado de sus maridos en la hoguera y mientras éstos eran envueltos en las llamas, ellas los animaban con palabras de consuelo, o cantándoles" salmos. "Las doncellas, al ser enterradas vivas, se acostaban en sus tumbas con la tranquilidad con que hubieran entrado en sus aposentos o subían a la hoguera y se entregaban a las llamas, vestidas con sus mejores galas, lo mismo que si fueran a sus bodas." —Ibid.
Así como en los tiempos en que el paganismo procuró aniquilar el Evangelio, la sangre de los cristianos era simiente. (Véase Tertuliano, Apología, párr. 50.) La persecución no servía más que para aumentar el número de los testigos de la verdad. Año tras año, el monarca enloquecido de ira al comprobar su impotencia para doblegar la determinación del pueblo, se ensañaba más y más en su obra de exterminio, pero en vano. Finalmente, la revolución acaudillada por el noble [282] Guillermo de Orange dio a Holanda la libertad de adorar a Dios.
En las montañas del Piamonte, en las llanuras de Francia, y en las costas de Holanda, el progreso del Evangelio era señalado con la sangre de sus discípulos. Pero en los países del norte halló pacífica entrada. Ciertos estudiantes de Wittenberg, al regresar a sus hogares, introdujeron la fe reformada en la península escandinava. La publicación de los escritos de Lutero ayudó a esparcir la luz. El pueblo rudo y sencillo del norte se alejó de la corrupción, de la pompa y de las supersticiones de Roma, para aceptar la pureza, la sencillez y las verdades vivificadoras de la Biblia.
Tausen, "el reformador de Dinamarca," era hijo de un campesino. Desde su temprana edad dio pruebas de poseer una inteligencia vigorosa; tenía sed de instruirse; pero no pudiendo aplacarla, debido a las circunstancias de sus padres, entró en un claustro. Allí la pureza de su vida, su diligencia y su lealtad le granjearon la buena voluntad de su superior. Los exámenes demostraron que tenía talento y que podría prestar buenos servicios a la iglesia. Se resolvió permitirle que se educase en una universidad de Alemania o de los Países Bajos. Se le concedió libertad para elegir la escuela a la cual quisiera asistir, siempre que no fuera la de Wittenberg. No convenía exponer al educando a la ponzoña de la herejía, pensaban los frailes.
Tausen fue a Colonia, que era en aquella época uno de los baluartes del romanismo. Pronto le desagradó el misticismo de los maestros de la escuela. Por aquel mismo tiempo llegaron a sus manos los escritos de Lutero. Los leyó maravillado y deleitado; y sintió ardientes deseos de recibir instrucción personal del reformador. Pero no podía conseguirlo sin ofender a su superior monástico ni sin perder su sostén. Pronto tomó su resolución, y se matriculó en la universidad de Wittenberg.
Cuando volvió a Dinamarca se reintegró a su convento. Nadie le sospechaba contagiado de luteranismo; tampoco [283] reveló él su secreto, sino que se esforzó, sin despertar los prejuicios de sus compañeros, en conducirlos a una fe más pura y a una vida más santa. Abrió las Sagradas Escrituras y explicó el verdadero significado de sus doctrinas, y finalmente les predicó a Cristo como la justicia de los pecadores, y su única esperanza de salvación. Grande fue la ira del prior, que había abrigado firmes esperanzas de que Tausen llegase a ser valiente defensor de Roma. Inmediatamente lo cambiaron a otro monasterio, y lo confinaron en su celda, bajo estricta vigilancia.
Con terror vieron sus nuevos guardianes que pronto algunos de los monjes se declaraban ganados al protestantismo. Al través de los barrotes de su encierro, Tausen había comunicado a sus compañeros el conocimiento de la verdad. Si aquellos padres dinamarqueses hubiesen cumplido hábilmente el plan de la iglesia para tratar con la herejía, la voz de Tausen no hubiera vuelto a oírse, pero, en vez de confinarlo para siempre en el silencio sepulcral de algún calabozo subterráneo, le expulsaron del monasterio, y quedaron entonces reducidos a la impotencia. Un edicto real, que se acababa de promulgar, ofrecía protección a los propagadores de la nueva doctrina. Tausen principió a predicar. Las iglesias le fueron abiertas y el pueblo acudía en masa a oírle. Había también otros que predicaban la Palabra de Dios. El Nuevo Testamento fue traducido en el idioma dinamarqués y circuló con profusión. Los esfuerzos que hacían los papistas para detener la obra sólo servían para esparcirla más y más, y al poco tiempo Dinamarca declaró que aceptaba la fe reformada.
En Suecia también, jóvenes que habían bebido en las fuentes de Wittenberg, llevaron a sus compatriotas el agua de la vida. Dos de los caudillos de la Reforma de Suecia, Olaf y Lorenzo Petri, hijos de un herrero de Orebro, estudiaron bajo la dirección de Lutero y de Melanchton, y con diligencia se pusieron a enseñar las mismas verdades en que fueron instruídos. Como el gran reformador, Olaf, con su fervor y su elocuencia, despertaba al pueblo, mientras que Lorenzo, como [284] Melanchton, era sabio, juicioso, y de ánimo sereno. Ambos eran hombres de piedad ardiente, de profundos conocimientos teológicos y de un valor a toda prueba al luchar por el avance de la verdad. No faltó la oposición de los papistas. Los sacerdotes católicos incitaban a las multitudes ignorantes y supersticiosas. La turba asaltó repetidas veces a Olaf Petri, y en más de una ocasión sólo a duras penas pudo escapar con vida. Sin embargo, estos reformadores eran favorecidos y protegidos por el rey.
Bajo el dominio de la iglesia romana el pueblo quedaba sumido en la miseria y deprimido por la opresión. Carecía de las Escrituras, y como tenía una religión de puro formalismo y ceremonias, que no daba luz al espíritu, la gente regresaba a las creencias supersticiosas y a las prácticas paganas de sus antepasados. La nación estaba dividida en facciones que contendían unas con otras, lo cual agravaba la miseria general del pueblo. El rey decidió reformar la iglesia y el estado y acogió cordialmente a esos valiosos auxiliares en su lucha contra Roma.
En presencia del monarca y de los hombres principales de Suecia, Olaf Petri defendió con mucha habilidad las doctrinas de la fe reformada, contra los campeones del romanismo. Manifestó que las doctrinas de los padres de la iglesia no debían aceptarse sino cuando concordasen con lo que dice la Sagrada Escritura, y que las doctrinas esenciales de la fe están expresadas en la Biblia de un modo claro y sencillo, que todos pueden entender. Cristo dijo: "Mi enseñanza no es mía, sino de Aquel que me envió" (S. Juan 7:16, V.M.); y Pablo declaró que si predicara él otro evangelio que el que había recibido, sería anatema. (Gálatas 1:8.) "Por lo tanto —preguntó el reformador,— ¿cómo pueden otros formular dogmas a su antojo e imponerlos como cosas necesarias para la salvación?" —Wylie, lib. 10, cap. 4. Probó que los decretos de la iglesia no tienen autoridad cuando están en pugna con los mandamientos de Dios, y sostuvo el gran principio protestante [285] de que "la Biblia y la Biblia sola" es la regla de fe y práctica. Este debate, si bien se desarrolló es un escenario comparativamente obscuro, sirve "para dar a conocer la clase de hombres que formaban las filas de los reformadores. No eran controversistas ruidosos, sectarios e indoctos, sino hombres que habían estudiado la Palabra de Dios y eran diestros en el manejo de las armas de que se habían provisto en la armería de la Biblia. En cuanto a erudición, estaban más adelantados que su época. Cuando nos fijamos en los brillantes centros de Wittenberg y Zurich, y en los nombres ilustres de Lutero y Melanchton, de Zuinglio y Ecolampadio, se nos suele decir que éstos eran los jefes del movimiento de la Reforma, y que sería de esperar en ellos un poder prodigioso y gran acopio de saber, pero que los subalternos no eran como ellos. Pues bien, si echamos una mirada sobre el obscuro teatro de Suecia y, yendo de los maestros a los discípulos, nos fijamos en los humildes nombres de Olaf y Lorenzo Petri, ¿qué encontramos? . . . Pues maestros y teólogos; hombres que entienden a fondo todo el sistema de la verdad bíblica, y que ganaron fáciles victorias sobre los sofistas de las escuelas y sobre los dignatarios de Roma." —Ibid.
Como consecuencia de estas discusiones, el rey de Suecia aceptó la fe protestante, y poco después la asamblea nacional se declaró también en favor de ella. El Nuevo Testamento había sido traducido al idioma sueco por Olaf Petri, y por deseo del rey ambos hermanos emprendieron la traducción de la Biblia entera. De esta manera, el pueblo sueco recibió por primera vez la Palabra de Dios en su propio idioma. La dieta dispuso que los ministros explicasen las Escrituras por todo el reino, y que en las escuelas se enseñase a los niños a leer la  De un modo constante y seguro, la luz bendita del Evangelio disipaba las tinieblas de la superstición y de la ignorancia. Libre ya de la opresión de Roma, alcanzó la nación una fuerza y una grandeza que jamás conociera hasta entonces. Suecia [286] vino a ser uno de los baluartes del protestantismo. Un siglo más tarde, en tiempo de peligro inminente, esta pequeña y hasta entonces débil nación —la única en Europa que se atrevió a prestar su ayuda— intervino en auxilio de Alemania en el terrible conflicto de la guerra de treinta años. Toda la Europa del norte parecía estar a punto de caer otra vez bajo la tiranía de Roma. Fueron los ejércitos de Suecia los que habilitaron a Alemania para rechazar la ola romanista y asegurar tolerancia para los protestantes —calvinistas y luteranos,— y para devolver la libertad de conciencia a los pueblos que habían aceptado la Reforma. [287]

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