Capítulo 16
EN EL siglo XVI la Reforma, presentando a los
pueblos la Biblia abierta, procuró entrar en todos los países de Europa.
Algunas naciones le dieron la bienvenida como a mensajera del cielo. En otros
países el papado consiguió hasta cierto punto cerrarle la entrada; y la luz del
conocimiento de la Biblia, con sus influencias ennoblecedoras, quedó excluída
casi por completo. Hubo un país donde, aunque la luz logró penetrar, las
tinieblas no permitieron apreciarla. Durante siglos, la verdad y el error se
disputaron el predominio. Triunfó al fin el mal y la verdad divina fue
desechada. "Esta es la condenación, que la luz ha venido al mundo, y los
hombres amaron más las tinieblas que la luz." (S. Juan 3: 19, V.M.)
Aquella nación tuvo que cosechar los resultados del mal que ella misma se había
escogido. El freno del Espíritu de Dios le fue quitado al pueblo que había
despreciado el don de su gracia. Se permitió al mal que llegase a su madurez, y
todo el mundo pudo palpar las consecuencias de este rechazamiento voluntario de
la luz.
La guerra que se hizo en Francia contra la
Biblia durante tantos siglos llegó a su mayor grado en los días de la
Revolución. Esa terrible insurrección del pueblo no fue sino resultado natural
de la supresión que Roma había hecho de las Sagradas Escrituras. (Véase el
Apéndice.) Fue la ilustración más elocuente que jamás presenciara el mundo, de
las maquinaciones de la política papal, y una ilustración de los resultados
hacia los cuales tendían durante más de mil años las enseñanzas de la iglesia
de Roma.
La supresión de las Sagradas Escrituras
durante el período de la supremacía papal había sido predicha por los profetas;
y [309] el revelador había señalado
también los terribles resultados que iba a tener especialmente para Francia el
dominio "del hombre de pecado."
Dijo el ángel del Señor: "Hollarán la
Santa Ciudad, cuarenta y dos meses. Y daré autoridad a mis dos testigos, los
cuales profetizarán mil doscientos sesenta días, vestidos de sacos.... Y cuando
hayan acabado de dar su testimonio, la bestia que sube del abismo hará guerra
contra ellos, y prevalecerá contra ellos, y los matará. Y sus cuerpos muertos
yacerán en la plaza de la gran ciudad, que se llama simbólicamente Sodoma y
Egipto, en donde también el Señor de ellos fue crucificado.... Y los que
habitan sobre la tierra se regocijan sobre ellos, y hacen fiesta, y se envían
regalos los unos a los otros; porque estos dos profetas atormentaron a los que
habitan sobre la tierra. Y después de los tres días y medio, el espíritu de
vida, venido de Dios, entró en ellos, y se levantaron sobre sus pies: y cayó
gran temor sobre los que lo vieron." (Apocalipsis 11: 2-11, V.M.)
Los "cuarenta y dos meses" y los
"mil doscientos sesenta días" designan el mismo plazo, o sea el
tiempo durante el cual la iglesia de Cristo iba a sufrir bajo la opresión de
Roma. Los 1260 años del dominio temporal del papa comenzaron en el año 538 de
J. C. y debían terminar en 1798 (Véase el Apéndice.) En dicha fecha, entró en
Roma un ejército francés que tomó preso al papa, el cual murió en el destierro.
A pesar de haberse elegido un nuevo papa al poco tiempo, la jerarquía
pontificia no volvió a alcanzar el esplendor y poderío que antes tuviera.
La persecución contra la iglesia no continuó
durante todos los 1260 años. Dios, usando de misericordia con su pueblo, acortó
el tiempo de tan horribles pruebas. Al predecir la "gran tribulación"
que había de venir sobre la iglesia, el Salvador había dicho: "Si aquellos
días no fuesen acortados, ninguna carne sería salva; mas por causa de los
escogidos, aquellos días serán acortados." (S. Mateo 24: 22.) Debido a la
influencia de [310] los acontecimientos
relacionados con la Reforma, las persecuciones cesaron antes del año 1798.
Y acerca de los dos testigos, el profeta
declara más adelante: "Estos son los dos olivos y los dos candelabros, que
están delante de la presencia del Señor de toda la tierra." "Lámpara
es a mis pies tu palabra —dijo el salmista,— y luz a mi camino."
(Apocalipsis 11: 4; Salmo 119: 105, V.M.) Estos dos testigos representan las
Escrituras del Antiguo Testamento y del Nuevo. Ambos son testimonios
importantes del origen y del carácter perpetuo de la ley de Dios. Ambos
testifican también acerca del plan de salvación. Los símbolos, los sacrificios
y las profecías del Antiguo Testamento se refieren a un Salvador que había de
venir. Y los Evangelios y las epístolas del Nuevo Testamento hablan de un
Salvador que vino tal como fuera predicho por los símbolos y la profecía.
"Los cuales profetizarán mil doscientos
sesenta días, vestidos de sacos." Durante la mayor parte de dicho período
los testigos de Dios permanecieron en obscuridad. El poder papal procuró
ocultarle al pueblo la Palabra de verdad y poner ante él testigos falsos que
contradijeran su testimonio. (Véase el Apéndice.) Cuando la Biblia fue
prohibida por las autoridades civiles y religiosas, cuando su testimonio fue
pervertido y se hizo cuanto pudieron inventar los hombres y los demonios para
desviar de ella la atención de la gente, y cuando los que osaban proclamar sus
verdades sagradas fueron perseguidos, entregados, atormentados, confinados en
las mazmorras, martirizados por su fe u obligados a refugiarse en las
fortalezas de los montes y en las cuevas de la tierra, fue entonces cuando los
fieles testigos profetizaron vestidos de sacos. No obstante, siguieron dando su
testimonio durante todo el período de 1260 años. Aun en los tiempos más
sombríos hubo hombres fieles que amaron la Palabra de Dios y se manifestaron celosos
por defender su honor. A estos fieles siervos de Dios les fueron dados poder,
sabiduría y autoridad para que divulgasen la verdad durante todo este período. [311]
"Y si alguno procura dañarlos, fuego
procede de sus bocas, y devora a sus enemigos; y si alguno procurare dañarlos,
es menester que de esta manera sea muerto." (Apocalipsis 11: 5, V.M.) Los
hombres no pueden pisotear impunemente la Palabra de Dios. El significado de
tan terrible sentencia resalta en el último capítulo del Apocalipsis: "Yo protesto
a cualquiera que oye las palabras de la profecía de este libro: Si alguno
añadiere a estas cosas, Dios pondrá sobre él las plagas que están escritas en
este libro. Y si alguno quitare de las palabras del libro de esta profecía,
Dios quitará su parte del libro de la vida, y de la santa ciudad, y de las
cosas que están escritas en este libro." (Apocalipsis 22: 18, 19.)
Tales son los avisos que ha dado Dios para que
los hombres se abstengan de alterar lo revelado o mandado por él. Estas
solemnes denuncias se refieren a todos los que con su influencia hacen que
otros consideren con menosprecio la ley de Dios. Deben hacer temblar y temer a
los que declaran con liviandad que poco importa que obedezcamos o no
obedezcamos a la ley de Dios. Todos los que alteran el significado preciso de
las Sagradas Escrituras sobreponiéndoles sus opiniones particulares, y los que
tuercen los preceptos de la Palabra divina ajustándolos a sus propias
conveniencias, o a las del mundo, se arrogan terrible responsabilidad. La Palabra
escrita, la ley de Dios, medirá el carácter de cada individuo y condenará a
todo el que fuere hallado falto por esta prueba infalible.
"Y cuando hayan acabado [estén acabando]
de dar su testimonio.' El período en que los dos testigos iban a testificar
"vestidos de sacos" terminó en 1798. Cuando estuviesen por concluir
su obra en la obscuridad, les haría la guerra el poder representado por
"la bestia que sube del abismo." En muchas de las naciones de Europa
los poderes que gobernaban la iglesia y el estado habían permanecido bajo el
dominio de Satanás por medio del papado. Mas aquí se deja ver una nueva
manifestación del poder satánico.
Con el pretexto de reverenciar las Escrituras,
Roma las [312] había mantenido
aprisionadas en una lengua desconocida, y las había ocultado al pueblo. Durante
la época de su dominio los testigos profetizaron "vestidos de sacos;"
pero, otro poder —la bestia que sube del abismo— iba a levantarse a combatir
abiertamente contra la Palabra de Dios.
La "gran ciudad" en cuyas calles son
asesinados los testigos y donde yacen sus cuerpos muertos, "se llama
simbólicamente Egipto." De todas las naciones mencionadas en la historia
de la Biblia, fue Egipto la que con más osadía negó la existencia del Dios vivo
y se opuso a sus mandamientos. Ningún monarca resistió con tanto descaro a la
autoridad del cielo, como el rey de Egipto. Cuando se presentó Moisés ante él
para comunicarle el mensaje del Señor, el faraón contestó con arrogancia:
"¿Quién es Jehová, para que yo oiga su voz y deje ir a Israel? Yo no
conozco a Jehová, ni tampoco dejaré ir a Israel." (Éxodo 5: 2.) Esto es
ateísmo; y la nación representada por Egipto iba a oponerse de un modo parecido
a la voluntad del Dios vivo, y a dar pruebas del mismo espíritu de incredulidad
y desconfianza. La "gran ciudad" es también comparada
"simbólicamente" con Sodoma. La corrupción de Sodoma al quebrantar la
ley de Dios fue puesta de manifiesto especialmente en la vida disoluta. Y este
pecado iba a ser también rasgo característico de la nación que cumpliría lo que
estaba predicho en este pasaje.
En conformidad con lo que dice el profeta, se
iba a ver en aquel tiempo, poco antes del año 1798, que un poder de origen y
carácter satánicos se levantaría para hacer guerra a la Biblia. Y en la tierra
en que de aquella manera iban a verse obligados a callar los dos testigos de
Dios, se manifestarían el ateísmo del faraón y la disolución de Sodoma.
Esta profecía se cumplió de un modo muy
preciso y sorprendente en la historia de Francia. Durante la Revolución, en
1793, "el mundo oyó por primera vez a toda una asamblea de hombres nacidos
y educados en la civilización, que se habían arrogado el derecho de gobernar a
una de las más admirables [313] naciones
europeas, levantar unánime voz para negar la verdad más solemne para las almas
y renunciar de común acuerdo a la fe y a la adoración que se deben tributar a
la Deidad." —Sir Walter Scott, Life of Napoleon Bonaparte, tomo 1, cap.
17. "Francia ha sido la única nación del mundo acerca de la cual consta en
forma auténtica que fue una nación erguida en rebelión contra el Autor del
universo. Muchos blasfemos, muchos infieles hay y seguirá habiéndolos en
Inglaterra, Alemania, España y en otras partes; pero Francia es la única nación
en la historia del mundo, que por decreto de su asamblea legislativa, declaró
que no hay Dios, cosa que regocijó a todos los habitantes de la capital, y
entre una gran mayoría de otros pueblos, cantaron y bailaron hombres y mujeres
al aceptar el manifiesto." —Blackwood's Magazine, noviembre, 1870.
Francia presentó también la característica que
más distinguió a Sodoma. Durante la Revolución manifestóse una condición moral
tan degradada y corrompida que puede compararse con la que acarreó la
destrucción de las ciudades de la llanura. Y el historiador presenta juntos el
ateísmo y la prostitución de Francia, tal como nos los da la profecía:
"Íntimamente relacionada con estas leyes que afectan la religión, se
encontraba aquella que reducía la unión matrimonial —el contrato más sagrado
que puedan hacer seres humanos, y cuya permanencia y estabilidad contribuye
eficacísimamente a la consolidación de la sociedad— a un mero convenio civil de
carácter transitorio, que dos personas cualesquiera podían celebrar o deshacer
a su antojo.... Si los demonios se hubieran propuesto inventar la manera más
eficaz de destruir todo lo que existe de venerable, de bueno o de permanente en
la vida doméstica, con la seguridad a la vez de que el daño que intentaban
hacer se perpetuaría de generación en generación, no habrían podido echar mano
de un plan más adecuado que el de la degradación del matrimonio.... Sofía
Arnoult, notable actriz que se distinguía por la agudeza de sus dichos, definió
el [314] casamiento republicano como 'el
sacramento del adulterio.'" —Scott, tomo 1, cap. 17.
"En donde también el Señor de ellos fue
crucificado." En Francia se cumplió también este rasgo de la profecía. En
ningún otro país se había desarrollado tanto el espíritu de enemistad contra
Cristo. En ninguno había hallado la verdad tan acerba y cruel oposición. En la
persecución con que Francia afligió a los que profesaban el Evangelio,
crucificó también a Cristo en la persona de sus discípulos.
Siglo tras siglo la sangre de los santos había
sido derramada. Mientras los valdenses sucumbían en las montañas del Piamonte
"a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús," sus
hermanos, los albigenses de Francia, testificaban de la misma manera por la
verdad. En los días de la Reforma los discípulos de ésta habían sucumbido en
medio de horribles tormentos. Reyes y nobles, mujeres de elevada alcurnia,
delicadas doncellas, la flor y nata de la nación, se habían recreado viendo las
agonías de los mártires de Jesús. Los valientes hugonotes, en su lucha por los
derechos más sagrados al corazón humano, habían derramado su sangre en muchos y
rudos combates. Los protestantes eran considerados como fuera de la ley; sus
cabezas eran puestas a precio y se les cazaba como a fieras.
La "iglesia del desierto," es decir,
los pocos descendientes de los antiguos cristianos que aún quedaban en Francia
en el siglo XVIII, escondidos en las montañas del sur, seguían apegados a la fe
de sus padres. Cuando se arriesgaban a congregarse en las faldas de los montes
o en los páramos solitarios, eran cazados por los soldados y arrastrados a las
galeras donde llevaban una vida de esclavos hasta su muerte. A los habitantes
más morales, más refinados e inteligentes de Francia se les encadenaba y
torturaba horriblemente entre ladrones y asesinos. (Wylie, lib. 22, cap. 6.) Otros,
tratados con más misericordia, eran muertos a sangre fría y a balazos, mientras
que indefensos oraban de rodillas. Centenares de ancianos, de mujeres
indefensas y de niños inocentes, eran dejados muertos [315] en el mismo lugar donde se habían reunido
para celebrar su culto. Al recorrer la falda del monte o el bosque para acudir
al punto en donde solían reunirse, no era raro hallar "a cada trecho,
cadáveres que maculaban la hierba o que colgaban de los árboles." Su país,
asolado por la espada, el hacha y la hoguera, "se había convertido en
vasto y sombrío yermo." "Estas atrocidades no se cometieron en la
Edad Media, sino en el siglo brillante de Luis XIV, en que se cultivaba la
ciencia y florecían las letras; cuando los teólogos de la corte y de la capital
eran hombres instruídos y elocuentes y que afectaban poseer las gracias de la
mansedumbre y del amor." —Id., cap. 7.
Pero lo más inicuo que se registra en el
lóbrego catálogo de los crímenes, el más horrible de los actos diabólicos de
aquella sucesión de siglos espantosos, fue la "matanza de San
Bartolomé." Todavía se estremece horrorizado el mundo al recordar las
escenas de aquella carnicería, la más vil y alevosa que se registra. El rey de
Francia instado por los sacerdotes y prelados de Roma sancionó tan espantoso
crimen. El tañido de una campana, resonando a medianoche, dio la señal del
degüello. Millares de protestantes que dormían tranquilamente en sus casas,
confiando en la palabra que les había dado el rey, asegurándoles protección,
fueron arrastrados a la calle sin previo aviso y asesinados a sangre fría.
Así como Cristo era el jefe invisible de su
pueblo cuando salió de la esclavitud de Egipto, así lo fue Satanás de sus
súbditos cuando acometieron la horrenda tarea de multiplicar el número de los
mártires. La matanza continuó en París por siete días, con una furia
indescriptible durante los tres primeros. Y no se limitó a la ciudad, sino que
por decreto especial del rey se hizo extensiva a todas las provincias y pueblos
donde había protestantes. No se respetaba edad ni sexo. No escapaba el inocente
niño ni el anciano de canas. Nobles y campesinos, viejos y jóvenes, madres y
niños, sucumbían juntos. La matanza siguió en Francia por espacio de dos meses.
Perecieron en ella setenta mil personas de la flor y nata de la nación. [316]
"Cuando la noticia de la matanza llegó a
Roma, el regocijo del clero no tuvo límites. El cardenal de Lorena premió al
mensajero con mil duros; el cañón de San Angelo tronó en alegres salvas; se
oyeron las campanas de todas las torres; innumerables fogatas convirtieron la
noche en día; y Gregorio XIII acompañado de los cardenales y otros dignatarios
eclesiásticos, se encaminó en larga procesión hacia la iglesia de San Luis,
donde el cardenal de Lorena cantó el Te Deum.... Se acuñó una medalla para
conmemorar la matanza, y aun pueden verse en el Vaticano tres frescos de
Vasari, representando la agresión contra el almirante, al rey en el concilio
maquinando la matanza, y la matanza misma. Gregorio envió a Carlos la Rosa de
Oro; y a los cuatro meses de la matanza, . . . escuchó complacido el sermón de
un sacerdote francés, . . . que habló de 'ese día tan lleno de dicha y alegría,
cuando el santísimo padre recibió la noticia y se encaminó hacia San Luis en
solemne comitiva para dar gracias a Dios.' " —H. White, The Massacre of St.
Bartholomew, cap. 14.
El mismo espíritu maestro que impulsó la
matanza de San Bartolomé fue también el que dirigió las escenas de la
Revolución. Jesucristo fue declarado impostor, y el grito de unión de los
incrédulos franceses era: "Aplastad al infame," lo cual decían
refiriéndose a Cristo. Las blasfemias contra el cielo y las iniquidades más
abominables se daban la mano, y eran exaltados a los mejores puestos los
hombres más degradados y los más entregados al vicio y a la crueldad. En todo
esto no se hacía más que tributar homenaje supremo a Satanás, mientras que se
crucificaba a Cristo en sus rasgos característicos de verdad, pureza y amor
abnegado.
"La bestia que sube del abismo hará
guerra contra ellos, y prevalecerá contra ellos y los matará." El poder
ateo que gobernó a Francia durante la Revolución y el reinado del terror, hizo
a Dios y a la Biblia una guerra como nunca la presenciara el mundo. El culto de
la Deidad fue abolido por la asamblea nacional. Se recogían Biblias para
quemarlas en las calles [317] haciendo
cuanta burla de ellas se podía. La ley de Dios fue pisoteada; las instituciones
de la Biblia abolidas; el día del descanso semanal fue abandonado y en su lugar
se consagraba un día de cada diez a la orgía y a la blasfemia. El bautismo y la
comunión quedaron prohibidos. Y en los sitios más a la vista en los cementerios
se fijaron avisos en que se declaraba que la muerte era un sueño eterno.
El temor de Dios, decían, dista tanto de ser
el principio de la sabiduría que más bien puede considerársele como principio
de la locura. Quedó prohibida toda clase de culto religioso a excepción del
tributado a la libertad y a la patria. El "obispo constitucional de París
fue empujado a desempeñar el papel más importante en la farsa más desvergonzada
que jamás fuera llevada a cabo ante una representación nacional.... Lo sacaron
en pública procesión para que manifestase a la convención que la religión que
él había enseñado por tantos años, era en todos respectos una tramoya del
clero, sin fundamento alguno en la historia ni en la verdad sagrada. Negó
solemnemente y en los términos más explícitos la existencia de la Deidad a cuyo
culto se había consagrado él y ofreció que en lo sucesivo se dedicaría a rendir
homenaje a la libertad, la igualdad, la virtud y la moral. Colocó luego sobre
una mesa sus ornamentos episcopales y recibió un abrazo fraternal del
presidente de la convención. Varios sacerdotes apóstatas imitaron el ejemplo
del prelado." —Scott, tomo 1, cap. 17.
"Y los que habitan sobre la tierra se
regocijan sobre ellos, y hacen fiesta; y se envían regalos los unos a los
otros; porque estos dos profetas atormentaron a los que habitan sobre la
tierra." La Francia incrédula había acallado las voces de reprensión de
los testigos de Dios. La Palabra de verdad yacía muerta en sus calles y los que
odiaban las restricciones y los preceptos de la ley de Dios se llenaron de
júbilo. Los hombres desafiaban públicamente al Rey de los cielos, y gritaban
como los pecadores de la antigüedad: "¿Cómo sabe Dios? ¿y hay conocimiento
en lo alto?" (Salmo 73: 11.) [318]
Uno de los sacerdotes del nuevo orden,
profiriendo terribles blasfemias, dijo: "¡Dios! si es cierto que existes,
toma venganza de las injurias que se hacen a tu nombre. ¡Yo te desafío! Guardas
silencio; no te atreves a descargar tus truenos. Entonces ¿quién va a creer que
existes?" —M. Ch. Lacretelle, Histoire de France pendant le dixhuitième
siècle, tomo 2, pág. 309. ¡Qué eco tan fiel de la pregunta de Faraón: "¿Quién
es Jehová, para que yo oiga su voz?" "No conozco a Jehová"!
"Dijo el necio en su corazón: No hay
Dios." (Salmo 14: 1.) Y el Señor declara respecto de los que pervierten la
verdad que "se hará manifiesta a todos su necedad." (2 Timoteo 3: 9, V.M.) Después que hubo renunciado al culto del Dios vivo, "el Alto y el
Excelso que habita la eternidad," cayó Francia al poco tiempo en una
idolatría degradante rindiendo culto a la diosa de la razón en la persona de
una mujer libertina. ¡Y esto en la cámara representativa de la nación y por
medio de las más altas autoridades civiles y legislativas! Dice el historiador:
"Una de las ceremonias de aquel tiempo de locura no tiene igual por lo
absurdo combinado con lo impío. Las puertas de la convención se abrieron de par
en par para dar entrada a los músicos de la banda que precedía a los miembros
del cuerpo municipal que entraron en solemne procesión, cantando un himno a la
libertad y escoltando como objeto de su futura adoración a una mujer cubierta
con un velo y a la cual llamaban la diosa de la razón. Cuando llegó ésta al
lugar que le estaba reservado, le fue quitado el velo con gran ceremonial, y se
le dio asiento a la derecha del presidente, reconociendo todos ellos en ella a
una bailarina de la ópera.... A esta mujer rindió público homenaje la
convención nacional de Francia, considerándola como la representación más
perfecta de la razón que ellos veneraban.
"Esta momería sacrílega y ridícula estuvo
de moda; y la instalación de la diosa de la razón fue imitada en algunas
poblaciones del país que deseaban demostrar que se hallaban a la altura de la
Revolución." —Scott, tomo 1, cap. 17. [319]
El orador que introdujo el culto de la razón,
se expresó en estos términos: "¡Legisladores! El fanatismo ha cedido su
puesto a la razón; sus turbios ojos no han podido resistir el brillo de la luz.
Un pueblo inmenso se ha trasladado hoy a esas bóvedas góticas, en las que por
vez primera han repercutido los ecos de la verdad. Allí han celebrado los
franceses el único culto verdadero: el de la libertad, el de la razón. Allí
hemos hecho votos por la prosperidad de las armas de la República; allí hemos
abandonado inanimados ídolos para seguir a la razón, a esta imagen animada, la
obra más sublime de la naturaleza." —M. A. Thiers, Historia de la
Revolución Francesa, cap. 29.
Al ser presentada la diosa ante la convención,
la tomó el orador de la mano y dirigiéndose a toda la asamblea, dijo:
"Mortales, cesad de temblar ante los truenos impotentes de un Dios que
vuestros temores crearon. No reconozcáis de hoy en adelante otra divinidad que
la razón. Yo os presento su imagen más noble y pura; y, si habéis de tener
ídolos, ofreced sacrificios solamente a los que sean como éste.... ¡Caiga ante
el augusto senado de la libertad, el velo de la razón!. . .
"La diosa, después de haber sido abrazada
por el presidente, tomó asiento en una magnífica carroza que condujeron por
entre el inmenso gentío hasta la catedral de Notre Dame, para reemplazar a la
Deidad. La elevaron sobre el altar mayor y recibió la adoración de todos los
que estaban presentes."— Alison, tomo 1, cap. 10.
Poco después de esto procedieron a quemar
públicamente la Biblia. En cierta ocasión "la Sociedad Popular del
Museo" entró en el salón municipal gritando: ¡Vive la Raison! y llevando
en la punta de un palo los fragmentos de varios libros que habían sacado de las
llamas, quemados en parte; entre otros, breviarios, misales, y el Antiguo y
Nuevo Testamentos que "expiaron en un gran fuego —dijo el presidente—
todas las locuras en que por causa de ellos había incurrido la raza
humana." —Journal de París, 14 de nov. de 1793 (No. 318, pág. 1279). [320]
El romanismo había principiado la obra que el
ateísmo se encargaba de concluir. A la política de Roma se debía la condición
social, política y religiosa que empujaba a Francia hacia la ruina. No faltan
los autores que, refiriéndose a los horrores de la Revolución, admiten que de
esos excesos debe hacerse responsables al trono y a la iglesia. (Véase el
Apéndice.) En estricta justicia debieran atribuirse a la iglesia sola. El
romanismo había enconado el ánimo de los monarcas contra la Reforma, haciéndola
aparecer como enemiga de la corona, como elemento de discordia que podía ser
fatal a la paz y a la buena marcha de la nación. Fue el genio de Roma el que
por este medio inspiró las espantosas crueldades y la acérrima opresión que
procedían del trono.
El espíritu de libertad acompañaba a la
Biblia. Doquiera se le recibiese, el Evangelio despertaba la inteligencia de
los hombres. Estos empezaban por arrojar las cadenas que por tanto tiempo los
habían tenido sujetos a la ignorancia, al vicio y a la superstición. Empezaban
a pensar y a obrar como hombres. Al ver esto los monarcas temieron por la
suerte de su despotismo.
Roma no fue tardía para inflamar los temores y
los celos de los reyes. Decía el papa al regente de Francia en 1525: "Esta
manía [el protestantismo] no sólo confundirá y acabará con la religión, sino
hasta con los principados, con la nobleza, con las leyes, con el orden y con
las jerarquías." —G. de Felice, Histoire des Protestants de France, lib.
1, cap. 2. Y pocos años después un nuncio papal le daba este aviso al rey:
"Señor, no os engañéis. Los protestantes van a trastornar tanto el orden
civil como el religioso.... El trono peligra tanto como el altar. . . . Al
introducirse una nueva religión se introduce necesariamente un nuevo
gobierno." —D'Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de Calvin, lib.
2, cap. 36. Y los teólogos apelaban a las preocupaciones del pueblo al declarar
que las doctrinas protestantes "seducen a los hombres hacia las novedades
y la locura; roban así al rey el afecto leal de sus súbditos [321] y destruyen la iglesia y el estado al mismo
tiempo." De ese modo logró Roma predisponer a Francia contra la Reforma.
"Y la espada de la persecución se desenvainó por primera vez en Francia
para sostener el trono, resguardar a los nobles y conservar las leyes."
—Wylie, lib. 13, cap. 4.
Poco previeron los reyes cuán fatales iban a
ser los resultados de tan odiosa política. Las enseñanzas de la Biblia eran las
que hubieran podido implantar en las mentes y en los corazones de los hombres
aquellos principios de justicia, de templanza, de verdad, de equidad y de
benevolencia, que son la piedra angular del edificio de la prosperidad de un
pueblo. "La justicia engrandece la nación." Y con ella "será afirmado el
trono." (Proverbios 14: 34; 16: 12.) "El efecto de la justicia será
paz; y la labor de justicia, reposo y seguridad para siempre." (Isaías 32:
17.) El que obedece las leyes divinas es el que mejor respetará y acatará las
leyes de su país. El que teme a Dios honrará al rey en el ejercicio de su
autoridad justa y legítima. Pero por desgracia Francia prohibió la Biblia y
desterró a sus discípulos. Siglo tras siglo hubo hombres de principios e
integridad, de gran inteligencia y de fuerza moral, que tuvieron valor para
confesar sus convicciones y fe suficiente para sufrir por la verdad — siglo
tras siglo estos hombres penaron como esclavos en las galeras, y perecieron en
la hoguera o los dejaron que se pudrieran en tenebrosas e inmundas mazmorras.
Miles y miles se pusieron en salvo huyendo; y esto duró doscientos cincuenta
años después de iniciada la Reforma.
"Casi no hubo generación de franceses
durante ese largo período de tiempo que no fuera testigo de la fuga de los
discípulos del Evangelio que huían para escapar de la furia insensata de sus
perseguidores, llevándose consigo la inteligencia, las artes, la industria y el
carácter ordenado que por lo general los distinguían y contribuían luego a
enriquecer a los países donde encontraban refugio. Pero en la medida en que
enriquecían otros países con sus preciosos dones, despojaban al suyo propio. Si
hubieran permanecido en Francia todos los [322]
que la abandonaron; si por espacio de trescientos años la pericia industrial de
aquéllos hubiera sido empleada en cultivar el suelo de su país, en hacer
progresar las manufacturas; si durante estos trescientos años el genio creador
de los mismos, junto con su poder analítico, hubiera seguido enriqueciendo la
literatura y cultivando las ciencias de Francia; si hubiera sido dedicada la
sabiduría de tan nobles hijos a dirigir sus asambleas, su valor a pelear sus
batallas, y su equidad a formular las leyes, y la religión de la Biblia a
robustecer la inteligencia y dirigir las conciencias del pueblo, ¡qué inmensa
gloria no tendría Francia hoy ! ¡ Qué grande, qué próspera y qué dichoso país
no sería! . . . ¡Toda una nación modelo!
"Pero un fanatismo ciego e inexorable
echó de su suelo a todos los que enseñaban la virtud, a los campeones del orden
y a los honrados defensores del trono; dijo a los que hubieran podido dar a su
país 'renombre y gloria': Escoged entre la hoguera o el destierro. Al fin la
ruina del estado fue completa; ya no quedaba en el país conciencia que
proscribir, religión que arrastrar a la hoguera ni patriotismo que
desterrar." — Wylie, lib. 13, cap. 20. Todo lo cual dio por resultado la
Revolución con sus horrores.
"Con la huída de los hugonotes quedó
Francia sumida en general decadencia. Florecientes ciudades manufactureras
quedaron arruinadas; los distritos más fértiles volvieron a quedar baldíos, el
entorpecimiento intelectual y el decaimiento de la moralidad sucedieron al
notable progreso que antes imperara. París quedó convertido en un vasto asilo:
asegúrase que precisamente antes de estallar la Revolución doscientos mil
indigentes dependían de los socorros del rey. Únicamente los jesuítas
prosperaban en la nación decaída, y gobernaban con infame tiranía sobre las
iglesias y las escuelas, las cárceles y las galeras."
El Evangelio hubiera dado a Francia la
solución de estos problemas políticos y sociales que frustraron los propósitos
de su clero, de su rey y de sus gobernantes, y arrastraron [323] finalmente a la nación entera a la anarquía
y a la ruina. Pero bajo el dominio de Roma el pueblo había perdido las benditas
lecciones de sacrificio y de amor que diera el Salvador. Todos se habían
apartado de la práctica de la abnegación en beneficio de los demás. Los ricos
no tenían quien los reprendiera por la opresión con que trataban a los pobres,
y a éstos nadie los aliviaba de su degradación y servidumbre. El egoísmo de los
ricos y de los poderosos se hacía más y más manifiesto y avasallador. Por
varios siglos el libertinaje y la ambición de los nobles habían impuesto a los
campesinos extorsiones agotadoras. El rico perjudicaba al pobre y éste odiaba
al rico.
En muchas provincias sucedía que los nobles
eran dueños del suelo y los de las clases trabajadoras simples arrendatarios; y
de este modo, el pobre estaba a merced del rico, y se veía obligado a someterse
a sus exorbitantes exigencias. La carga del sostenimiento de la iglesia y del
estado pesaba sobre los hombros de las clases media y baja del pueblo, las
cuales eran recargadas con tributos por las autoridades civiles y por el clero.
"El placer de los nobles era considerado como ley suprema; y que el
labriego y el campesino pereciesen de hambre no era para conmover a sus
opresores.... En todo momento el pueblo debía velar exclusivamente por los
intereses del propietario. Los agricultores llevaban una vida de trabajo duro y
continuo, y de una miseria sin alivio; y si alguna vez osaban quejarse se les
trataba con insolente desprecio. En los tribunales siempre se fallaba en favor
del noble y en contra del campesino; los jueces aceptaban sin escrúpulo el
cohecho; en virtud de este sistema de corrupción universal, cualquier capricho
de la aristocracia tenía fuerza de ley. De los impuestos exigidos a la gente
común por los magnates seculares y por el clero, no llegaba ni la mitad al
tesoro del reino, ni al arca episcopal, pues la mayor parte de lo que cobraban
lo gastaban los recaudadores en la disipación y en francachelas. Y los que de
esta manera despojaban a sus consúbditos estaban libres de impuestos y con
derecho por la ley o por la costumbre a ocupar todos los [324] puestos del gobierno. La clase privilegiada
estaba formada por ciento cincuenta mil personas, y para regalar a esta gente
se condenaba a millones de seres a una vida de degradación irremediable."
(Véase el Apéndice.)
La corte estaba completamente entregada a la
lujuria y al libertinaje. El pueblo y sus gobernantes se veían con
desconfianza. Se sospechaba de todas las medidas que dictaba el gobierno,
porque se le consideraba intrigante y egoísta. Por más de medio siglo antes de
la Revolución, ocupó el trono Luis XV, quien aun en aquellos tiempos
corrompidos sobresalió en su frivolidad, su indolencia y su lujuria. Al
observar aquella depravada y cruel aristocracia y la clase humilde sumergida en
la ignorancia y en la miseria, al estado en plena crisis financiera y al pueblo
exasperado, no se necesitaba tener ojo de profeta para ver de antemano una
inminente insurrección. A las amonestaciones que le daban sus consejeros, solía
contestar el rey: "Procurad que todo siga así mientras yo viva; después de
mi muerte, suceda lo que quiera." En vano se le hizo ver la necesidad que
había de una reforma. Bien comprendía él el mal estado de las cosas, pero no
tenía ni valor ni poder suficiente para remediarlo. Con acierto describía él la
suerte de Francia con su respuesta tan egoísta como indolente: "¡Después
de mí el diluvio!"
Valiéndose Roma de la ambición de los reyes y
de las clases dominantes, había ejercido su influencia para sujetar al pueblo
en la esclavitud, pues comprendía que de ese modo el estado se debilitaría y
ella podría dominar completamente gobiernos y súbditos. Por su previsora
política advirtió que para esclavizar eficazmente a los hombres necesitaba
subyugar sus almas y que el medio mas seguro para evitar que escapasen de su
dominio era convertirlos en seres impropios para la libertad. Mil veces más
terrible que el padecimiento físico que resultó de su política, fue la
degradación moral que prevaleció en todas partes. Despojado el pueblo de la
Biblia y sin más enseñanzas que la del fanatismo y la del egoísmo, quedó sumido
en la ignorancia [325] y en la
superstición y tan degradado por los vicios que resultaba incapaz de gobernarse
por sí solo.
Empero los resultados fueron muy diferentes de
lo que Roma había procurado. En vez de que las masas se sujetaran ciegamente a
sus dogmas, su obra las volvió incrédulas y revolucionarias; odiaron al
romanismo y al sacerdocio a los que consideraban cómplices en la opresión. El
único Dios que el pueblo conocía era el de Roma, y la enseñanza de ésta su
única religión. Considerando la crueldad y la iniquidad de Roma como fruto
legítimo de las enseñanzas de la Biblia, no quería saber nada de éstas.
Roma había dado a los hombres una idea falsa
del carácter de Dios, y pervertido sus requerimientos. En consecuencia, al fin
el pueblo rechazó la Biblia y a su Autor. Roma había exigido que se creyese
ciegamente en sus dogmas, que declaraba sancionados por las Escrituras. En la
reacción que se produjo, Voltaire y sus compañeros desecharon en absoluto la
Palabra de Dios e hicieron cundir por todas partes el veneno de la
incredulidad. Roma había hollado al pueblo con su pie de hierro, y las masas
degradadas y embrutecidas, al sublevarse contra tamaña tiranía, desconocieron
toda sujeción. Se enfurecieron al ver que por mucho tiempo habían aceptado tan
descarados embustes y rechazaron la verdad juntamente con la mentira; y
confundiendo la libertad con el libertinaje, los esclavos del vicio se
regocijaron con una libertad imaginaria.
Al estallar la Revolución el rey concedió al
pueblo que lo representara en la asamblea nacional un número de delegados
superior al del clero y al de los nobles juntos. Era pues el pueblo dueño de la
situación; pero no estaba preparado para hacer uso de su poder con sabiduría y
moderación. Ansioso de reparar los agravios que había sufrido, decidió
reconstituir la sociedad. Un populacho encolerizado que guardaba en su memoria
el recuerdo de tantos sufrimientos, resolvió levantarse contra aquel estado de
miseria que había venido ya a ser insoportable, y vengarse de aquellos a
quienes consideraba [326] como
responsables de sus padecimientos. Los oprimidos, poniendo en práctica las
lecciones que habían aprendido bajo el yugo de los tiranos, se convirtieron en
opresores de los mismos que antes les habían oprimido.
La desdichada Francia recogió con sangre lo
que había sembrado. Terribles fueron las consecuencias de su sumisión al poder
avasallador de Roma. Allí donde Francia, impulsada por el papismo, prendiera la
primera hoguera en los comienzos de la Reforma, allí también la Revolución
levantó su primera guillotina. En el mismo sitio en que murieron quemados los
primeros mártires del protestantismo en el siglo XVI, fueron precisamente decapitadas
las primeras víctimas en el siglo XVIII. Al rechazar Francia el Evangelio que
le brindaba bienestar, franqueó las puertas a la incredulidad y a la ruina. Una
vez desechadas las restricciones de la ley de Dios, se echó de ver que las
leyes humanas no tenían fuerza alguna para contener las pasiones, y la nación
fue arrastrada a la rebeldía y a la anarquía. La guerra contra la Biblia inició
una era conocida en la historia como "el reinado del terror." La paz
y la dicha fueron desterradas de todos los hogares y de todos los corazones.
Nadie tenía la vida segura. El que triunfaba hoy era considerado al día
siguiente como sospechoso y le condenaban a muerte. La violencia y la lujuria
dominaban sin disputa.
El rey, el clero y la nobleza, tuvieron que
someterse a las atrocidades de un pueblo excitado y frenético. Su sed de
venganza subió de punto cuando el rey fue ejecutado, y los mismos que
decretaron su muerte le siguieron bien pronto al cadalso. Se resolvió matar a
cuantos resultasen sospechosos de ser hostiles a la Revolución. Las cárceles se
llenaron y hubo en cierta ocasión dentro de sus muros más de doscientos mil
presos. En las ciudades del reino se registraron crímenes horrorosos. Se
levantaba un partido revolucionario contra otro, y Francia quedó convertida en
inmenso campo de batalla donde las luchas eran inspiradas y dirigidas por las
violencias y las pasiones. "En París sucedíanse los tumultos uno a otro y
los [327] ciudadanos divididos en
diversos partidos, no parecían llevar otra mira que el exterminio mutuo."
Y para agravar más aun la miseria general, la nación entera se vio envuelta en
prolongada y devastadora guerra con las mayores potencias de Europa. "El
país estaba casi en bancarrota, el ejército reclamaba pagos atrasados, los
parisienses se morían de hambre, las provincias habían sido puestas a saco por
los bandidos y la civilización casi había desaparecido en la anarquía y la
licencia."
Harto bien había aprendido el pueblo las
lecciones de crueldad y de tormento que con tanta diligencia Roma le enseñara.
Al fin había llegado el día de la retribución. Ya no eran los discípulos de
Jesús los que eran arrojados a las mazmorras o a la hoguera. Tiempo hacía ya
que éstos habían perecido o que se hallaban en el destierro; la desapiadada
Roma sentía ya el poder mortífero de aquellos a quienes ella había enseñado a
deleitarse en la perpetración de crímenes sangrientos. "El ejemplo de
persecución que había dado el clero de Francia durante varios siglos se volvía
contra él con señalado vigor. Los cadalsos se teñían con la sangre de los
sacerdotes. Las galeras y las prisiones en donde antes se confinaba a los
hugonotes, se hallaban ahora llenas de los perseguidores de ellos. Sujetos con
cadenas al banquillo del buque y trabajando duramente con los remos, el clero
católico romano experimentaba los tormentos que antes con tanta prodigalidad
infligiera su iglesia a los mansos herejes." (Véase el Apéndice.)
"Llegó entonces el día en que el código
más bárbaro que jamás se haya conocido fue puesto en vigor por el tribunal más
bárbaro que se hubiera visto hasta entonces; día aquél en que nadie podía
saludar a sus vecinos, ni a nadie se le permitía que hiciese oración . . . so
pena de incurrir en el peligro de cometer un crimen digno de muerte; en que los
espías acechaban en cada esquina; en que la guillotina no cesaba en su tarea
día tras día; en que las cárceles estaban tan llenas de presos que más parecían
galeras de esclavos; y en que las acequias corrían al Sena llevando en sus
raudales la sangre de las víctimas.... [328]
Mientras que en París se llevaban cada día al
suplicio carros repletos de sentenciados a muerte, los procónsules que eran
enviados por el comité supremo a los departamentos desplegaban tan espantosa
crueldad que ni aun en la misma capital se veía cosa semejante. La cuchilla de
la máquina infernal no daba abasto a la tarea de matar gente. Largas filas de
cautivos sucumbían bajo descargas graneadas de fusilería. Se abrían
intencionalmente boquetes en las barcazas sobrecargadas de cautivos. Lyon se había
convertido en desierto. En Arrás ni aun se concedía a los presos la cruel
misericordia de una muerte rápida. Por toda la ribera del Loira, río abajo
desde Saumur al mar, se veían grandes bandadas de cuervos y milanos que
devoraban los cadáveres desnudos que yacían unidos en abrazos horrendos y
repugnantes. No se hacía cuartel ni a sexo ni a edad. El número de muchachos y
doncellas menores de diecisiete años que fueron asesinados por orden de aquel
execrable gobierno se cuenta por centenares. Pequeñuelos arrebatados del regazo
de sus madres eran ensartados de pica en pica entre las filas jacobinas."
(Véase el Apéndice.) En apenas diez años perecieron multitudes de seres
humanos.
Todo esto era del agrado de Satanás. Con este
fin había estado trabajando desde hacía muchos siglos. Su política es el engaño
desde el principio hasta el fin, y su firme intento es acarrear a los hombres
dolor y miseria, desfigurar y corromper la obra de Dios, estorbar sus planes
divinos de benevolencia y amor, y de esta manera contristar al cielo. Confunde
con sus artimañas las mentes de los hombres y hace que éstos achaquen a Dios la
obra diabólica, como si toda esta miseria fuera resultado de los planes del
Creador. Asimismo, cuando los que han sido degradados y embrutecidos por su
cruel dominio alcanzan su libertad, los impulsa al crimen, a los excesos y a
las atrocidades. Y luego los tiranos y los opresores se valen de semejantes
cuadros del libertinaje para ilustrar las consecuencias de la libertad.
Cuando un disfraz del error ha sido
descubierto, Satanás le [329] da otro, y
la gente lo saluda con el mismo entusiasmo con que acogió el anterior. Cuando
el pueblo descubrió que el romanismo era un engaño, y él, Satanás, ya no podía
conseguir por ese medio que se violase la ley de Dios, optó entonces por
hacerle creer que todas las religiones eran engañosas y la Biblia una fábula; y
arrojando lejos de sí los estatutos divinos se entregó a una iniquidad
desenfrenada.
El error fatal que ocasionó tantos males a los
habitantes de Francia fue el desconocimiento de esta gran verdad: que la
libertad bien entendida se basa en las prohibiciones de la ley de Dios.
"¡Oh si hubieras escuchado mis mandamientos! entonces tu paz habría sido
como un río, y tu justicia como las olas del mar." "¡Mas no hay paz,
dice Jehová, para los inicuos!" "Aquel empero que me oyere a mí,
habitará seguro, y estará tranquilo, sin temor de mal." (Isaías 48:18, 22;
Proverbios 1:33, V.M.)
Los ateos, los incrédulos y los apóstatas se
oponen abiertamente a la ley de Dios; pero los resultados de su influencia
prueban que el bienestar del hombre depende de la obediencia a los estatutos
divinos. Los que no quieran leer esta lección en el libro de Dios, tendrán que
leerla en la historia de las naciones.
Cuando Satanás obró por la iglesia romana para
desviar a los hombres de la obediencia a Dios, nadie sospechaba quiénes fueran
sus agentes y su obra estaba tan bien disfrazada que nadie comprendió que la
miseria que de ella resultó fuera fruto de la transgresión. Pero su poder fue
contrarrestado de tal modo por la obra del Espíritu de Dios que sus planes no
llegaron a desarrollarse hasta su consumación. La gente no supo remontar del
efecto a la causa ni descubrir el origen de tanta desgracia. Pero en la
Revolución la asamblea nacional rechazó la ley de Dios, y durante el reinado
del terror que siguió todos pudieron ver cuál era la causa de todas las
desgracias.
Cuando Francia desechó a Dios y descartó la
Biblia públicamente, hubo impíos y espíritus de las tinieblas que se llenaron [330] de júbilo por haber logrado al fin el
objeto que por tanto tiempo se habían propuesto: un reino libre de las
restricciones de la ley de Dios. Y porque la maldad no era pronto castigada, el
corazón de los hijos de los hombres estaba "plenamente resuelto a hacer el
mal." Empero la transgresión de una ley justa y recta debía traer
inevitablemente como consecuencia la miseria y el desastre. Si bien es verdad
que no vino el juicio inmediatamente sobre los culpables, estaban éstos
labrando su ruina segura. Siglos de apostasía y de crimen iban acumulando la
ira para el día de la retribución; y cuando llegaron al colmo de la iniquidad
comprendieron los menospreciadores de Dios cuán terrible es agotar la paciencia
divina. Fue retirado en gran medida el poder restrictivo del Espíritu de Dios
que hubiera sido el único capaz de tener en jaque al poder cruel de Satanás y
se le permitió al que se deleita en los sufrimientos de la humanidad que
hiciese su voluntad. Los que habían preferido servir a la rebelión cosecharon
los frutos de ella hasta que la tierra se llenó de crímenes tan horribles que
la pluma se resiste a describirlos. De las provincias asoladas y de las
ciudades arruinadas, levantábase un clamor terrible de desesperación, de
angustia indescriptible. Francia se estremecía como sacudida por un terremoto.
La religión, la ley, la sociedad, el orden; la familia, el estado y la iglesia,
todo lo abatía la mano impía que se levantara contra la ley de Dios. Bien dijo
el sabio: "Por su misma maldad caerá el hombre malo." "Pero
aunque el pecador haga mal cien veces, y con todo se le prolonguen los días,
sin embargo yo ciertamente sé que les irá bien a los que temen a Dios, por lo
mismo que temen delante de él. Al hombre malo empero no le irá bien." "Por
cuanto aborrecieron la ciencia, y no escogieron el temor de Jehová; . . . por
tanto comerán del fruto de su mismo camino, y se hartarán de sus propios
consejos." (Proverbios 11:5; Eclesiastés 8:12, 13; Proverbios 1:29, 31,
V.M.)
No iban a permanecer mucho tiempo en silencio
los fieles testigos de Dios que habían sucumbido bajo el poder blasfemo [331] "que sube del abismo."
"Después de los tres días y medio, el espíritu de vida, venido de Dios,
entró en ellos, y se levantaron sobre sus pies: y cayó gran temor sobre los que
lo vieron." (Apocalipsis 11: 11, V.M.) En 1793 había promulgado la
Asamblea francesa los decretos que abolían la religión cristiana y desechaban
la Biblia. Tres años y medio después, este mismo cuerpo legislativo adoptó una
resolución que rescindía esos decretos y concedía tolerancia a las Sagradas
Escrituras. El mundo contemplaba estupefacto los terribles resultados que se
había obtenido al despreciar los Oráculos Sagrados y los hombres reconocían que
la fe en Dios y en su Palabra son la base de la virtud y de la moralidad. Dice
el Señor: "¿A quién injuriaste y a quién blasfemaste? ¿contra quién has
alzado tu voz, y levantado tus ojos en alto? Contra el Santo de Israel."
"Por tanto, he aquí, les enseñaré de esta vez, enseñarles he mi mano y mi
fortaleza, y sabrán que mi nombre es Jehová." (Isaías 37: 23; Jeremías 16:
21.)
Hablando de los dos testigos, el profeta dice
además: "Y oyeron una grande voz del cielo, que les decía: Subid acá. Y
subieron al cielo en una nube, y sus enemigos los vieron." (Apocalipsis
11: 12.) Desde que Francia les declarara la guerra, estos dos testigos de Dios
han recibido mayor honra que nunca antes. En el año 1804 se organizó la
Sociedad Bíblica Británica y Extranjera. Este hecho fue seguido de otros
semejantes en otras partes de Europa donde se organizaron sociedades similares
con numerosas ramas esparcidas por muchas partes del continente. En 1816 se
fundó la Sociedad Bíblica Americana. Cuando se creó la Sociedad Británica, la
Biblia circulaba en cincuenta idiomas. Desde entonces ha sido traducida en
muchos centenares de idiomas y dialectos. (Véase el Apéndice.)
Durante los cincuenta años que precedieron a
1792, se daba muy escasa importancia a la obra de las misiones en el
extranjero. No se fundaron sociedades nuevas, y eran muy pocas las iglesias que
se esforzaban por extender el Evangelio en los [332]
países paganos. Pero en las postrimerías del siglo XVIII se vio un cambio
notable. Los hombres comenzaron a sentirse descontentos con los resultados del
racionalismo y comprendieron la gran necesidad que tenían de la revelación
divina y de la experiencia religiosa. Desde entonces la obra de las misiones en
el extranjero se extendió rápidamente. (Véase el Apéndice.)
Los adelantos de la imprenta dieron notable
impulso a la circulación de la Biblia. El incremento de los medios de
comunicación entre los diferentes países, la supresión de las barreras del
prejuicio y del exclusivismo nacional, y la pérdida del dominio temporal del
pontífice de Roma, han ido abriéndole paso a la Palabra de Dios. Hace ya muchos
años que la Biblia se vende en las calles de Roma sin que haya quien lo impida,
y en el día de hoy ha sido llevada a todas las partes del mundo habitado.
El incrédulo Voltaire dijo con arrogancia en
cierta ocasión: "Estoy cansado de oír de continuo que doce hombres
establecieron la religión cristiana. Yo he de probar que un solo hombre basta
para destruirla." Han transcurrido varias generaciones desde que Voltaire
murió y millones de hombres han secundado su obra de propaganda contra la
Biblia. Pero lejos de agotarse la circulación del precioso libro, allí donde
había cien ejemplares en tiempo de Voltaire hay diez mil hoy día, por no decir
cien mil. Como dijo uno de los primitivos reformadores hablando de la iglesia
cristiana: "La Biblia es un yunque sobre el cual se han gastado muchos
martillos." Ya había dicho el Señor: "Ninguna arma forjada contra ti
tendrá éxito; y a toda lengua que en juicio se levantare contra ti,
condenarás." (Isaías 54: 17, V.M.)
"La Palabra de nuestro Dios permanece
para siempre." "Seguros son todos sus preceptos; establecidos para
siempre jamás, hechos en verdad y en rectitud." (Isaías 40: 8; Salmo 111: 7, 8, V.M.) Lo que
fuere edificado sobre la autoridad de los hombres será derribado; mas lo que lo
fuere sobre la roca inamovible de la Palabra de Dios, permanecerá para siempre.
[333]
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