Capítulo 12
A LA protesta de Spira y a la confesión de
Augsburgo, que marcaron el triunfo de la Reforma en Alemania, siguieron años de
conflicto y obscuridad. El protestantismo, debilitado por las divisiones
sembradas entre los que lo sostenían, y atacado por enemigos poderosos, parecía
destinado a ser totalmente destruído. Millares sellaron su testimonio con su
sangre. Estalló la guerra civil; la causa protestante fue traicionada por uno
de sus principales adherentes; los más nobles de los príncipes reformados
cayeron en manos del emperador y fueron llevados cautivos de pueblo en pueblo.
Pero en el momento de su aparente triunfo, el monarca fue castigado por la
derrota. Vio que la presa se le escapaba de las manos y al fin tuvo que
conceder tolerancia a las doctrinas cuyo aniquilamiento constituyera el gran
anhelo de su vida. Había comprometido su reino, sus tesoros, y hasta su misma
vida, en la persecución de la herejía, y ahora veía sus tropas diezmadas,
agotados sus tesoros, sus muchos reinos amenazados por las revueltas, y entre
tanto seguía cundiendo por todas partes la fe que en vano se había esforzado en
suprimir. Carlos V estaba combatiendo contra un poder omnipotente. Dios había
dicho: "Haya luz," pero el emperador había procurado impedir que se
desvaneciesen las tinieblas. Sus propósitos fallaron, y, en prematura vejez,
sintiéndose agotado por tan larga lucha, abdicó el trono, y se encerró en un
claustro.
En Suiza, lo mismo que en Alemania, vinieron
días tenebrosos para la Reforma. Mientras que muchos cantones aceptaban la fe
reformada, otros se aferraban ciega y obstinadamente al credo de Roma. Las
persecuciones dirigidas contra los que aceptaban la verdad provocaron
finalmente una guerra [225] civil.
Zuinglio y muchos de los que se habían unido con él en la Reforma sucumbieron
en el sangriento campo de Cappel. Ecolampadio, abrumado por estos terribles
desastres, murió poco después. Roma parecía triunfar y recuperar en muchos
lugares lo que había perdido. Pero Aquel cuyos consejos son desde el siglo y
hasta el siglo, no había abandonado la causa de su pueblo. Su mano le iba a dar
libertad. Había levantado en otros países obreros que impulsasen la Reforma.
En Francia, mucho antes que el nombre de
Lutero fuese conocido como el de un reformador, había empezado a amanecer. Uno
de los primeros en recibir la luz fue el anciano Lefevre, hombre de extensos
conocimientos, catedrático de la universidad de París, y sincero y fiel
partidario del papa. En las investigaciones que hizo en la literatura antigua
se despertó su atención por la Biblia e introdujo el estudio de ella entre sus
estudiantes.
Lefevre era entusiasta adorador de los santos
y se había consagrado a preparar una historia de éstos y de los mártires como
la dan las leyendas de la iglesia. Era ésta una obra magna, que requería mucho
trabajo; pero ya estaba muy adelantado en ella cuando decidió estudiar la
Biblia con el propósito de obtener de ella datos para su libro. En el sagrado
libro halló santos, es verdad, pero no como los que figuran en el calendario
romano. Un raudal de luz divina penetró en su mente. Perplejo y disgustado
abandonó el trabajo que se había impuesto, y se consagró a la Palabra de Dios.
Pronto comenzó a enseñar las preciosas verdades que encontraba en ella.
En 1512, antes que Lutero y Zuinglio empezaran
la obra de la Reforma, escribía Lefevre: "Dios es el que da, por la fe, la
justicia, que por gracia nos justifica para la vida eterna."— Wylie, lib. 13, cap. 1. Refiriéndose a los misterios de la redención, exclamaba: "¡Oh
grandeza indecible de este cambio: el Inocente es condenado, y el culpable
queda libre; el que bendice carga con la maldición, y la maldición se vuelve
bendición; la Vida muere, y los muertos viven; la Gloria es envuelta [226] en tinieblas, y el que no conocía más que
confusión de rostro, es revestido de gloria!" —D'Aubigné, lib. 12, cap. 2.
Y al declarar que la gloria de la salvación
pertenece sólo a Dios, declaraba también que al hombre le incumbe el deber de
obedecer.
Decía: "Si eres miembro de la iglesia de
Cristo, eres miembro de su cuerpo, y en tal virtud, estás lleno de la
naturaleza divina.... ¡Oh! si los hombres pudiesen penetrar en este
conocimiento y darse cuenta de este privilegio, ¡cuán pura, casta y santa no
sería su vida y cuán despreciable no les parecería toda la gloria de este mundo
en comparación con la que está dentro de ellos y que el ojo carnal no puede
ver!" —Ibid.
Hubo algunos, entre los discípulos de Lefevre,
que escuchaban con ansia sus palabras, y que mucho después que fuese acallada
la voz del maestro, iban a seguir predicando la verdad. Uno de ellos fue
Guillermo Farel. Era hijo de padres piadosos y se le había enseñado a aceptar
con fe implícita las enseñanzas de la iglesia. Hubiera podido decir como Pablo:
"Conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión he vivido
Fariseo." (Hechos 26: 5.) Como devoto romanista se desvelaba por concluir
con todos los que se atrevían a oponerse a la iglesia. "Rechinaba los
dientes —decía él más tarde— como un lobo furioso, cuando oía que alguno
hablaba contra el papa."— Wylie, lib. 13, cap. 2. Había sido incansable en la
adoración de los santos, en compañía de Lefevre, haciendo juntos el jubileo
circular de las iglesias de París, adorando en sus altares y adornando con ofrendas
los santos relicarios. Pero estas observancias no podían infundir paz a su
alma. Todos los actos de penitencia que practicaba no podían borrar la profunda
convicción de pecado que pesaba sobre él. Oyó como una voz del cielo las
palabras del reformador: "La salvación es por gracia." "El
Inocente es condenado, y el culpable queda libre." "Es sólo la cruz
de Cristo la que abre las puertas del cielo, y la que cierra las del
infierno." —Ibid.
Farel aceptó gozoso la verdad. Por medio de
una conversión [227] parecida a la de
Pablo, salió de la esclavitud de la tradición y llegó a la libertad de los
hijos de Dios. "En vez del sanguinario corazón de lobo hambriento,"
tuvo, al convertirse, dice él, "la mansedumbre de un humilde e inofensivo
cordero, libre ya el corazón de toda influencia papista, y entregado a
Jesucristo." —D'Aubigné, lib. 12, cap. 3.
Entre tanto que Lefevre continuaba esparciendo
entre los estudiantes la luz divina, Farel, tan celoso en la causa de Cristo
como lo había sido en la del papa, se dispuso a predicar la verdad en público.
Un dignatario de la iglesia, el obispo de Meaux, no tardó en unirse con ellos.
Otros maestros que descollaban por su capacidad y talento, se adhirieron a su
propagación del Evangelio, y éste ganó adherentes entre todas las clases
sociales, desde los humildes hogares de los artesanos y campesinos hasta el
mismo palacio del rey. La hermana de Francisco I, que era entonces el monarca
reinante, abrazó la fe reformada. El mismo rey y la reina madre parecieron por
algún tiempo considerarla con simpatía, y los reformadores miraban con
esperanza hacia lo porvenir y veían ya a Francia ganada para el Evangelio.
Pero sus esperanzas no iban a realizarse.
Pruebas y persecuciones aguardaban a los discípulos de Cristo, si bien la misericordia
divina se las ocultaba, pues hubo un período de paz muy oportuno para
permitirles acopiar fuerzas para hacer frente a las tempestades, y la Reforma
se extendió con rapidez. El obispo de Meaux trabajó con empeño en su propia
diócesis para instruir tanto a los sacerdotes como al pueblo. Los curas
inmorales e ignorantes fueron removidos de sus puestos, y en cuanto fue
posible, se los reemplazó por hombres instruídos y piadosos. El obispo se
afanaba porque su pueblo tuviera libre acceso a la Palabra de Dios y esto
pronto se verificó. Lefevre se encargó de traducir el Nuevo Testamento y al
mismo tiempo que la Biblia alemana de Lutero salía de la imprenta en
Wittenberg, el Nuevo Testamento francés se publicaba en Meaux. El obispo no
omitió esfuerzo ni gasto alguno para [228]
hacerlo circular entre sus feligreses, y muy pronto el pueblo de Meaux se vio
en posesión de las Santas Escrituras.
Así como los viajeros que son atormentados por
la sed se regocijan al llegar a un manantial de agua pura, así recibieron estas
almas el mensaje del cielo. Los trabajadores del campo y los artesanos en el
taller, amenizaban sus trabajos de cada día hablando de las preciosas verdades
de la Biblia. De noche, en lugar de reunirse en los despachos de vinos, se
congregaban unos en casas de otros para leer la Palabra de Dios y unir sus
oraciones y alabanzas. Pronto se notó un cambio muy notable en todas estas
comunidades. Aunque formadas de gente de la clase humilde, dedicada al rudo
trabajo y carente de instrucción, se veía en ella el poder de la Reforma, y en
la vida de todos se notaba el efecto de la gracia divina que dignifica y eleva.
Mansos, amantes y fieles, resultaban ser como un testimonio vivo de lo que el
Evangelio puede efectuar en aquellos que lo reciben con sinceridad de corazón.
La luz derramada en Meaux iba a extenderse más
lejos. Cada día aumentaba el número de los convertidos. El rey contuvo por
algún tiempo la ira del clero, porque despreciaba el estrecho fanatismo de los
frailes; pero al fin, los jefes papales lograron prevalecer. Se levantó la
hoguera. Al obispo de Meaux le obligaron a elegir entre ella y la retractación,
y optó por el camino más fácil; pero a pesar de su caída, el rebaño de este
débil pastor se mantuvo firme. Muchos dieron testimonio de la verdad entre las
llamas. Con su valor y fidelidad en la hoguera, estos humildes cristianos
hablaron a millares de personas que en días de paz no hubieran oído jamás el
testimonio de ellos.
No eran solamente los pobres y los humildes,
los que en medio del padecimiento y del escarnio se atrevían a ser testigos del
Señor. En las casas señoriles, en el castillo, en el palacio, había almas
regias para quienes la verdad valía más que los tesoros, las categorías
sociales y aun que la misma vida. La armadura real encerraba un espíritu más
noble y elevado que [229] la mitra y las
vestiduras episcopales. Luis de Berquin era de noble alcurnia. Cortés y bravo
caballero, dedicado al estudio, de elegantes modales y de intachable moralidad,
"era dice un escritor —fiel partidario de las instituciones del papa y
celoso oyente de misas y sermones, . . . y coronaba todas estas virtudes
aborreciendo de todo corazón el luteranismo." Empero, como a otros muchos,
la Providencia le condujo a la Biblia, y quedó maravillado de hallar en ella,
"no las doctrinas de Roma, sino las doctrinas de Lutero." —Wylie,
lib. 13, cap. 9. Desde entonces se entregó con entera devoción a la causa del
Evangelio.
"Siendo el más instruido entre todos los
nobles de Francia," su genio y elocuencia y su valor indómito y su celo
heroico, tanto como su privanza en la corte —por ser favorito del rey— lo
hicieron considerar por muchos como el que estaba destinado a ser el reformador
de su país. Beza dijo: "Berquin hubiera sido un segundo Lutero, de haber
hallado en Francisco I un segundo Elector." Los papistas decían: "Es
peor que Lutero." —Ibid. Y efectivamente, era más temido que Lutero por
los romanistas de Francia. Le echaron en la cárcel por hereje, pero el rey
mandó soltarle. La lucha duró varios años. Francisco fluctuaba entre Roma y la
Reforma, tolerando y restringiendo alternadamente el celo bravío de los
frailes. Tres veces fue apresado Berquin por las autoridades papales, para ser
librado otras tantas por el monarca, quien, admirando su genio y la nobleza de
su carácter, se negó a sacrificarle a la malicia del clero.
Berquin fue avisado repetidas veces del
peligro que le amenazaba en Francia e instado para que siguiera el ejemplo de
aquellos que habían hallado seguridad en un destierro voluntario. El tímido y
contemporizador Erasmo, que con todo el esplendor de su erudición carecía sin
embargo de la grandeza moral que mantiene la vida y el honor subordinados a la
verdad, escribió a Berquin: "Solicita que te manden de embajador al
extranjero; ve y viaja por Alemania. Ya sabes lo que [230] es Beda, un
monstruo de mil cabezas, que destila ponzoña por todas partes. Tus enemigos son
legión. Aunque fuera tu causa mejor que la de Cristo, no te dejarán en paz
hasta que hayan acabado miserablemente contigo. No te fíes mucho de la
protección del rey. Y sobre todas las cosas, te encarezco que no me comprometas
con la facultad de teología." —Ibid.
Pero cuanto más cuerpo iban tomando los
peligros, más se afirmaba el fervor de Berquin. Lejos de adoptar la política y
el egoísmo que Erasmo le aconsejara, resolvió emplear medios más enérgicos y
eficaces. No quería ya tan sólo seguir siendo defensor de la verdad, sino que
iba a intentar atacar el error. El cargo de herejía que los romanistas
procuraban echarle encima, él iba a devolvérselo. Los más activos y acerbos de
sus opositores eran los sabios doctores y frailes de la facultad de teología de
la universidad de París, una de las más altas autoridades eclesiásticas de la
capital y de la nación. De los escritos de estos doctores entresacó Berquin
doce proposiciones, que declaró públicamente "contrarias a la Biblia, y
por lo tanto heréticas;" y apeló al rey para que actuara de juez en la
controversia.
El monarca, no descontento de poner frente a
frente el poder y la inteligencia de campeones opuestos, y de tener la
oportunidad de humillar la soberbia de los altivos frailes, ordenó a los
romanistas que defendiesen su causa con la Biblia. Bien sabían éstos que
semejante arma de poco les serviría; la cárcel, el tormento y la hoguera eran
las armas que mejor sabían manejar. Cambiadas estaban las suertes y ellos se
veían a punto de caer en la sima a que habían querido echar a Berquin. Puestos
así en aprieto no buscaban más que un modo de escapar.
"Por aquel tiempo, una imagen de la virgen,
que estaba colocada en la esquina de una calle, amaneció mutilada." Esto
produjo gran agitación en la ciudad. Multitud de gente acudió al lugar dando
señales de duelo y de indignación. El mismo rey fue hondamente conmovido.
Vieron en esto los monjes [231] una
coyuntura favorable para ellos, y se apresuraron en aprovecharla. "Estos
son los frutos de las doctrinas de Berquin —exclamaban.— Todo va a ser echado
por tierra, la religión, las leyes, el trono mismo, por esta conspiración
luterana." —Ibid.
Berquin fue aprehendido de nuevo. El rey salió
de París y los frailes pudieron obrar a su gusto. Enjuiciaron al reformador y
le condenaron a muerte, y para que Francisco no pudiese interponer su
influencia para librarle, la sentencia se ejecutó el mismo día en que fue
pronunciada. Al medio día fue conducido Berquin al lugar de suplicio. Un
inmenso gentío se reunió para presenciar el auto, y muchos notaron con
turbación y espanto que la víctima había sido escogida de entre las mejores y
más valientes familias nobles de Francia. La estupefacción, la indignación, el
escarnio y el odio, se pintaban en los semblantes de aquella inquieta
muchedumbre; pero había un rostro sin sombra alguna, pues los pensamientos del
mártir estaban muy lejos de la escena del tumulto, y lo único que percibía era
la presencia de su Señor.
La miserable carreta en que lo llevaban, las
miradas de enojo que le echaban sus perseguidores, la muerte espantosa que le
esperaba —nada de esto le importaba; el que vive, si bien estuvo muerto, pero
ahora vive para siempre y tiene las llaves de la muerte y del infierno, estaba
a su lado. El semblante de Berquin estaba radiante de luz y paz del cielo.
Vestía lujosa ropa, y llevaba "capa de terciopelo, justillo de raso y de
damasco, calzas de oro." —D'Aubigné, Histoire de la Réformation au temps
de Calvin, lib. 2, cap. 16. Iba a dar testimonio de su fe en presencia del Rey
de reyes y ante todo el universo, y ninguna señal de duelo empañaba su alegría.
Mientras la procesión desfilaba despacio por
las calles atestadas de gente, el pueblo notaba maravillado la paz inalterable
y el gozo triunfante que se pintaban en el rostro y el continente del mártir.
"Parece —decían— como si estuviera sentado en el templo meditando en cosas
santas." —Wylie, lib. 13, cap. 9.
Ya atado a la estaca, quiso Berquin dirigir
unas cuantas [232] palabras al pueblo,
pero los monjes, temiendo las consecuencias, empezaron a dar gritos y los
soldados a entrechocar sus armas, y con esto ahogaron la voz del mártir. Así
fue como en 1529, la autoridad eclesiástica y literaria más notable de la culta
ciudad de París, "dio al populacho de 1793 el vil ejemplo de sofocar en el
cadalso las sagradas palabras de los moribundos." —Ibid.
Berquin fue estrangulado y su cuerpo entregado
a las llamas. La noticia de su muerte entristeció a los amigos de la Reforma en
todas partes de Francia. Pero su ejemplo no quedó sin provecho. "También
nosotros estamos listos —decían los testigos de la verdad— para recibir la
muerte con gozo, poniendo nuestros ojos en la vida venidera." — D'Aubigné,
Ibid.
Durante la persecución en Meaux, se prohibió a
los predicadores de la Reforma que siguieran en su obra de propaganda, por lo
cual fueron a establecerse en otros campos de acción. Lefevre, al cabo de algún
tiempo, se dirigió a Alemania, y Farel volvió a su pueblo natal, en el este de
Francia para esparcir la luz en la tierra de su niñez. Ya se había sabido lo
que estaba ocurriendo en Meaux, y por consiguiente la verdad, que él enseñaba
sin temor, encontró adeptos. Muy pronto las autoridades le impusieron silencio
y le echaron de la ciudad. Ya que no podía trabajar en público, se puso a
recorrer los valles y los pueblos, enseñando en casas particulares y en
apartados campos, hallando abrigo en los bosques y en las cuevas de las peñas
de él conocidos desde que los frecuentara en los años de su infancia. Dios le
preparaba para mayores pruebas. "Las penas, la persecución y todas las
asechanzas del diablo, con las que se me amenaza, no han escaseado —decía él,—
y hasta han sido mucho más severas de lo que yo con mis propias fuerzas hubiera
podido sobrellevar; pero Dios es mi Padre; él me ha suministrado y seguirá
suministrándome las fuerzas que necesite." —D'Aubigné, Histoire de la
Réformation au seizieme siecle, lib. 12, cap. 9. [233]
Como en los tiempos apostólicos, la
persecución había redundado en bien del adelanto del Evangelio. (Filipenses
1:12.) Expulsados de París y Meaux, "los que fueron esparcidos, iban por
todas partes anunciando la palabra." (Hechos 8: 4.) Y de esta manera la
verdad se abrió paso en muchas de las remotas provincias de Francia.
Dios estaba preparando aun más obreros para
extender su causa. En una de las escuelas de París hallábase un joven formal,
de ánimo tranquilo, que daba muestras evidentes de poseer una mente poderosa y
perspicaz, y que no era menos notable por la pureza de su vida que por su
actividad intelectual y su devoción religiosa. Su talento y aplicación hicieron
pronto de él un motivo de orgullo para el colegio, y se susurraba entre los
estudiantes que Juan Calvino sería un día uno de los más capaces y más ilustres
defensores de la iglesia. Pero un rayo de luz divina penetró aun dentro de los
muros del escolasticismo y de la superstición que encerraban a Calvino.
Estremecióse al oír las nuevas doctrinas, sin dudar nunca que los herejes
merecieran el fuego al que eran entregados. Y no obstante, sin saber cómo, tuvo
que habérselas con la herejía y se vio obligado a poner a prueba el poder de la
teología romanista para rebatir la doctrina protestante.
Hallábase en París un primo hermano de
Calvino, que se había unido con los reformadores. Ambos parientes se reunían
con frecuencia para discutir las cuestiones que perturbaban a la cristiandad.
"No hay más que dos religiones en el mundo —decía Olivetán, el
protestante.— Una, que los hombres han inventado, y según la cual se salva el
ser humano por medio de ceremonias y buenas obras; la otra es la que está
revelada en la Biblia y que enseña al hombre a no esperar su salvación sino de
la gracia soberana de Dios."
"No quiero tener nada que ver con ninguna
de vuestras nuevas doctrinas —respondía Calvino,— ¿creéis que he vivido en el
error todos los días de mi vida?" —Wylie, lib. 13, cap. 7.
Pero habíanse despertado en su mente
pensamientos que ya [234] no podía
desterrar de ella. A solas en su aposento meditaba en las palabras de su primo.
El sentimiento del pecado se había apoderado de su corazón; se veía sin
intercesor en presencia de un Juez santo y justo. La mediación de los santos,
las buenas obras, las ceremonias de la iglesia, todo ello le parecía ineficaz
para expiar el pecado. Ya no veía ante sí mismo sino la lobreguez de una eterna
desesperación. En vano se esforzaban los doctores de la iglesia por aliviarle
de su pena. En vano recurría a la confesión y a la penitencia; estas cosas no
pueden reconciliar al alma con Dios.
Aun estaba Calvino empeñado en tan
infructuosas luchas cuando un día en que por casualidad pasaba por una plaza
pública, presenció la muerte de un hereje en la hoguera. Se llenó de admiración
al ver la expresión de paz que se pintaba en el rostro del mártir. En medio de
las torturas de una muerte espantosa, y bajo la terrible condenación de la
iglesia, daba el mártir pruebas de una fe y de un valor que el joven estudiante
comparaba con dolor con su propia desesperación y con las tinieblas en que
vivía a pesar de su estricta obediencia a los mandamientos de la iglesia. Sabía
que los herejes fundaban su fe en la Biblia; por lo tanto se decidió a
estudiarla para descubrir, si posible fuera, el secreto del gozo del mártir.
En la Biblia encontró a Cristo. "¡Oh!
Padre exclamó, —su sacrificio ha calmado tu ira; su sangre ha lavado mis
manchas; su cruz ha llevado mi maldición; su muerte ha hecho expiación por mí.
Habíamos inventado muchas locuras inútiles, pero tú has puesto delante de mí tu
Palabra como una antorcha y has conmovido mi corazón para que tenga por
abominables todos los méritos que no sean los de Jesús." —Martyn, tomo 3,
cap. 13.
Calvino había sido educado para el sacerdocio.
Tenía sólo doce años cuando fue nombrado capellán de una pequeña iglesia y el
obispo le tonsuró la cabeza para cumplir con el canon eclesiástico. No fue
consagrado ni desempeñó los deberes del sacerdocio, pero sí fue hecho miembro
del clero, se le dio el título de su cargo y percibía la renta correspondiente.
[235]
Viendo entonces que ya no podría jamás llegar
a ser sacerdote, se dedicó por un tiempo a la jurisprudencia, y por último
abandonó este estudio para consagrarse al Evangelio. Pero no podía resolverse a
dedicarse a la enseñanza. Era tímido por naturaleza, le abrumaba el peso de la
responsabilidad del cargo y deseaba seguir dedicándose aún al estudio. Las
reiteradas súplicas de sus amigos lograron por fin convencerle. "Cuán
maravilloso es —decía— que un hombre de tan bajo origen llegue a ser elevado
hasta tan alta dignidad." —Wylie, lib. 13, cap. 9.
Calvino empezó su obra con ánimo tranquilo y
sus palabras eran como el rocío que refresca la tierra. Se había alejado de
París y ahora se encontraba en un pueblo de provincia bajo la protección de la
princesa Margarita, la cual, amante como lo era del Evangelio, extendía su
protección a los que lo profesaban. Calvino era joven aún, de continente
discreto y humilde.
Comenzó su trabajo visitando a los lugareños
en sus propias casas. Allí, rodeado de los miembros de la familia, leía la
Biblia y exponía las verdades de la salvación. Los que oían el mensaje,
llevaban las buenas nuevas a otros, y pronto el maestro fue más allá, a otros
lugares, predicando en los pueblos y villorrios. Se le abrían las puertas de
los castillos y de las chozas, y con su obra colocaba los cimientos de iglesias
de donde iban a salir más tarde los valientes testigos de la verdad.
A los pocos meses estaba de vuelta en París.
Reinaba gran agitación en el círculo de literatos y estudiantes. E1 estudio de
los idiomas antiguos había sido causa de que muchos fijaran su atención en la
Biblia, y no pocos, cuyos corazones no habían sido conmovidos por las verdades
de aquélla, las discutían con interés y aun se atrevían a desafiar a los
campeones del romanismo. Calvino, si bien muy capaz para luchar en el campo de
la controversia religiosa, tenía que desempeñar una misión más
importante que la de aquellos bulliciosos
estudiantes. Los ánimos se sentían confundidos, y había llegado el momento
oportuno de enseñarles la verdad. Entretanto que en las aulas [236] de la universidad repercutían las disputas
de los teólogos, Calvino se abría paso de casa en casa, leyendo la Biblia al
pueblo y hablándole de Cristo y de éste crucificado.
Por lo providencia de Dios, París iba a
recibir otra invitación para aceptar el Evangelio. El llamamiento de Lefevre y
Farel había sido rechazado, pero nuevamente el mensaje iba a ser oído en
aquella gran capital por todas las clases de la sociedad. Llevado por
consideraciones políticas, el rey no estaba enteramente al lado de Roma contra
la Reforma. Margarita abrigaba aún la esperanza de que el protestantismo
triunfaría en Francia. Resolvió que la fe reformada fuera predicada en París.
Ordenó durante la ausencia del rey que un ministro protestante predicase en las
iglesias de la ciudad. Pero habiéndose opuesto a esto los dignatarios papales,
la princesa abrió entonces las puertas del palacio. Dispúsose uno de los
salones para que sirviera de capilla y se dio aviso que cada día, a una hora
señalada, se predicaría un sermón, al que podían acudir las personas de toda
jerarquía y posición. Muchedumbres asistían a las predicaciones. No sólo se
llenaba la capilla sino que las antesalas y los corredores eran invadidos por
el gentío. Millares se congregaban diariamente: nobles. magistrados, abogados,
comerciantes y artesanos. El rey, en vez de prohibir estas reuniones, dispuso
que dos de las iglesias de París fuesen afectadas a este servicio. Antes de
esto la ciudad no había sido nunca conmovida de modo semejante por la Palabra
de Dios. El Espíritu de vida que descendía del cielo parecía soplar sobre el
pueblo. La templanza, la pureza, el orden y el trabajo iban substituyendo a la
embriaguez, al libertinaje, a la contienda y a la pereza.
Pero el clero no descansaba. Como el rey se
negase a hacer cesar las predicaciones, apeló entonces al populacho. No perdonó
medio alguno para despertar los temores, los prejuicios y el fanatismo de las
multitudes ignorantes y supersticiosas. Siguiendo ciegamente a sus falsos
maestros, París, como en otro tiempo Jerusalén, no conoció el tiempo de su [237] visitación ni las cosas que pertenecían a
su paz. Durante dos años fue predicada la Palabra de Dios en la capital; pero
si bien muchas personas aceptaban el Evangelio, la mayoría del pueblo lo
rechazaba. Francisco había dado pruebas de tolerancia por mera conveniencia
personal, y los papistas lograron al fin recuperar su privanza. De nuevo fueron
clausuradas las iglesias y se levantó la hoguera.
Calvino permanecía aún en París, preparándose
por medio del estudio, la oración y la meditación, para su trabajo futuro, y
seguía derramando luz. Pero, al fin, se hizo sospechoso. Las autoridades
acordaron entregarlo a las llamas. Creyéndose seguro en su retiro no pensaba en
el peligro, cuando sus amigos llegaron apresurados a su estancia para darle
aviso de que llegaban emisarios para aprehenderle. En aquel instante se oyó que
llamaban con fuerza en el zaguán. No había pues ni un momento que perder.
Algunos de sus amigos detuvieron a los emisarios en la puerta, mientras otros
le ayudaban a descolgarse por una ventana, para huir luego precipitadamente
hacia las afueras de la ciudad. Encontrando refugio en la choza de un labriego,
amigo de la Reforma, se disfrazó con la ropa de él, y llevando al hombro un
azadón, emprendió viaje. Caminando hacia el sur volvió a hallar refugio en los
dominios de Margarita. (Véase D'Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de
Calvin, lib. 2, cap. 30.)
Allí permaneció varios meses, seguro bajo la
protección de amigos poderosos, y ocupado como anteriormente en el estudio.
Empero su corazón estaba empeñado en evangelizar a Francia y no podía
permanecer mucho tiempo inactivo. Tan pronto como escampó la tempestad, buscó
nuevo campo de trabajo en Poitiers, donde había una universidad y donde las
nuevas ideas habían encontrado aceptación. Personas de todas las clases
sociales oían con gusto el Evangelio. No había predicación pública, pero en
casa del magistrado principal, en su propio aposento, y a veces en un jardín
público, explicaba Calvino las palabras de vida eterna a aquellos que deseaban [238] oírlas. Después de algún tiempo, como
creciese el número de oyentes, se pensó que sería más seguro reunirse en las
afueras de la ciudad. Se escogió como lugar de culto una cueva que se
encontraba en la falda de una profunda quebrada, en un sitio escondido por
árboles y rocas sobresalientes. En pequeños grupos, y saliendo de la ciudad por
diferentes partes, se congregaban allí. En ese retiro se leía y explicaba la
Biblia. Allí celebraron por primera vez los protestantes de Francia la Cena del
Señor. De esta pequeña iglesia fueron enviados a otros lugares varios fieles
evangelistas.
Calvino volvió a París. No podía abandonar la
esperanza de que Francia como nación aceptase la Reforma. Pero halló cerradas
casi todas las puertas. Predicar el Evangelio era ir directamente a la hoguera,
y resolvió finalmente partir para Alemania. Apenas había salido de Francia cuando
estalló un movimiento contra los protestantes que de seguro le hubiera envuelto
en la ruina general, si se hubiese quedado.
Los reformadores franceses, deseosos de ver a
su país marchar de consuno con Suiza y Alemania, se propusieron asestar a las
supersticiones de Roma un golpe audaz que hiciera levantarse a toda la nación.
Con este fin en una misma noche y en toda Francia se fijaron carteles que
atacaban la misa. En lugar de ayudar a la Reforma, este movimiento inspirado
por el celo más que por el buen juicio reportó un fracaso no sólo para sus
propagadores, sino también para los amigos de la fe reformada por todo el país.
Dio a los romanistas lo que tanto habían deseado: una coyuntura de la cual
sacar partido para pedir que se concluyera por completo con los herejes a
quienes tacharon de perturbadores peligrosos para la estabilidad del trono y la
paz de la nación.
Una mano secreta, la de algún amigo
indiscreto, o la de algún astuto enemigo, pues nunca quedó aclarado el asunto,
fijó uno de los carteles en la puerta de la cámara particular del rey. El
monarca se horrorizó. En ese papel se atacaban con acritud supersticiones que
por siglos habían sido veneradas. [239]
La ira del rey se encendió por el atrevimiento
sin igual de los que introdujeron hasta su real presencia aquellos escritos tan
claros y precisos. En su asombro quedó el rey por algún tiempo tembloroso y sin
articular palabra alguna. Luego dio rienda suelta a su enojo con estas
terribles palabras: "Préndase a todos los sospechosos de herejía luterana....
Quiero exterminarlos a todos." —Id., lib. 4, cap. 10. La suerte estaba
echada. El rey resolvió pasarse por completo al lado de Roma.
Se tomaron medidas para arrestar a todos los
luteranos que se hallasen en París. Un pobre artesano, adherente a la fe
reformada, que tenía por costumbre convocar a los creyentes para que se
reuniesen en sus asambleas secretas, fue apresado e intimidándolo con la
amenaza de llevarlo inmediatamente a la hoguera, se le ordenó que condujese a
los emisarios papales a la casa de todo protestante que hubiera en la ciudad.
Se estremeció de horror al oír la vil proposición que se le hacía; pero, al
fin, vencido por el temor de las llamas, consintió en convertirse en traidor de
sus hermanos. Precedido por la hostia, y rodeado de una compañía de sacerdotes,
monaguillos, frailes y soldados, Morin, el policía secreto del rey, junto con
el traidor, recorrían despacio y sigilosamente las calles de la ciudad. Era
aquello una ostensible demostración en honor del "santo sacramento"
en desagravio por el insulto que los protestantes lanzaran contra la misa.
Aquel espectáculo, sin embargo, no servía más que para disfrazar los aviesos
fines. Al pasar frente a la casa de un luterano, el traidor hacía una señal,
pero no pronunciaba palabra alguna. La procesión se detenía, entraban en la
casa, sacaban a la familia y la encadenaban, y la terrible compañía seguía
adelante en busca de nuevas víctimas. "No perdonaron casa, grande ni
chica, ni los departamentos de la universidad de París.... Morin hizo temblar
la ciudad. . . . Era el reinado del terror." —Ibid.
Las víctimas sucumbían en medio de terribles
tormentos, pues se había ordenado a los verdugos que las quemasen a fuego lento
para que se prolongara su agonía. Pero morían [240]
como vencedores. No menguaba su fe, ni desmayaba su confianza. Los
perseguidores, viendo que no podían conmover la firmeza de aquellos fieles, se
sentían derrotados. "Se erigieron cadalsos en todos los barrios de la
ciudad de París y se quemaban herejes todos los días con el fin de sembrar el
terror entre los partidarios de las doctrinas heréticas, multiplicando las
ejecuciones. Sin embargo, al fin la ventaja fue para el Evangelio. Todo París
pudo ver qué clase de hombres eran los que abrigaban en su corazón las nuevas
enseñanzas. No hay mejor púlpito que la hoguera de los mártires. El gozo sereno
que iluminaba los rostros de aquellos hombres cuando . . . se les conducía al
lugar de la ejecución, su heroísmo cuando eran envueltos por las llamas, su
mansedumbre para perdonar las injurias, cambiaba no pocas veces, el enojo en
lástima, el odio en amor, y hablaba con irresistible elocuencia en pro del
Evangelio." —Wylie, lib. 13, cap. 20.
Con el fin de atizar aun más la furia del
pueblo, los sacerdotes hicieron circular las más terribles calumnias contra los
protestantes. Los culpaban de querer asesinar a los católicos, derribar al
gobierno y matar al rey. Ni sombra de evidencia podían presentar en apoyo de
tales asertos. Sin embargo resultaron siniestras profecías que iban a tener su
cumplimiento, pero en circunstancias diferentes y por muy diversas causas. Las
crueldades que los católicos infligieron a los inocentes protestantes
acumularon en su contra la debida retribución, y en siglos posteriores se
verificó el juicio que habían predicho que sobrevendría sobre el rey, sobre los
súbditos y sobre el gobierno; pero dicho juicio se debió a los incrédulos y a
los mismos papistas. No fue por el establecimiento, sino por la supresión del
protestantismo, por lo que tres siglos más tarde habían de venir sobre Francia
tan espantosas calamidades.
Todas las clases sociales se encontraban ahora
presa de la sospecha, la desconfianza y el terror. En medio de la alarma
general se notó cuán profundamente se habían arraigado las enseñanzas luteranas
en las mentes de los hombres que más [241]
se distinguían por su brillante educación, su influencia y la superioridad de
su carácter. Los puestos más honrosos y de más confianza quedaron de repente
vacantes. Desaparecieron artesanos, impresores, literatos, catedráticos de las
universidades, autores, y hasta cortesanos. A centenares salían huyendo de
París, desterrándose voluntariamente de su propio país, dando así en muchos
casos la primera indicación de que estaban en favor de la Reforma. Los papistas
se admiraban al ver a tantos herejes de quienes no habían sospechado y que
habían sido tolerados entre ellos. Su ira se descargó sobre la multitud de
humildes víctimas que había a su alcance. Las cárceles quedaron atestadas y el
aire parecía obscurecerse con el humo de tantas hogueras en que se hacía morir
a los que profesaban el Evangelio.
Francisco I se vanagloriaba de ser uno de los
caudillos del gran movimiento que hizo revivir las letras a principios del
siglo XVI. Tenía especial deleite en reunir en su corte a literatos de todos
los países. A su empeño de saber, y al desprecio que le inspiraba la ignorancia
y la superstición de los frailes se debía, siquiera en parte, el grado de
tolerancia que había concedido a los reformadores. Pero, en su celo por aniquilar
la herejía, este fomentador del saber expidió un edicto declarando abolida la
imprenta en toda Francia. Francisco I ofrece uno de los muchos ejemplos
conocidos de cómo la cultura intelectual no es una salvaguardia contra la
persecución y la intolerancia religiosa.
Francia, por medio de una ceremonia pública y
solemne, iba a comprometerse formalmente en la destrucción del protestantismo.
Los sacerdotes exigían que el insulto lanzado al Cielo en la condenación de la
misa, fuese expiado con sangre, y que el rey, en nombre del pueblo, sancionara
la espantosa tarea.
Se señaló el 21 de enero de 1535 para efectuar
la terrible ceremonia. Se atizaron el odio hipócrita y los temores
supersticiosos de toda la nación. París estaba repleto de visitantes que habían
acudido de los alrededores y que invadían sus calles. [242]
Tenía que empezar el día con el desfile de una
larga e imponente procesión. "Las casas por delante de las cuales debía
pasar, estaban enlutadas, y se habían levantado altares, de trecho en trecho."
Frente a todas las puertas había una luz encendida en honor del "santo
sacramento." Desde el amanecer se formó la procesión en palacio.
"Iban delante las cruces y los pendones de las parroquias, y después,
seguían los particulares de dos en dos, y llevando teas encendidas." A
continuación seguían las cuatro órdenes de frailes, luciendo cada una sus
vestiduras particulares. A éstas seguía una gran colección de famosas
reliquias. Iban tras ella, en sus carrozas, los altos dignatarios
eclesiásticos, ostentando sus vestiduras moradas y de escarlata adornadas con
pedrerías, formando todo aquello un conjunto espléndido y deslumbrador.
"La hostia era llevada por el obispo de
París bajo vistoso dosel . . . sostenido por cuatro príncipes de los de más
alta jerarquía.... Tras ellos iba el monarca.... Francisco I iba en esa ocasión
despojado de su corona y de su manto real." Con "la cabeza
descubierta y la vista hacia el suelo, llevando en su mano un cirio
encendido," el rey de Francia se presentó en público, "como penitente."
—Id., cap. 21. Se inclinaba ante cada altar, humillándose, no por los pecados
que manchaban su alma, ni por la sangre inocente que habían derramado sus
manos, sino por el pecado mortal de sus súbditos que se habían atrevido a
condenar la misa. Cerraban la marcha la reina y los dignatarios del estado, que
iban también de dos en dos llevando en sus manos antorchas encendidas.
Como parte del programa de aquel día, el
monarca mismo dirigió un discurso a los dignatarios del reino en la vasta sala
del palacio episcopal. Se presentó ante ellos con aspecto triste, y con
conmovedora elocuencia, lamentó el "crimen, la blasfemia, y el día de luto
y de desgracia" que habían sobrevenido a toda la nación. Instó a todos sus
leales súbditos a que cooperasen en la extirpación de la herejía que amenazaba
arruinar a Francia. "Tan cierto, señores, como que soy vuestro rey
—declaró,— [243] si yo supiese que uno
de mis miembros estuviese contaminado por esta asquerosa podredumbre, os lo
entregaría para que fuese cortado por vosotros.... Y aun más, si viera a uno de
mis hijos contaminado por ella, no lo toleraría, sino que lo entregaría yo
mismo y lo sacrificaría a Dios." Las lágrimas le ahogaron la voz y la
asamblea entera lloró, exclamando unánimemente: "¡Viviremos y moriremos en
la religión católica!" —D'Aubigné, Histoire de la Réformation au temps de
Calvin, lib. 4, cap. 12.
Terribles eran las tinieblas de la nación que
había rechazado la luz de la verdad. "La gracia que trae salvación"
se había manifestado; pero Francia, después de haber comprobado su poder y su
santidad, después que millares de sus hijos hubieron sido alumbrados por su
belleza, después que su radiante luz se hubo esparcido por ciudades y pueblos,
se desvió y escogió las tinieblas en vez de la luz. Habían rehusado los
franceses el don celestial cuando les fuera ofrecido. Habían llamado a lo malo
bueno, y a lo bueno malo, hasta llegar a ser víctimas de su propio engaño. Y
ahora, aunque creyeran de todo corazón que servían a Dios persiguiendo a su
pueblo, su sinceridad no los dejaba sin culpa. Habían rechazado precisamente
aquella luz que los hubiera salvado del engaño y librado sus almas del pecado
de derramar sangre.
Se juró solemnemente en la gran catedral que
se extirparía la herejía, y en aquel mismo lugar, tres siglos más tarde iba a
ser entronizada la "diosa razón" por un pueblo que se había olvidado
del Dios viviente. Volvióse a formar la procesión y los representantes de
Francia se marcharon dispuestos a dar principio a la obra que habían jurado llevar
a cabo. "De trecho en trecho, a lo largo del camino, se habían preparado
hogueras para quemar vivos a ciertos cristianos protestantes, y las cosas
estaban arregladas de modo que cuando se encendieran aquéllas al acercarse el
rey, debía detenerse la procesión para presenciar la ejecución." —Wylie,
lib. 13, cap. 21. Los detalles de los tormentos que sufrieron estos confesores
de Cristo, no son [244] para descritos;
pero no hubo desfallecimiento en las víctimas. Al ser instado uno de esos
hombres para que se retractase, dijo: "Yo sólo creo en lo que los profetas
y apóstoles predicaron en los tiempos antiguos, y en lo que la comunión de los
santos ha creído. Mi fe confía de tal manera en Dios que puedo resistir a todos
los poderes del infierno." —D'Aubigné, Histoire de la Réformation au temps
de Calvin, lib. 4, cap. 12.
La procesión se detenía cada vez frente a los
sitios de tormento. Al volver al lugar de donde había partido, el palacio real,
se dispersó la muchedumbre y se retiraron el rey y los prelados, satisfechos de
los autos de aquel día y congratulándose entre sí porque la obra así comenzada
se proseguiría hasta lograrse la completa destrucción de la herejía.
El Evangelio de paz que Francia había
rechazado iba a ser arrancado de raíz, lo que acarrearía terribles
consecuencias. El 21 de enero de 1793, es decir, a los doscientos cincuenta y
ocho años cabales, contados desde aquel día en que Francia entera se
comprometiera a perseguir a los reformadores, otra procesión, organizada con un
fin muy diferente, atravesaba las calles de París. "Nuevamente era el rey
la figura principal; otra vez veíase el mismo tumulto y oíase la misma
gritería; pedíanse de nuevo más víctimas; volviéronse a erigir negros cadalsos,
y nuevamente las escenas del día se clausuraron con espantosas ejecuciones;
Luis XVI fue arrastrado a la guillotina, forcejeando con sus carceleros y
verdugos que lo sujetaron fuertemente en la temible máquina hasta que cayó
sobre su cuello la cuchilla y separó de sus hombros la cabeza que rodó sobre los
tablones del cadalso." —Wylie, lib. 13, cap. 21. Y no fue él la única
víctima; allí cerca del mismo sitio perecieron decapitados por la guillotina
dos mil ochocientos seres humanos, durante el sangriento reinado del terror.
La Reforma había presentado al mundo una
Biblia abierta, había desatado los sellos de los preceptos de Dios, e invitado
al pueblo a cumplir sus mandatos. El amor infinito había presentado a los
hombres con toda claridad los principios y los estatutos [245] del cielo. Dios había dicho: "Los
guardaréis pues para cumplirlos; porque en esto consistirá vuestra sabiduría y
vuestra inteligencia a la vista de las naciones; las cuales oirán hablar de
todos estos estatutos, y dirán: Ciertamente pueblo sabio y entendido es esta
gran nación." (Deuteronomio 4: 6, V.M.) Francia misma, al rechazar el don
celestial, sembró la semilla de la anarquía y de la ruina; y la acción
consecutiva e inevitable de la causa y del efecto resultó en la Revolución y el
reinado del terror.
Mucho antes de aquella persecución despertada
por los carteles, el osado y ardiente Farel se había visto obligado a huir de
la tierra de sus padres. Se refugió en Suiza, y mediante los esfuerzos con que
secundó la obra de Zuinglio, ayudó a inclinar el platillo de la balanza en
favor de la Reforma. Iba a pasar en Suiza sus últimos años, pero no obstante
siguió ejerciendo poderosa influencia en la Reforma en Francia. Durante los
primeros años de su destierro, dirigió sus esfuerzos especialmente a extender
en su propio país el conocimiento del Evangelio. Dedicó gran parte de su tiempo
a predicar a sus paisanos cerca de la frontera, desde donde seguía la suerte
del conflicto con infatigable constancia, y ayudaba con sus palabras de
estímulo y sus consejos. Con el auxilio de otros desterrados, tradujo al
francés los escritos del reformador alemán, y éstos y la Biblia vertida a la
misma lengua popular se imprimieron en grandes cantidades, que fueron vendidas
en toda Francia por los colportores. Los tales conseguían estos libros a bajo
precio y con el producto de la venta avanzaban más y más en el trabajo.
Farel dio comienzo a sus trabajos en Suiza
como humilde maestro de escuela. Se retiró a una parroquia apartada y se
consagró a la enseñanza de los niños. Además de las clases usuales requeridas
por el plan de estudios, introdujo con mucha prudencia las verdades de la
Biblia, esperando alcanzar a los padres por medio de los niños. Algunos
creyeron, pero los sacerdotes se apresuraron a detener la obra, y los
supersticiosos [246] campesinos fueron
incitados a oponerse a ella. "Ese no puede ser el Evangelio de Cristo
—decían con insistencia los sacerdotes,— puesto que su predicación no trae paz
sino guerra." —Wylie, lib. 14, cap. 3. Y a semejanza de los primeros
discípulos, cuando se le perseguía en una ciudad se iba para otra. Andaba de
aldea en aldea, y de pueblo en pueblo, a pie, sufriendo hambre, frío, fatigas,
y exponiendo su vida en todas partes. Predicaba en las plazas, en las iglesias
y a veces en los púlpitos de las catedrales. En ocasiones se reunía poca gente
a oírle; en otras, interrumpían su predicación con burlas y gritería, y le
echaban abajo del púlpito. Más de una vez cayó en manos de la canalla, que le
dio de golpes hasta dejarlo medio muerto. Sin embargo seguía firme en su
propósito. Aunque le rechazaban a menudo, volvía a la carga con incansable
perseverancia y logró al fin que una tras otra, las ciudades que habían sido
los baluartes del papismo abrieran sus puertas al Evangelio. Fue aceptada la fe
reformada en aquella pequeña parroquia donde había trabajado primero. Las
ciudades de Morat y de Neuchatel renunciaron también a los ritos romanos y
quitaron de sus templos las imágenes de idolatría.
Farel había deseado mucho plantar en Ginebra
el estandarte protestante. Si esa ciudad podía ser ganada a la causa, se
convertiría en centro de la Reforma para Francia, Suiza e Italia. Para
conseguirlo prosiguió su obra hasta que los pueblos y las aldeas de alrededor
quedaron conquistados por el Evangelio. Luego entró en Ginebra con un solo compañero.
Pero no le permitieron que predicara sino dos sermones. Habiéndose empeñado en
vano los sacerdotes en conseguir de las autoridades civiles que le condenaran,
lo citaron a un concejo eclesiástico y allí fueron ellos llevando armas bajo
sus sotanas y resueltos a asesinarle. Fuera de la sala, una furiosa turba, con
palos y espadas, se agolpó para estar segura de matarle en caso de que lograse
escaparse del concejo. La presencia de los magistrados y de una fuerza armada
le salvaron de la muerte. Al día siguiente, muy temprano, lo condujeron [247] con su compañero a la ribera opuesta del
lago y los dejaron fuera de peligro. Así terminó su primer esfuerzo para
evangelizar a Ginebra.
Para la siguiente tentativa el elegido fue un
instrumento menos destacado: un joven de tan humilde apariencia que era tratado
con frialdad hasta por los que profesaban ser amigos de la Reforma. ¿Qué podría
hacer uno como él allí donde Farel había sido rechazado? ¿Cómo podría un hombre
de tan poco valor y tan escasa experiencia, resistir la tempestad ante la cual
había huído el más fuerte y el más bravo? "¡No por esfuerzo, ni con poder,
sino por mi Espíritu! dice Jehová de los ejércitos." "Ha escogido
Dios las cosas insensatas del mundo, para confundir a los sabios."
"Porque lo insensato de Dios, es más sabio que los hombres, y lo débil de
Dios es más fuerte que los hombres." (Zacarías 4: 6; 1 Corintios 1: 27,
25, V.M.)
Fromento principió su obra como maestro de
escuela. Las verdades que inculcaba a los niños en la escuela, ellos las
repetían en sus hogares. No tardaron los padres en acudir a escuchar la
explicación de la Biblia, hasta que la sala de la escuela se llenó de atentos
oyentes. Se distribuyeron gratis folletos y Nuevos Testamentos que alcanzaron a
muchos que no se atrevían a venir públicamente a oír las nuevas doctrinas.
Después de algún tiempo también este sembrador tuvo que huir; pero las verdades
que había propagado quedaron grabadas en la mente del pueblo. La Reforma se
había establecido e iba a desarrollarse y fortalecerse. Volvieron los
predicadores, y merced a sus trabajos, el culto protestante se arraigó
finalmente en Ginebra.
La ciudad se había declarado ya partidaria de
la Reforma cuando Calvino, después de varios trabajos y vicisitudes, penetró en
ella. Volvía de su última visita a su tierra natal y dirigíase a Basilea,
cuando hallando el camino invadido por las tropas de Carlos V, tuvo que hacer
un rodeo y pasar por Ginebra. [248]
En esta visita reconoció Farel la mano de
Dios. Aunque Ginebra había aceptado ya la fe reformada, quedaba aún una gran
obra por hacer. Los hombres se convierten a Dios por individuos y no por
comunidades; la obra de regeneración debe ser realizada en el corazón y en la
conciencia por el poder del Espíritu Santo, y no por decretos de concilios. Si
bien el pueblo ginebrino había desechado el yugo de Roma, no por eso estaba
dispuesto a renunciar también a los vicios que florecieran en su seno bajo el
dominio de aquélla. Y no era obra de poca monta la de implantar entre aquel
pueblo los principios puros del Evangelio, y prepararlo para que ocupara
dignamente el puesto a que la Providencia parecía llamarle.
Farel estaba seguro de haber hallado en
Calvino a uno que podría unírsele en esta empresa. En el nombre de Dios rogó al
joven evangelista que se quedase allí a trabajar. Calvino retrocedió alarmado.
Era tímido y amigo de la paz, y quería evitar el trato con el espíritu
atrevido, independiente y hasta violento de los ginebrinos. Por otra parte, su
poca salud y su afición al estudio le inclinaban al retraimiento. Creyendo que
con su pluma podría servir mejor a la causa de la Reforma, deseaba encontrar un
sitio tranquilo donde dedicarse al estudio, y desde allí, por medio de la
prensa, instruir y edificar a las iglesias. Pero la solemne amonestación de
Farel le pareció un llamamiento del cielo, y no se atrevió a oponerse a él. Le
pareció, según dijo, "como si la mano de Dios se hubiera extendido desde
el cielo y le sujetase para detenerle precisamente en aquel lugar que con tanta
impaciencia quería dejar." —D'Aubigné, Histoire de la Réformation au temps
de Calvin, lib. 9, cap. 17.
La causa protestante se veía entonces rodeada
de grandes peligros. Los anatemas del papa tronaban contra Ginebra, y poderosas
naciones amenazaban destruirla. ¿Cómo iba tan pequeña ciudad a resistir a la
poderosa jerarquía que tan a menudo había sometido a reyes y emperadores? ¿Cómo
podría vencer los ejércitos de los grandes capitanes del siglo? [249] En toda la cristiandad se veía amenazado el
protestantismo por formidables enemigos. Pasados los primeros triunfos de la
Reforma, Roma reunió nuevas fuerzas con la esperanza de acabar con ella.
Entonces fue cuando nació la orden de los jesuítas, que iba a ser el más cruel,
el menos escrupuloso y el más formidable de todos los campeones del papado.
Libres de todo lazo terrenal y de todo interés humano, insensibles a la voz del
afecto natural, sordos a los argumentos de la razón y a la voz de la
conciencia, no reconocían los miembros más ley, ni más sujeción que las de su
orden, y no tenían más preocupación que la de extender su poderío. (Véase el
Apéndice.) El Evangelio de Cristo había capacitado a sus adherentes para
arrostrar los peligros y soportar los padecimientos, sin desmayar por el frío,
el hambre, el trabajo o la miseria, y para sostener con denuedo el estandarte
de la verdad frente al potro, al calabozo y a la hoguera. Para combatir contra
estas fuerzas, el jesuitismo inspiraba a sus adeptos un fanatismo tal, que los
habilitaba para soportar peligros similares y oponer al poder de la verdad
todas las armas del engaño. Para ellos ningún crimen era demasiado grande,
ninguna mentira demasiado vil, ningún disfraz demasiado difícil de llevar.
Ligados por votos de pobreza y de humildad perpetuas, estudiaban el arte de
adueñarse de la riqueza y del poder para consagrarlos a la destrucción del
protestantismo y al restablecimiento de la supremacía papal.
Al darse a conocer como miembros de la orden,
se presentaban con cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo
a los enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado al mundo,
y llevando el sagrado nombre de Jesús, de Aquel que anduvo haciendo bienes.
Pero bajo esta fingida mansedumbre, ocultaban a menudo propósitos criminales y
mortíferos. Era un principio fundamental de la orden, que el fin justifica los
medios. Según dicho principio, la mentira, el robo, el perjurio y el asesinato,
no sólo eran perdonables, sino dignos de ser recomendados. siempre que [250] vieran los intereses de la iglesia. Con muy
diversos disfraces se introducían los jesuítas en los puestos del estado,
elevándose hasta la categoría de consejeros de los reyes, y dirigiendo la
política de las naciones. Se hacían criados para convertirse en espías de sus
señores. Establecían colegios para los hijos de príncipes y nobles, y escuelas
para los del pueblo; y los hijos de padres protestantes eran inducidos a
observar los ritos romanistas. Toda la pompa exterior desplegada en el culto de
la iglesia de Roma se aplicaba a confundir la mente y ofuscar y embaucar la
imaginación, para que los hijos traicionaran aquella libertad por la cual sus
padres habían trabajado y derramado su sangre. Los jesuítas se esparcieron
rápidamente por toda Europa y doquiera iban lograban reavivar el papismo.
Para otorgarles más poder, se expidió una bula
que restablecía la Inquisición. (Véase el Apéndice.) No obstante el odio
general que inspiraba, aun en los países católicos, el terrible tribunal fue
restablecido por los gobernantes obedientes al papa; y muchas atrocidades
demasiado terribles para cometerse a la luz del día, volvieron a perpetrarse en
los secretos y obscuros calabozos. En muchos países, miles y miles de
representantes de la flor y nata de la nación, de los más puros y nobles, de
los más inteligentes y cultos, de los pastores más piadosos y abnegados, de los
ciudadanos más patriotas e industriosos, de los más brillantes literatos, de
los artistas de más talento y de los artesanos más expertos, fueron asesinados
o se vieron obligados a huir a otras tierras.
Estos eran los medios de que se valía Roma
para apagar la luz de la Reforma, para privar de la Biblia a los hombres, y
restaurar la ignorancia y la superstición de la Edad Media. Empero, debido a la
bendición de Dios y al esfuerzo de aquellos nobles hombres que él había
suscitado para suceder a Lutero, el protestantismo no fue vencido. Esto no se
debió al favor ni a las armas de los príncipes. Los países más pequeños, las
naciones más humildes e insignificantes, fueron sus baluartes. La pequeña
Ginebra, a la que rodeaban poderosos [251]
enemigos que tramaban su destrucción; Holanda en sus bancos de arena del Mar
del Norte, que luchaba contra la tiranía de España, el más grande y el más
opulento de los reinos de aquel tiempo; la glacial y estéril Suecia, ésas
fueron las que ganaron victorias para la Reforma.
Calvino trabajó en Ginebra por cerca de
treinta años; primero para establecer una iglesia que se adhiriese a la
moralidad de la Biblia, y después para fomentar el movimiento de la Reforma por
toda Europa. Su carrera como caudillo público no fue inmaculada, ni sus
doctrinas estuvieron exentas de error. Pero así y todo fue el instrumento que
sirvió para dar a conocer verdades especialmente importantes en su época, y
para mantener los principios del protestantismo, defendiéndolos contra la ola
creciente del papismo, así como para instituir en las iglesias reformadas la
sencillez y la pureza de vida en lugar de la corrupción y el orgullo fomentados
por las enseñanzas del romanismo.
De Ginebra salían publicaciones y maestros que
esparcían las doctrinas reformadas. Y a ella acudían los perseguidos de todas
partes, en busca de instrucción, de consejo y de aliento. La ciudad de Calvino
se convirtió en refugio para los reformadores que en toda la Europa occidental
eran objeto de persecución. Huyendo de las tremendas tempestades que siguieron
desencadenándose por varios siglos, los fugitivos llegaban a las puertas de
Ginebra. Desfallecientes de hambre, heridos, expulsados de sus hogares,
separados de los suyos, eran recibidos con amor y se les cuidaba con ternura; y
hallando allí un hogar, eran una bendición para aquella su ciudad adoptiva, por
su talento, su sabiduría y su piedad. Muchos de los que se refugiaron allí
regresaron a sus propias tierras para combatir la tiranía de Roma. Juan Knox,
el valiente reformador de Escocia, no pocos de los puritanos ingleses, los
protestantes de Holanda y de España y los hugonotes de Francia, llevaron de
Ginebra la antorcha de la verdad con que desvanecer las tinieblas en sus propios
países. [252]
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