Capítulo 15
AL MISMO tiempo que Lutero daba la Biblia al
pueblo de Alemania, Tyndale era impulsado por el Espíritu de Dios a hacer otro
tanto para Inglaterra. La Biblia de Wiclef había sido traducida del texto
latino, que contenía muchos errores. No había sido impresa, y el costo de las
copias manuscritas era tan crecido que, fuera de los ricos y de los nobles,
pocos eran los que podían proporcionárselas, y como, además, la iglesia las
proscribía terminantemente, sólo alcanzaban una circulación muy escasa. En el
año 1516, o sea un año antes de que aparecieran las tesis de Lutero, había
publicado Erasmo su versión greco — latina del Nuevo Testamento. Era ésta la
primera vez que la Palabra de Dios se imprimía en el idioma original. En esta
obra fueron corregidos muchos de los errores de que adolecían las versiones más
antiguas, y el sentido de la Escritura era expresado con más claridad. Comunicó
a muchos representantes de las clases educadas un conocimiento mejor de la
verdad, y dio poderoso impulso a la obra de la Reforma Pero en su gran mayoría
el vulgo permanecía apartado de la Palabra de Dios. Tyndale iba a completar la
obra de Wiclef al dar a sus compatriotas la Biblia en su propio idioma.
Muy dedicado al estudio y sincero investigador
de la verdad, había recibido el Evangelio por medio del Testamento griego de
Erasmo. Exponía sus convicciones sin temor alguno e insistía en que todas las
doctrinas tienen que ser probadas por las Santas Escrituras. Al aserto papista
de que la iglesia había dado la Biblia y de que sólo la iglesia podía
explicarla, contestaba Tyndale: "¿Sabéis quién enseñó a las águilas a
buscarse su presa? Ese mismo Dios es el que enseña a sus hijos hambrientos a
encontrar a su Padre en su Palabra. Lejos [288]
de habernos dado vosotros las Santas Escrituras, las habéis escondido de
nuestra vista, y sois vosotros los que quemáis a los que las escudriñan; y, si
pudierais, quemaríais también las mismas Escrituras." —D'Aubigné, Histoire
de la Réformation du seizième siècle, lib. 18, cap. 4.
La predicación de Tyndale despertó mucho
interés y numerosas personas aceptaron la verdad. Pero los sacerdotes andaban
alerta y no bien se hubo alejado del campo de sus trabajos cuando ellos,
valiéndose de amenazas y de engaños, se esforzaron en destruir su obra, y con
éxito muchas veces. "¡Ay! —decía él— ¿qué hacer? Mientras que yo siembro
en un punto, el enemigo destruye lo que dejé sembrado en otro. No me es posible
estar a la vez en todas partes. ¡Oh! si los cristianos poseyesen la Biblia en
su propio idioma serían capaces de resistir a estos sofistas. Sin las Santas
Escrituras, es imposible confirmar a los legos en la verdad." —Ibid.
Un nuevo propósito surgió entonces en su
mente. "Era en la lengua de Israel —decía— en que se cantaban los salmos
en el templo de Jehová; y ¿no resonará el Evangelio entre nosotros en la lengua
de Inglaterra? . . . ¿Será posible que la iglesia tenga menos luz a mediodía
que al alba? . . . Los cristianos deben leer el Nuevo Testamento en su lengua
materna." Los doctores y maestros de la iglesia estaban en desacuerdo.
Solamente por la Biblia podían los hombres llegar a la verdad. "Uno
sostiene a este doctor, otro a aquél . . . y cada escritor contradice a los
demás.... ¿De qué manera puede uno saber quién dice la verdad y quién enseña el
error? . . . ¿Cómo? . . . En verdad, ello es posible solamente por medio de la
Palabra de Dios." —Ibid.
Fue poco después cuando un sabio doctor
papista que sostenía con él una acalorada controversia, exclamó: "Mejor
seria para nosotros estar sin la ley de Dios que sin la del papa." Tyndale
repuso: "Yo desafío al papa y todas sus leyes; y si Dios me guarda con
vida, no pasarán muchos años sin que haga yo que un muchacho que trabaje en el
arado sepa de las [289] Santas
Escrituras más que vos." —Anderson, Annals of the English Bible, pág. 19.
Así confirmado su propósito de dar a su pueblo
el Nuevo Testamento en su propia lengua, Tyndale puso inmediatamente manos a la
obra. Echado de su casa por la persecución, fuése a Londres y allí, por algún
tiempo, prosiguió sus labores sin interrupción. Pero al fin la saña de los
papistas le obligó a huir. Toda Inglaterra parecía cerrársele y resolvió buscar
refugio en Alemania. Allí dio principio a la publicación del Nuevo Testamento
en inglés. Dos veces su trabajo fue suspendido; pero cuando le prohibían
imprimirlo en una ciudad, se iba a otra. Finalmente se dirigió a Worms, donde
unos cuantos años antes, Lutero había defendido el Evangelio ante la dieta. En
aquella antigua ciudad había muchos amigos de la Reforma, y allí prosiguió
Tyndale sus trabajos sin más trabas. Pronto salieron de la imprenta tres mil
ejemplares del Nuevo Testamento, y en el mismo año se hizo otra edición.
Con gran concentración de espíritu y
perseverancia prosiguió sus trabajos. A pesar de la vigilancia con que las
autoridades de Inglaterra guardaban los puertos, la Palabra de Dios llegó de
varios modos a Londres y de allí circuló por todo el país. Los papistas
trataron de suprimir la verdad, pero en vano. El obispo de Durham compró de una
sola vez a un librero amigo de Tyndale todo el surtido de Biblias que tenía,
para destruirlas, suponiendo que de esta manera estorbaría en algo la circulación
de las Escrituras; pero, por el contrario, el dinero así conseguido, fue
suficiente para hacer una edición nueva y más elegante, que: de otro modo no
hubiera podido publicarse. Cuando Tyndale fue aprehendido posteriormente, le
ofrecieron la libertad a condición de que revelase los nombres de los que le
habían ayudado a sufragar los gastos de impresión de sus Biblias. El contestó
que el obispo de Durham le había ayudado más que nadie, porque al pagar una
gran suma por las Biblias que había en existencia, le había ayudado eficazmente
para seguir adelante con valor. [290]
La traición entregó a Tyndale a sus enemigos,
y quedó preso por mucho meses. Finalmente dio testimonio de su fe por el
martirio, pero las armas que él había preparado sirvieron para ayudar a otros
soldados a seguir batallando a través de los siglos hasta el día de hoy.
Látimer sostuvo desde el púlpito que la Biblia
debía ser leída en el lenguaje popular. El Autor de las Santas Escrituras,
decía él, "es Dios mismo," y ellas participan del poder y de la
eternidad de su Autor. "No hay rey, ni emperador, ni magistrado, ni
gobernador . . . que no esté obligado a obedecer . . . su santa Palabra."
"Cuidémonos de las sendas laterales y sigamos el camino recto de la
Palabra de Dios. No andemos como andaban . . . nuestros padres, ni tratemos de
saber lo que hicieron sino lo que hubieran debido hacer." —H. Látimer,
"First Sermon Preached before King Edward VI."
Barnes y Frith, fieles amigos de Tyndale, se
levantaron en defensa de la verdad. Siguieron después Cranmer y los Ridley.
Estos caudillos de la Reforma inglesa eran hombres instruídos, y casi todos
habían sido muy estimados por su fervor y su piedad cuando estuvieron en la
comunión de la iglesia romana. Su oposición al papado fue resultado del
conocimiento que tuvieron de los errores de la "santa sede." Por
estar familiarizados con los misterios de Babilonia, tuvieron más poder para
alegar contra ella.
"Ahora voy a hacer una pregunta peregrina
—decía Látimer,— ¿ sabéis cuál es el obispo y prelado más diligente de toda
Inglaterra? ... Veo que escucháis y que deseáis conocerle.... Pues, os diré
quién es. Es el diablo.... Nunca está fuera de su diócesis; . . . id a verle
cuando queráis, siempre está en casa; ... siempre está con la mano en el arado....
Os aseguro que nunca lo encontraréis ocioso. En donde el diablo vive, . . .
abajo los libros, vivan los cirios; mueran las Biblias y vivan los rosarios;
abajo la luz del Evangelio y viva la de los cirios, aun a mediodía; . . .
afuera con la cruz de Cristo y vivan los rateros del purgatorio; . . . nada de
vestir a los desnudos, a los [291]
pobres, los desamparados, y vamos adornando imágenes y ataviando alegremente
piedras y palos; arriba las tradiciones y leyes humanas, abajo Dios y su
santísima Palabra.... ¡Mal haya que no sean nuestros prelados tan diligentes en
sembrar buenas doctrinas como Satanás lo es para sembrar abrojos y
cizaña!" —Id., "Sermon of the Plough."
El gran principio que sostenían estos
reformadores —el mismo que sustentaron los valdenses, Wiclef, Juan Hus, Lutero,
Zuinglio y los que se unieron a ellos— era la infalible autoridad de las Santas
Escrituras como regla de fe y práctica. Negaban a los papas, a los concilios, a
los padres y a los reyes todo derecho para dominar las conciencias en asuntos
de religión. La Biblia era su autoridad y por las enseñanzas de ella juzgaban
todas las doctrinas y exigencias. La fe en Dios y en su Palabra era la que
sostenía a estos santos varones cuando entregaban su vida en la hoguera.
"Ten buen ánimo —decía Látimer a su compañero de martirio cuando las
llamas estaban a punto de acallar sus voces,— que en este día encenderemos una
luz tal en Inglaterra, que, confío en la gracia de Dios, jamás se
apagará." —Works of Hugh Latimer, tomo 1, pág. XIII.
En Escocia la semilla de la verdad esparcida
por Colombano y sus colaboradores no se había malogrado nunca por completo.
Centenares de años después que las iglesias de Inglaterra se hubieron sometido
al papa, las de Escocia conservaban aún su libertad. En el siglo XII, sin
embargo, se estableció en ella el romanismo, y en ningún otro país ejerció un
dominio tan absoluto. En ninguna parte fueron más densas las tinieblas. Con
todo, rayos de luz penetraron la obscuridad trayendo consigo la promesa de un
día por venir. Los lolardos, que vinieron de Inglaterra con la Biblia y las
enseñanzas de Wiclef, hicieron mucho por conservar el conocimiento del
Evangelio, y cada siglo tuvo sus confesores y sus mártires.
Con la iniciación de la gran Reforma vinieron
los escritos de Lutero y luego el Nuevo Testamento inglés de Tyndale. Sin
llamar la atención del clero, aquellos silenciosos [292]
mensajeros cruzaban montañas y valles, reanimando la antorcha de la verdad que
parecía estar a punto de extinguirse en Escocia, y deshaciendo la obra que Roma
realizara en los cuatro siglos de opresión que ejerció en el país.
Entonces la sangre de los mártires dio nuevo
impulso al movimiento de la Reforma. Los caudillos papistas despertaron
repentinamente ante el peligro que amenazaba su causa, y llevaron a la hoguera
a algunos de los más nobles y más honorables hijos de Escocia. Pero con esto no
hicieron más que cambiar la hoguera en púlpito, desde el cual las palabras
dichas por esos mártires al morir resonaron por toda la tierra escocesa y crearon
en el alma del pueblo el propósito bien decidido de libertarse de los grillos
de Roma.
Hamilton y Wishart, príncipes por su carácter
y por su nacimiento, y con ellos un largo séquito de más humildes discípulos,
entregaron sus vidas en la hoguera. Empero, de la ardiente pira de Wishart
volvió uno a quien las llamas no iban a consumir, uno que bajo la dirección de
Dios iba a hacer oír el toque de difuntos por el papado en Escocia.
Juan Knox se había apartado de las tradiciones
y de los misticismos de la iglesia para nutrirse de las verdades de la Palabra
de Dios, y las enseñanzas de Wishart le confirmaron en la resolución de
abandonar la comunión de Roma y unirse con los perseguidos reformadores.
Solicitado por sus compañeros para que
desempeñase el cargo de predicador, rehuyó temblando esta responsabilidad y
sólo después de unos días de meditación y lucha consigo mismo consintió en
llevarla. Pero una vez aceptado el puesto siguió adelante con inquebrantable
resolución y con valor a toda prueba por toda la vida. Este sincero reformador
no tuvo jamás miedo de los hombres. El resplandor de las hogueras no hizo más
que dar a su fervor mayor intensidad. Con el hacha del tirano pendiente sobre
su cabeza y amenazándole de muerte, permanecía firme y asestando golpes a
diestra y a siniestra para demoler la idolatría. [293]
Cuando lo llevaron ante la reina de Escocia,
en cuya presencia flaqueó el valor de más de un caudillo protestante, Juan Knox
testificó firme y denodadamente por la verdad. No podían ganarlo con halagos,
ni intimidarlo con amenazas. La reina le culpó de herejía. Había enseñado al
pueblo una religión que estaba prohibida por el estado y con ello, añadía ella,
transgredía el mandamiento de Dios que ordena a los súbditos obedecer a sus
gobernantes. Knox respondió con firmeza:
"Como la religión verdadera no recibió de
los gobernantes su fuerza original ni su autoridad, sino sólo del eterno Dios,
así tampoco deben los súbditos amoldar su religión al gusto de sus reyes.
Porque muy a menudo son los príncipes los más ignorantes de la religión
verdadera.... Si toda la simiente de Abrahán hubiera sido de la religión del
faraón del cual fueron súbditos por largo tiempo, os pregunto, señora, ¿qué
religión habría hoy en el mundo? Y si en los días de los apóstoles todos
hubieran sido de la religión de los emperadores de Roma, decidme, señora, ¿qué
religión habría hoy en el mundo? . . . De esta suerte, señora, podéis
comprender que los súbditos no están obligados a sujetarse a la religión de sus
príncipes si bien les está ordenado obedecerles."
María respondió: "Vos interpretáis las
Escrituras de un modo, y ellos [los maestros romanistas] las interpretan de
otro, ¿a quién creeré y quién será juez en este asunto?"
"Debéis creer en Dios, que habla con
sencillez en su Palabra —contestó el reformador,— y más de lo que ella os diga
no debéis creer ni de unos ni de otros. La Palabra de Dios es clara; y si
parece haber obscuridad en algún pasaje, el Espíritu Santo, que nunca se
contradice a sí mismo, se explica con más claridad en otros pasajes, de modo
que no queda lugar a duda sino para el ignorante." —David Laing, Works of
John Knox, tomo 2, págs. 281, 284.
Tales fueron las verdades que el intrépido
reformador, con peligro de su vida, dirigió a los oídos reales. Con el mismo
valor indómito se aferró a su propósito y siguió orando y [294] combatiendo como fiel soldado del Señor
hasta que Escocia quedó libre del papado.
En Inglaterra el establecimiento del
protestantismo como religión nacional, hizo menguar la persecución, pero no la
hizo cesar por completo. Aunque muchas de las doctrinas de Roma fueron
suprimidas, se conservaron muchas de sus formas de culto. La supremacía del
papa fue rechazada, pero en su lugar se puso al monarca como cabeza de la
iglesia. Mucho distaban aún los servicios de la iglesia de la pureza y
sencillez del Evangelio. El gran principio de la libertad religiosa no era aún
entendido. Si bien es verdad que pocas veces apelaron los gobernantes
protestantes a las horribles crueldades de que se valía Roma contra los
herejes, no se reconocía el derecho que tiene todo hombre de adorar a Dios
según los dictados de su conciencia. Se exigía de todos que aceptaran las
doctrinas y observaran las formas de culto prescritas por la iglesia
establecida. Aún se siguió persiguiendo a los disidentes por centenares de años
con mayor o menor encarnizamiento.
En el siglo XVII millares de pastores fueron
depuestos de sus cargos. Se le prohibió al pueblo so pena de fuertes multas,
prisión y destierro, que asistiera a cualesquiera reuniones religiosas que no
fueran las sancionadas por la iglesia. Los que no pudieron dejar de reunirse
para adorar a Dios, tuvieron que hacerlo en callejones obscuros, en sombrías
buhardillas y, en estaciones propicias, en los bosques a medianoche. En la
protectora espesura de la floresta, como en templo hecho por Dios mismo,
aquellos esparcidos y perseguidos hijos del Señor, se reunían para derramar sus
almas en plegarias y alabanzas. Pero a despecho de todas estas precauciones
muchos sufrieron por su fe. Las cárceles rebosaban. Las familias eran
divididas. Muchos fueron desterrados a tierras extrañas. Sin embargo, Dios
estaba con su pueblo y la persecución no podía acallar su testimonio. Muchos
cruzaron el océano y se establecieron en Norteamérica, donde echaron los
cimientos de la libertad civil y religiosa que fueron baluarte y gloria de los
Estados Unidos. [295]
Otra vez, como en los tiempos apostólicos, la
persecución contribuyó al progreso del Evangelio. En una asquerosa mazmorra
atestada de reos y libertinos, Juan Bunyan respiró el verdadero ambiente del
cielo y escribió su maravillosa alegoría del viaje del peregrino de la ciudad
de destrucción a la ciudad celestial. Por más de doscientos años aquella voz
habló desde la cárcel de Bedford con poder penetrante a los corazones de los
hombres. El Viador y La gracia abundante para el mayor de los pecadores han
guiado a muchos por el sendero de la vida eterna.
Baxter, Flavel, Alleine y otros hombres de
talento, de educación y de profunda experiencia cristiana, se mantuvieron
firmes defendiendo valientemente la fe que en otro tiempo fuera entregada a los
santos. La obra que ellos hicieron y que fue proscrita y anatematizada por los
reyes de este mundo, es imperecedera. La
Fuente de la vida y El método de la gracia de Flavel enseñaron a
millares el modo de confiar al Señor la custodia de sus almas.
El pastor reformado, de Baxter, fue una
verdadera bendición para muchos que deseaban un avivamiento de la obra de Dios,
y su Descanso eterno de los santos cumplió su misión de llevar almas "al
descanso que queda para el pueblo de Dios."
Cien años más tarde, en tiempos de tinieblas
espirituales, aparecieron Whitefield y los Wesley como portadores de la luz de
Dios. Bajo el régimen de la iglesia establecida, el pueblo de Inglaterra había
llegado a un estado tal de decadencia, que apenas podía distinguirse del
paganismo. La religión natural era el estudio favorito del clero y en él iba
incluida casi toda su teología. La aristocracia hacía escarnio de la piedad y se
jactaba de estar por sobre lo que llamaba su fanatismo, en tanto que el pueblo
bajo vivía en la ignorancia y el vicio, y la iglesia no tenía valor ni fe para
seguir sosteniendo la causa de la verdad ya decaída.
La gran doctrina de la justificación por la fe,
tan claramente enseñada por Lutero, se había perdido casi totalmente de vista, [296] y ocupaban su lugar los principios del
romanismo de confiar en las buenas obras para obtener la salvación. Whitefield
y los Wesley, miembros de la iglesia establecida, buscaban con sinceridad el
favor de Dios, que, según se les había enseñado, se conseguía por medio de una
vida virtuosa y por la observancia de los ritos religiosos.
En cierta ocasión en que Carlos Wesley cayó
enfermo y pensaba que estaba próximo su fin, se le preguntó en qué fundaba su
esperanza de la vida eterna. Su respuesta fue: "He hecho cuanto he podido
por servir a Dios." Pero como el amigo que le dirigiera la pregunta no
parecía satisfecho con la contestación, Wesley pensó: "¡Qué! ¿No son
suficientes mis esfuerzos para fundar mi esperanza? ¿Me privaría de mis
esfuerzos? No tengo otra cosa en que confiar." —Juan Whitehead, Life of
the Rev. Charles Wesley, pág. 102. Tales eran las tinieblas que habían caído
sobre la iglesia, y ocultaban la expiación, despojaban a Cristo de su gloria y
desviaban la mente de los hombres de su única esperanza de salvación: la sangre
del Redentor crucificado.
Wesley y sus compañeros fueron inducidos a
reconocer que la religión verdadera tiene su asiento en el corazón y que la ley
de Dios abarca los pensamientos lo mismo que las palabras y las obras.
Convencidos de la necesidad de tener santidad en el corazón, así como de
conducirse correctamente, decidieron seriamente iniciar una vida nueva. Por
medio de esfuerzos diligentes acompañados de fervientes oraciones, se empeñaban
en vencer las malas inclinaciones del corazón natural. Llevaban una vida de
abnegación, de amor y de humillación, y observaban rigurosamente todo aquello
que a su parecer podría ayudarles a alcanzar lo que más deseaban: una santidad
que pudiese asegurarles el favor de Dios. Pero no lograban lo que buscaban.
Vanos eran sus esfuerzos para librarse de la condenación del pecado y para
quebrantar su poder. Era la misma lucha que había tenido que sostener Lutero en
su celda del convento en Erfurt. Era la misma pregunta que le había [297] atormentado el alma: "¿Cómo puede el
hombre ser justo para con Dios?" (Job 9:2, V.M.)
El fuego de la verdad divina que se había
extinguido casi por completo en los altares del protestantismo, iba a prender
de nuevo al contacto de la antorcha antigua que al través de los siglos había
quedado firme en manos de los cristianos de Bohemia. Después de la Reforma, el
protestantismo había sido pisoteado en Bohemia por las hordas de Roma. Los que
no quisieron renunciar a la verdad tuvieron que huir. Algunos de ellos que se
refugiaron en Sajonia guardaron allí la antigua fe, y de los descendientes de
estos cristianos provino la luz que iluminó a Wesley y a sus compañeros.
Después de haber sido ordenados para el
ministerio, Juan y Carlos Wesley fueron enviados como misioneros a América. Iba
también a bordo un grupo de moravos. Durante el viaje se desencadenaron
violentas tempestades, y Juan Wesley, viéndose frente a la muerte, no se sintió
seguro de estar en paz con Dios. Los alemanes, por el contrario, manifestaban
una calma y una confianza que él no conocía.
"Ya mucho antes —dice él,— había notado
yo el carácter serio de aquella gente. De su humildad habían dado pruebas
manifiestas, al prestarse a desempeñar en favor de los otros pasajeros las
tareas serviles que ninguno de los ingleses quería hacer, y al no querer
recibir paga por estos servicios, declarando que era un beneficio para sus
altivos corazones y que su amante Salvador había hecho más por ellos. Y día
tras día manifestaban una mansedumbre que ninguna injuria podía alterar. Si
eran empujados, golpeados o derribados, se ponían en pie y se marchaban a otro
lugar; pero sin quejarse. Ahora se presentaba la oportunidad de probar si habían
quedado tan libres del espíritu de temor como del de orgullo, ira y venganza.
Cuando iban a la mitad del salmo que estaban entonando al comenzar su culto, el
mar embravecido desgarró la vela mayor, anegó la embarcación, y penetró de tal
modo por la cubierta que parecía que las tremendas profundidades nos [298] habían tragado ya. Los ingleses se pusieron
a gritar desaforadamente. Los alemanes siguieron cantando con serenidad. Más
tarde, pregunté a uno de ellos: '¿No tuvisteis miedo?' Y me dijo: 'No; gracias
a Dios.' Volví a preguntarle: '¿No tenían temor las mujeres y los niños?' Y me
contestó con calma: 'No; nuestras mujeres y nuestros niños no tienen miedo de
morir.' " —Whitehead, op. cit., pág. 10.
Al arribar a Savannah vivió Wesley algún
tiempo con los moravos y quedó muy impresionado por su comportamiento
cristiano. Refiriéndose a uno de sus servicios religiosos que contrastaba
notablemente con el formalismo sin vida de la iglesia anglicana, dijo: "La
gran sencillez y solemnidad del acto entero casi me hicieron olvidar los
diecisiete siglos transcurridos, y me parecía estar en una de las asambleas
donde no había fórmulas ni jerarquía, sino donde presidía Pablo, el tejedor de
tiendas, o Pedro, el pescador, y donde se manifestaba el poder del Espíritu."
—Id., págs. 11, 12.
Al regresar a Inglaterra, Wesley, bajo la
dirección de un predicador moravo llegó a una inteligencia más clara de la fe
bíblica. Llegó al convencimiento de que debía renunciar por completo a depender
de sus propias obras para la salvación, y confiar plenamente en el
"Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo." En una reunión de
la sociedad morava, en Londres, se leyó una declaración de Lutero que describía
el cambio que obra el Espíritu de Dios en el corazón del creyente. Al escucharlo
Wesley, se encendió la fe en su alma. "Sentí —dice— calentarse mi corazón
de un modo extraño." "Sentí entrar en mí la confianza en Cristo y en
Cristo solo, para mi salvación; y fuéme dada plena seguridad de que había
quitado mis pecados, sí, los míos, y de que me había librado a mí de la ley del
pecado y de la muerte." —Id., pág. 52.
Durante largos años de arduo y enojoso
trabajo, de rigurosa abnegación, de censuras y de humillación, Wesley se había
sostenido firme en su propósito de buscar a Dios. Al fin le encontró y comprobó
que la gracia que se había empeñado en [299]
ganar por medio de oraciones y ayunos, de limosnas y sacrificios, era un don
"sin dinero y sin precio." Una
vez afirmado en la fe de Cristo, ardió su alma en deseos de esparcir por todas
partes el conocimiento del glorioso Evangelio de la libre gracia de Dios.
"Considero el mundo entero como mi parroquia —decía él,— y dondequiera que
esté, encuentro oportuno, justo y de mi deber declarar a todos los que quieran
oírlas, las alegres nuevas de la salvación." — Id., pág 74
Siguió llevando una vida de abnegación y
rigor, ya no como base sino como resultado de la fe; no como raíz sino como
fruto de la santidad. La gracia de Dios en Cristo es el fundamento de la
esperanza del cristiano, y dicha gracia debe manifestarse en la obediencia.
Wesley consagró su vida a predicar las grandes verdades que había recibido: la
justificación por medio de la fe en la sangre expiatoria de Cristo, y el poder
regenerador del Espíritu Santo en el corazón, que lleva fruto en una vida
conforme al ejemplo de Cristo.
Whitefield y los Wesley habían sido preparados
para su obra por medio de un profundo sentimiento de su propia perdición; y
para poder sobrellevar duras pruebas como buenos soldados de Jesucristo, se
habían visto sometidos a una larga serie de escarnios, burlas y persecución,
tanto en la universidad, como al entrar en el ministerio. Ellos y otros pocos
que simpatizaban con ellos fueron llamados despectivamente
"metodistas" por sus condiscípulos incrédulos, pero en la actualidad
el apodo es considerado como honroso por una de las mayores denominaciones de
Inglaterra y América.
Como miembros de la iglesia de Inglaterra
estaban muy apegados a sus formas de culto, pero el Señor les había señalado en
su Palabra un modelo más perfecto. El Espíritu Santo les constriñó a predicar a
Cristo y a éste crucificado. El poder del Altísimo acompañó sus labores.
Millares fueron convencidos y verdaderamente convertidos. Había que proteger de
los lobos rapaces a estas ovejas. Wesley no había pensado [300] formar una nueva denominación, pero
organizó a los convertidos en lo que se llamó en aquel entonces la Unión
Metodista.
Misteriosa y ruda fue la oposición que estos
predicadores encontraron por parte de la iglesia establecida; y sin embargo,
Dios, en su sabiduría, ordenó las cosas de modo que la reforma se inició dentro
de la misma iglesia. Si hubiera venido por completo de afuera, no habría podido
penetrar donde tanto se necesitaba Pero como los predicadores del reavivamiento
eran eclesiásticos, y trabajaban dentro del jirón de la iglesia dondequiera que
encontraban oportunidad para ello, la verdad entró donde las puertas hubieran
de otro modo quedado cerradas. Algunos de los clérigos despertaron de su sopor
y se convirtieron en predicadores activos de sus parroquias. Iglesias que
habían sido petrificadas por el formalismo fueron de pronto devueltas a la
vida.
En los tiempos de Wesley, como en todas las
épocas de la historia de la iglesia, hubo hombres dotados de diferentes dones que
hicieron cada uno la obra que les fuera señalada. No estuvieron de acuerdo en
todos los puntos de doctrina, pero todos fueron guiados por el Espíritu de Dios
y unidos en el absorbente propósito de ganar almas para Cristo. Las diferencias
que mediaron entre Whitefield y los Wesley estuvieron en cierta ocasión a punto
de separarlos; pero habiendo aprendido a ser mansos en la escuela de Cristo, la
tolerancia y el amor fraternal los reconciliaron. No tenían tiempo para
disputarse cuando en derredor suyo abundaban el mal y la iniquidad y los
pecadores iban hacia la ruina.
Los siervos de Dios tuvieron que recorrer un
camino duro. Hombres de saber y de talento empleaban su influencia contra
ellos. Al cabo de algún tiempo muchos de los eclesiásticos manifestaron
hostilidad resuelta y las puertas de la iglesia se cerraron a la fe pura y a
los que la proclamaban. La actitud adoptada por los clérigos al denunciarlos
desde el púlpito despertó los elementos favorables a las tinieblas, la
ignorancia y la iniquidad. Una y otra vez, Wesley escapó a la muerte por [301] algún milagro de la misericordia de Dios.
Cuando la ira de las turbas rugía contra él y parecía no haber ya modo de
escapar, un ángel en forma de hombre se le ponía al lado, la turba retrocedía,
y el siervo de Cristo salía ileso del lugar peligroso.
Hablando él de cómo se salvó de uno de estos
lances dijo: "Muchos trataron de derribarme mientras descendíamos de una
montaña por una senda resbalosa que conducía a la ciudad, porque suponían, y
con razón, que una vez caído allí me hubiera sido muy difícil levantarme. Pero
no tropecé ni una vez, ni resbalé en la pendiente, hasta lograr ponerme fuera
de sus manos.... Muchos quisieron sujetarme por el cuello o tirarme de los
faldones para hacerme caer, pero no lo pudieron, si bien hubo uno que alcanzó a
asirse de uno de los faldones de mi chaleco, el cual se le quedó en la mano,
mientras que el otro faldón, en cuyo bolsillo guardaba yo un billete de banco,
no fue desgarrado más que a medias.... Un sujeto fornido que venía detrás de mí
me dirigió repetidos golpes con un garrote de encina. Si hubiera logrado
pegarme una sola vez en la nuca, se habría ahorrado otros esfuerzos. Pero
siempre se le desviaba el golpe, y no puedo explicar el porqué, pues me era
imposible moverme hacia la derecha ni hacia la izquierda.... Otro vino
corriendo entre el tumulto y levantó el brazo para descargar un golpe sobre mí,
se detuvo de pronto y sólo me acarició la cabeza, diciendo: '¡Qué cabello tan
suave tiene!'. . .
Los primeros que se convirtieron fueron los
héroes del pueblo, los que en todas las ocasiones capitanean a la canalla, uno
de los cuales había ganado un premio peleando en el patio de los osos....
"¡Cuán suave y gradualmente nos prepara
Dios para hacer su voluntad! Dos años ha, pasó rozándome el hombro un pedazo de
ladrillo. Un año después recibí una pedrada en la frente. Hace un mes que me
asestaron un golpe y hoy por la tarde, dos; uno antes de que entrara en el
pueblo y otro después de haber salido de él; pero fue como si no me hubieran
tocado; pues si bien un desconocido me dio un golpe en el pecho con todas sus
fuerzas y el otro en la boca con tanta furia que la [302]
sangre brotó inmediatamente, no sentí más dolor que si me hubieran dado con una
paja." —Juan Wesley, Works, tomo 3, págs. 297, 298.
Los metodistas de aquellos días —tanto el
pueblo como los predicadores— eran blanco de escarnios y persecuciones, tanto
por parte de los miembros de la iglesia establecida como de gente irreligiosa
excitada por las calumnias inventadas por esos miembros. Se les arrastraba ante
los tribunales de justicia, que lo eran sólo de nombre, pues la justicia en
aquellos días era rara en las cortes. Con frecuencia eran atacados por sus
perseguidores. La turba iba de casa en casa y les destruía los muebles y lo que
encontraban, llevándose lo que les parecía y ultrajando brutalmente a hombres,
mujeres y niños. En ocasiones se fijaban avisos en las calles convocando a los
que quisiesen ayudar a quebrar ventanas y saquear las casas de los metodistas,
dándoles cita en lugar y hora señalados. Estos atropellos de las leyes divinas
y humanas se dejaban pasar sin castigo. Se organizó una persecución en forma
contra gente cuya única falta consistía en que procuraban apartar a los
pecadores del camino de la perdición y llevarlos a la senda de la santidad.
Refiriéndose Juan Wesley a las acusaciones
dirigidas contra él y sus compañeros, dijo: "Algunos sostienen que las
doctrinas de estos hombres son falsas, erróneas e hijas del entusiasmo; que son
cosa nueva y desconocida hasta últimamente; que son cuaquerismo, fanatismo o
romanismo. Todas estas pretensiones han sido cortadas de raíz y ha quedado bien
probado que cada una de dichas doctrinas es sencillamente doctrina de las
Escrituras, interpretada por nuestra propia iglesia. De consiguiente no pueden
ser falsas ni erróneas, si es que la Escritura es verdadera." "Otros
sostienen que las doctrinas son demasiado estrictas; que hacen muy estrecho el
camino del cielo, y ésta es en verdad la objeción fundamental (pues durante un
tiempo fue casi la única) y en realidad se basan implícitamente en ella otras
más que se presentan en varias formas. Sin embargo, ¿hacen el camino del cielo [303] más estrecho de lo que fue hecho por el
Señor y sus apóstoles ? ¿Son sus doctrinas más estrictas que las de la Biblia?
Considerad sólo unos cuantos textos: 'Amarás pues al Señor tu Dios de todo tu
corazón, y de toda tu alma, y de toda tu mente, y de todas tus fuerzas....
Amarás a tu prójimo como a ti mismo.' 'Mas yo os digo, que toda palabra ociosa
que hablaren los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio.' 'Si pues
coméis, o bebéis, o hacéis otra cosa, hacedlo todo a gloria de Dios.'
"Si su doctrina es más estricta que esto,
son dignos de censura; pero en conciencia bien sabéis que no lo es. Y ¿quién
puede ser menos estricto sin corromper la Palabra de Dios? ¿Podría algún
mayordomo de los misterios de Dios ser declarado fiel si alterase parte
siquiera de tan sagrado depósito?— No; nada puede quitar; nada puede suavizar;
antes está en la obligación de manifestar a todos: 'No puedo rebajar las
Escrituras a vuestro gusto. Tenéis que elevaros vosotros mismos hasta ellas o
morir para siempre.' El grito general es: '¡Qué faltos de caridad son estos
hombres!' ¿Que no tienen caridad? ¿En qué respecto? ¿No dan de comer al
hambriento y no visten al desnudo? 'No; no es éste el asunto, que en esto no
faltan; donde les falta caridad es en su modo de juzgar, pues creen que ninguno
puede ser salvo a no ser que siga el camino de ellos.' " —Id., tomo 3,
págs. 152, 153.
El decaimiento espiritual que se había dejado
sentir en Inglaterra poco antes del tiempo de Wesley, era debido en gran parte
a las enseñanzas contrarias a la ley de Dios, o antinomianismo. Muchos
afirmaban que Cristo había abolido la ley moral y que los cristianos no tenían
obligación de observarla; que el creyente está libre de la "esclavitud de
las buenas obras." Otros, si bien admitían la perpetuidad de la ley,
declaraban que no había necesidad de que los ministros exhortaran al pueblo a
que obedeciera los preceptos de ella, puesto que los que habían sido elegidos
por Dios para ser salvos eran "llevados por el impulso irresistible de la
gracia divina, a practicar [304] la
piedad y la virtud," mientras los sentenciados a eterna perdición,
"no tenían poder para obedecer a la ley divina."
Otros, que también sostenían que "los
elegidos no pueden ser destituídos de la gracia ni perder el favor divino"
llegaban a la conclusión aun más horrenda de que "sus malas acciones no
son en realidad pecaminosas ni pueden ser consideradas como casos de violación
de la ley divina, y que en consecuencia los tales no tienen por qué confesar
sus pecados ni romper con ellos por medio del arrepentimiento."
—McClintock and Strong, Cyclopedia, art. Antinomians. Por lo tanto, declaraban
que aun uno de los pecados más viles "considerado universalmente como
enorme violación de la ley divina, no es pecado a los ojos de Dios,"
siempre que lo hubiera cometido uno de los elegidos, "porque es característica
esencial y distintiva de éstos que no pueden hacer nada que desagrade a Dios ni
que sea contrario a la ley."
Estas monstruosas doctrinas son esencialmente
lo mismo que la enseñanza posterior de los educadores y teólogos populares,
quienes dicen que no existe ley divina como norma inmutable de lo que es recto,
y que más bien la norma de la moralidad es indicada por la sociedad y que ha
estado siempre sujeta a cambios. Todas estas ideas son inspiradas por el mismo
espíritu maestro: por aquel que, hasta entre los seres impecables de los
cielos, comenzó su obra de procurar suprimir las justas restricciones de la ley
de Dios.
La doctrina de los decretos divinos que fija
de una manera inalterable el carácter de los hombres, había inducido a muchos a
rechazar virtualmente la ley de Dios. Wesley se oponía tenazmente a los errores
de los maestros del antinomianismo y probaba que son contrarios a las
Escrituras. "Porque la gracia de Dios que trae salvación a todos los
hombres, se manifestó." "Porque esto es bueno y agradable delante de
Dios nuestro Salvador; el cual quiere que todos los hombres sean salvos, y que
vengan al conocimiento de la verdad. Porque hay un Dios, asimismo un mediador
entre Dios y los hombres, [305]
Jesucristo hombre; el cual se dio a sí mismo en precio del rescate por
todos." (Tito 2: 11; 1 Timoteo 2: 3 - 6.) El Espíritu de Dios es concedido
libremente para que todos puedan echar mano de los medios de salvación. Así es
cómo Cristo "la Luz verdadera," "alumbra a todo hombre que viene
a este mundo." (S. Juan 1: 9.) Los hombres se privan de la salvación
porque rehusan voluntariamente la dádiva de vida.
En contestación al aserto de que a la muerte
de Cristo quedaron abolidos los preceptos del Decálogo juntamente con los de la
ley ceremonial, decía Wesley: "La ley moral contenida en los diez
mandamientos y sancionada por los profetas, Cristo no la abolió. Al venir al
mundo, no se propuso suprimir parte alguna de ella. Esta es una ley que jamás
puede ser abolida, pues permanece firme como fiel testigo en los cielos....
Existía desde el principio del mundo, habiendo sido escrita no en tablas de
piedra sino en el corazón de todos los hijos de los hombres al salir de manos
del Creador. Y no obstante estar ahora borradas en gran manera por el pecado
las letras tiempo atrás escritas por el dedo de Dios, no pueden serlo del todo
mientras tengamos conciencia alguna del bien y del mal. Cada parte de esta ley
ha de seguir en vigor para toda la humanidad y por todos los siglos; porque no
depende de ninguna consideración de tiempo ni de lugar ni de ninguna otra
circunstancia sujeta a alteración, sino que depende de la naturaleza de Dios
mismo, de la del hombre y de la invariable relación que existe entre uno y
otro.
" 'No he venido para abrogar, sino a
cumplir.' . . . Sin duda quiere [el Señor] dar a entender en este pasaje —según
se colige por el contexto— que vino a establecerla en su plenitud a despecho de
cómo puedan interpretarla los hombres; que vino a aclarar plenamente lo que en
ella pudiera haber de obscuro; vino para poner de manifiesto la verdad y la
importancia de cada una de sus partes; para demostrar su longitud y su anchura,
y la medida exacta de cada mandamiento que la ley contiene y al mismo tiempo la
altura y la profundidad, la [306]
inapreciable pureza y la espiritualidad de ella en todas sus secciones."
—Wesley, sermón 25.
Wesley demostró la perfecta armonía que existe
entre la ley y el Evangelio. "Existe, pues, entre la ley y el Evangelio la
relación más estrecha que se pueda concebir. Por una parte, la ley nos abre
continuamente paso hacia el Evangelio y nos lo señala; y por otra, el Evangelio
nos lleva constantemente a un cumplimiento exacto de la ley. La ley, por
ejemplo, nos exige que amemos a Dios y a nuestro prójimo, y que seamos mansos,
humildes y santos. Nos sentimos incapaces de estas cosas y aun más, sabemos que
'a los hombres esto es imposible;' pero vemos una promesa de Dios de darnos ese
amor y de hacernos humildes, mansos y santos; nos acogemos a este Evangelio y a
estas alegres nuevas; se nos da conforme a nuestra fe; y 'la justicia de la ley
se cumple en nosotros' por medio de la fe que es en Cristo Jesús....
"Entre los más acérrimos enemigos del
Evangelio de Cristo —dijo Wesley,— se encuentran aquellos que 'juzgan la ley'
misma abierta y explícitamente y 'hablan mal de ella;' que enseñan a los
hombres a quebrantar (a disolver, o anular la obligación que impone) no sólo
uno de los mandamientos de la ley, ya sea el menor o el mayor, sino todos ellos
de una vez. . . . La más sorprendente de todas las circunstancias que acompañan
a este terrible engaño, consiste en que los que se entregan a él creen que
realmente honran a Cristo cuando anulan su ley, y que ensalzan su carácter
mientras destruyen su doctrina. Sí, le honran como le honró Judas cuando le dijo:
'Salve, Maestro. Y le besó.' Y él podría decir también a cada uno de ellos:
'¿Con beso entregas al Hijo del hombre?' No es otra cosa que entregarle con un
beso hablar de su sangre y despojarle al mismo tiempo de su corona; despreciar
una parte de sus preceptos, con el pretexto de hacer progresar su Evangelio. Y
en verdad nadie puede eludir el cargo, si predica la fe de una manera que
directa o indirectamente haga caso omiso de algún aspecto de la obediencia: si
predica a Cristo de un modo [307] que
anule o debilite en algo el más pequeño de los mandamientos de Dios."
—Id., sermón 35.
Y a los que insistían en que "la
predicación del Evangelio satisface todas las exigencias de la ley,"
Wesley replicaba: "Lo negamos rotundamente. No satisface ni siquiera el
primer fin de la ley que es convencer a los hombres de su pecado, despertar a
los que duermen aún al borde del infierno." El apóstol Pablo dice que
"por medio de la ley es el conocimiento del pecado," "y mientras
no esté el hombre completamente convencido de sus pecados, no puede sentir
verdaderamente la necesidad de la sangre expiatoria de Cristo.... Como lo dijo
nuestro Señor, 'los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos.' Es
por lo tanto absurdo ofrecerle médico al que está sano o que cuando menos cree
estarlo. Primeramente tenéis que convencerle de que está enfermo; de otro modo
no os agradecerá la molestia que por él os dais. Es igualmente absurdo ofrecer
a Cristo a aquellos cuyo corazón no ha sido quebrantado todavía." —Ibid.
De modo que, al predicar el Evangelio de la
gracia de Dios, Wesley, como su Maestro, procuraba "engrandecer" la
ley y hacerla "honorable." Hizo fielmente la obra que Dios le
encomendara y gloriosos fueron los resultados que le fue dado contemplar. Hacia
el fin de su larga vida de más de ochenta años —de los cuales consagró más de
medio siglo a su ministerio itinerante— sus fieles adherentes sumaban más de
medio millón de almas. Pero las multitudes que por medio de sus trabajos fueron
rescatadas de la ruina y de la degradación del pecado y elevadas a un nivel más
alto de pureza y santidad, y el número de los que por medio de sus enseñanzas
han alcanzado una experiencia más profunda y más rica, nunca se conocerán hasta
que toda la familia de los redimidos sea reunida en el reino de Dios. La vida
de Wesley encierra una lección de incalculable valor para cada cristiano.
¡Ojalá que la fe y la humildad, el celo incansable, la abnegación y el
desprendimiento de este siervo de Cristo se reflejasen en las iglesias de hoy! [308]
No hay comentarios:
Publicar un comentario