Capítulo 20
LA OBRA de Dios en la tierra presenta, siglo
tras siglo, sorprendente analogía en cada gran movimiento reformatorio o
religioso. Los principios que rigen el trato de Dios con los hombres son
siempre los mismos. Los movimientos importantes de hogaño concuerdan con los de
antaño, y la experiencia de la iglesia en tiempos que fueron encierra lecciones
de gran valor para los nuestros.
Ninguna verdad se enseña en la Biblia con
mayor claridad que aquella de que por medio de su Santo Espíritu Dios dirige especialmente
a sus siervos en la tierra en los grandes movimientos en pro del adelanto de la
obra de salvación. Los hombres son en mano de Dios instrumentos de los que él
se vale para realizar sus fines de gracia y misericordia. Cada cual tiene su
papel que desempeñar; a cada cual le ha sido concedida cierta medida de luz
adecuada a las necesidades de su tiempo, y suficiente para permitirle cumplir
la obra que Dios le asignó. Sin embargo, ningún hombre, por mucho que le haya
honrado el Cielo, alcanzó jamás a comprender completamente el gran plan de la
redención, ni siquiera a apreciar debidamente el propósito divino en la obra
para su propia época. Los hombres no entienden por completo lo que Dios
quisiera cumplir por medio de la obra que les da que hacer; no entienden, en
todo su alcance, el mensaje que proclaman en su nombre.
"¿Puedes tú descubrir las cosas
recónditas de Dios? ¿puedes hasta lo sumo llegar a conocer al
Todopoderoso?" "Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni
vuestros caminos son mis caminos, dice Jehová. Porque como los cielos son más
altos que la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis
pensamientos que vuestros [392]
pensamientos." "Yo soy Dios, . . . y no hay ninguno como yo, que
declaro el fin desde el principio, y desde la antigüedad cosas aún no
hechas." (Job 11:
7; Isaías 55: 8, 9; 46: 9, 10, V.M.)
Ni siquiera los profetas que fueron
favorecidos por la iluminación especial del Espíritu comprendieron del todo el
alcance de las revelaciones que les fueron concedidas. Su significado debía ser
aclarado, de siglo en siglo, a medida que el pueblo de Dios necesitase la
instrucción contenida en ellas.
Escribiendo San Pedro acerca de la salvación
dada a conocer por el Evangelio, dice: "Respecto de la cual salvación,
buscaron e inquirieron diligentemente los profetas, que profetizaron de la
gracia que estaba reservada para vosotros: inquiriendo qué cosa, o qué manera
de tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, cuando de
antemano daba testimonio de los padecimientos que durarían hasta Cristo, y de
las glorias que los seguirían. A quienes fue revelado que no para sí mismos,
sino para nosotros, ministraban estas cosas." (1 S. Pedro 1: 10-12, V.M.)
No obstante, a pesar de no haber sido dado a
los profetas que comprendiesen enteramente las cosas que les fueron reveladas,
procuraron con fervor toda la luz que Dios había tenido a bien manifestar.
"Buscaron e inquirieron diligentemente," "inquiriendo qué cosa o
qué manera de tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos."
¡Qué lección para el pueblo de Dios en la era cristiana, para cuyo beneficio
estas profecías fueron dadas a sus siervos! "A quienes fue revelado que no
para sí mismos, sino para nosotros, ministraban estas cosas." Considerad a
esos santos hombres de Dios que "buscaron e inquirieron
diligentemente" tocante a las revelaciones que les fueron dadas para
generaciones que aún no habían nacido. Comparad su santo celo con la
indiferencia con que los favorecidos en edades posteriores trataron este don
del cielo. ¡Qué censura contra la apatía, amiga de la comodidad y de la
mundanalidad, que se contenta con declarar que no se pueden entender las
profecías! [393]
Si bien es cierto que la inteligencia de los
hombres no es capaz de penetrar en los consejos del Eterno, ni de comprender
enteramente el modo en que se cumplen sus designios, el hecho de que le
resulten tan vagos los mensajes del cielo se debe con frecuencia a algún error
o descuido de su parte. A menudo la mente del pueblo —y hasta de los siervos de
Dios— es ofuscada por las opiniones humanas, las tradiciones y las falsas
enseñanzas de los hombres, de suerte que no alcanzan a comprender más que
parcialmente las grandes cosas que Dios reveló en su Palabra. Así les pasó a
los discípulos de Cristo, cuando el mismo Señor estaba con ellos en persona. Su
espíritu estaba dominado por la creencia popular de que el Mesías sería un
príncipe terrenal, que exaltaría a Israel a la altura de un imperio universal,
y no pudieron comprender el significado de sus palabras cuando les anunció sus
padecimientos y su muerte.
El mismo Cristo los envió con el mensaje:
"Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de Dios: arrepentíos,
y creed el evangelio." (S. Marcos 1: 15, V.M.) El mensaje se fundaba en la
profecía del capítulo noveno de Daniel. El ángel había declarado que las
sesenta y nueve semanas alcanzarían "hasta el Mesías Príncipe," y con
grandes esperanzas y gozo anticipado los discípulos anhelaban que se
estableciera en Jerusalén el reino del Mesías que debía extenderse por toda la
tierra.
Predicaron el mensaje que Cristo les había
confiado aun cuando ellos mismos entendían mal su significado. Aunque su
mensaje se basaba en Daniel 9:25, no notaron que, según el versículo siguiente
del mismo capítulo, el Mesías iba a ser muerto. Desde su más tierna edad la
esperanza de su corazón se había cifrado en la gloria de un futuro imperio
terrenal, y eso les cegaba la inteligencia con respecto tanto a los datos de la
profecía como a las palabras de Cristo.
Cumplieron su deber presentando a la nación
judaica el llamamiento misericordioso, y luego, en el momento mismo en que
esperaban ver a su Señor ascender al trono de David, le [394] vieron aprehendido como un malhechor,
azotado, escarnecido y condenado, y elevado en la cruz del Calvario. ¡Qué
desesperación y qué angustia no desgarraron los corazones de esos discípulos
durante los días en que su Señor dormía en la tumba!
Cristo había venido al tiempo exacto y en la
manera que anunciara la profecía. La declaración de las Escrituras se había
cumplido en cada detalle de su ministerio. Había predicado el mensaje de
salvación, y "su palabra era con autoridad." Los corazones de sus
oyentes habían atestiguado que el mensaje venía del cielo. La Palabra y el
Espíritu de Dios confirmaban el carácter divino de la misión de su Hijo.
Los discípulos seguían aferrándose a su amado
Maestro con afecto indisoluble. Y sin embargo sus espíritus estaban envueltos
en la incertidumbre y la duda. En su angustia no recordaron las palabras de
Cristo que aludían a sus padecimientos y a su muerte. Si Jesús de Nazaret
hubiese sido el verdadero Mesías, ¿habríanse visto ellos sumidos así en el
dolor y el desengaño? Tal era la pregunta que les atormentaba el alma mientras
el Salvador descansaba en el sepulcro durante las horas desesperanzadas de
aquel sábado que medió entre su muerte y su resurrección.
Aunque el tétrico dolor dominaba a estos
discípulos de Jesús, no por eso fueron abandonados. El profeta dice:
"¡Aunque more en tinieblas, Jehová será mi luz! . . . El me sacará a luz;
veré su justicia." "Aun las tinieblas no encubren de ti, y la noche
resplandece como el día: lo mismo te son las tinieblas que la luz." Dios
había dicho: "Para el recto se levanta luz en medio de tinieblas."
"Y conduciré a los ciegos por un camino que no conocen; por senderos que
no han conocido los guiaré; tornaré tinieblas en luz delante de ellos, y los
caminos torcidos en vías rectas. Estas son mis promesas; las he cumplido, y no
las he dejado sin efecto." (Miqueas 7: 8, 9; Salmos 139: 12; 112: 4, V.M.;
Isaías 42: 16, V.M.)
Lo que los discípulos habían anunciado en
nombre de su [395] Señor, era exacto en
todo sentido, y los acontecimientos predichos estaban realizándose en ese mismo
momento. "Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de
Dios," había sido el mensaje de ellos. Transcurrido "el tiempo"
—las sesenta y nueve semanas del capítulo noveno de Daniel, que debían
extenderse hasta el Mesías, "el Ungido"— Cristo había recibido la
unción del Espíritu después de haber sido bautizado por Juan en el Jordán, y el
"reino de Dios" que habían declarado estar próximo, fue establecido
por la muerte de Cristo. Este reino no era un imperio terrenal como se les
había enseñado a creer. No era tampoco el reino venidero e inmortal que se
establecerá cuando "el reino, y el dominio, y el señorío de los reinos por
debajo de todos los cielos, será dado al pueblo de los santos del
Altísimo;" ese reino eterno en que "todos los dominios le servirán y
le obedecerán a él." (Daniel 7: 27, V.M.) La expresión "reino de
Dios," tal cual la emplea la Biblia, significa tanto el reino de la gracia
como el de la gloria. El reino de la gracia es presentado por San Pablo en la
Epístola a los Hebreos. Después de haber hablado de Cristo como del intercesor
que puede "compadecerse de nuestras flaquezas," el apóstol dice:
"Lleguémonos pues confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar
misericordia, y hallar gracia." (Hebreos 4: 16.) El trono de la gracia
representa el reino de la gracia; pues la existencia de un trono envuelve la
existencia de un reino. En muchas de sus parábolas, Cristo emplea la expresión,
"el reino de los cielos," para designar la obra de la gracia divina
en los corazones de los hombres.
Asimismo el trono de la gloria representa el
reino de la gloria y es a este reino al que se refería el Salvador en las
palabras: "Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria, y todos los
santos ángeles con él, entonces se sentará sobre el trono de su gloria; y serán
reunidas delante de él todas las gentes." (S. Mateo 25: 31, 32.) Este
reino está aún por venir. No quedará establecido sino en el segundo
advenimiento de Cristo. [396]
El reino de la gracia fue instituído
inmediatamente después de la caída del hombre, cuando se ideó un plan para la
redención de la raza culpable. Este reino existía entonces en el designio de
Dios y por su promesa; y mediante la fe los hombres podían hacerse sus
súbditos. Sin embargo, no fue establecido en realidad hasta la muerte de
Cristo. Aun después de haber iniciado su misión terrenal, el Salvador, cansado
de la obstinación e ingratitud de los hombres, habría podido retroceder ante el
sacrificio del Calvario. En Getsemaní la copa del dolor le tembló en la mano.
Aun entonces, hubiera podido enjugar el sudor de sangre de su frente y dejar
que la raza culpable pereciese en su iniquidad. Si así lo hubiera hecho no
habría habido redención para la humanidad caída. Pero cuando el Salvador hubo
rendido la vida y exclamado en su último aliento: "Consumado es,"
entonces el cumplimiento del plan de la redención quedó asegurado. La promesa
de salvación hecha a la pareja culpable en el Edén quedó ratificada. El reino
de la gracia, que hasta entonces existiera por la promesa de Dios, quedó
establecido.
Así, la muerte de Cristo —el acontecimiento
mismo que los discípulos habían considerado como la ruina final de sus
esperanzas— fue lo que las aseguró para siempre. Si bien es verdad que esa
misma muerte fuera para ellos cruel desengaño, no dejaba de ser la prueba
suprema de que su creencia había sido bien fundada. El acontecimiento que los
había llenado de tristeza y desesperación, fue lo que abrió para todos los
hijos de Adán la puerta de la esperanza, en la cual se concentraban la vida
futura y la felicidad eterna de todos los fieles siervos de Dios en todas las
edades.
Los designios de la misericordia infinita
alcanzaban a cumplirse, hasta por medio del desengaño de los discípulos. Si
bien sus corazones habían sido ganados por la gracia divina y el poder de las
enseñanzas de Aquel que hablaba como "jamás habló hombre alguno,"
conservaban, mezclada con el oro puro de su amor a Jesús, la liga vil del
orgullo humano y de las [397] ambiciones
egoístas. Hasta en el aposento de la cena pascual, en aquella hora solemne en
que su Maestro estaba entrando ya en las sombras de Getsemaní, "hubo
también entre ellos una contienda sobre quién de ellos debía estimarse como el
mayor." (S. Lucas 22: 24, V.M.) No veían más que el trono, la corona y la
gloria, cuando lo que tenían delante era el oprobio y la agonía del huerto, el
pretorio y la cruz del Calvario. Era el orgullo de sus corazones, la sed de
gloria mundana lo que les había inducido a adherirse tan tenazmente a las
falsas doctrinas de su tiempo, y a no tener en cuenta las palabras del Salvador
que exponían la verdadera naturaleza de su reino y predecían su agonía y muerte
Y estos errores remataron en prueba —dura pero necesaria— que Dios permitió
para escarmentarlos. Aunque los discípulos comprendieron mal el sentido del
mensaje y vieron frustrarse sus esperanzas, habían predicado la amonestación
que Dios les encomendara, y el Señor iba a recompensar su fe y honrar su
obediencia confiándoles la tarea de proclamar a todas las naciones el glorioso
Evangelio del Señor resucitado. Y a fin de prepararlos para esta obra, había
permitido que pasaran por el trance que tan amargo les pareciera.
Después de su resurrección, Jesús apareció a
sus discípulos en el camino de Emaús, y "comenzando desde Moisés y todos
los profetas, les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas
referentes a él mismo." (S. Lucas 24: 27, V.M.) Los corazones de los
discípulos se conmovieron. Su fe se reavivó. Fueron reengendrados "en
esperanza viva," aun antes de que Jesús se revelase a ellos. El propósito
de éste era iluminar sus inteligencias y fundar su fe en la "palabra
profética" "más firme." Deseaba que la verdad se arraigase
firmemente en su espíritu, no sólo porque era sostenida por su testimonio
personal sino a causa de las pruebas evidentes suministradas por los símbolos y
sombras de la ley típica, y por las profecías del Antiguo Testamento. Era
necesario que los discípulos de Cristo tuviesen una fe inteligente, no sólo en
beneficio propio, [398] sino para
comunicar al mundo el conocimiento de Cristo. Y como primer paso en la
comunicación de este conocimiento, Jesús dirigió a sus discípulos a
"Moisés y todos los profetas." Tal fue el testimonio dado por el
Salvador resucitado en cuanto al valor e importancia de las Escrituras del
Antiguo Testamento.
¡Qué cambio el que se efectuó en los corazones
de los discípulos cuando contemplaron una vez más el amado semblante de su
Maestro! (S. Lucas 24:32.) En un sentido más completo y perfecto que nunca
antes, habían hallado "a Aquel, de quien escribió Moisés en la ley, y asimismo
los profetas." La incertidumbre, la angustia, la desesperación, dejaron
lugar a una seguridad perfecta, a una fe serena. ¿ Qué mucho entonces que
después de su ascensión ellos estuviesen "siempre en el templo alabando y
bendiciendo a Dios"? El pueblo, que no tenía conocimiento sino de la
muerte ignominiosa del Salvador, miraba para descubrir en sus semblantes una
expresión de dolor, confusión y derrota; pero sólo veía en ellos alegría y
triunfo. ¡Qué preparación la que habían recibido para la obra que les esperaba!
Habían pasado por la prueba más grande que les fuera dable experimentar, y
habían visto cómo, cuando a juicio humano todo estaba perdido, la Palabra de
Dios se había cumplido y había salido triunfante. En lo sucesivo ¿qué podría
hacer vacilar su fe, o enfriar el ardor de su amor? En sus penas más amargas
ellos tuvieron "poderoso consuelo," una esperanza que era "como
ancla del alma, segura y firme." (Hebreos 6: 18, 19, V.M.) Habían
comprobado la sabiduría y poder de Dios, y estaban persuadidos de "que ni
la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni poderes, ni cosas
presentes, ni cosas por venir, ni lo alto, ni lo bajo, ni ninguna otra cosa
creada" podría apartarlos "del amor de Dios, que es en Cristo Jesús
nuestro Señor." "En todas estas cosas —decían— somos vencedores, y
más aún, por medio de Aquel que nos amó." "La Palabra del Señor
permanece para siempre." Y "¿quién es el que condena? ¡Cristo Jesús
es el que murió; más [399] aún, el que
fue levantado de entre los muertos; el que está a la diestra de Dios; el que
también intercede por nosotros!" (Romanos 8: 38, 39, 37; 1 Pedro 1: 25;
Romanos 8: 34, V.M.)
El Señor dice: "Nunca jamás será mi
pueblo avergonzado." (Joel 2: 26.) "Una noche podrá durar el lloro,
mas a la mañana vendrá la alegría." (Salmo 30: 5, V.M.) Cuando en el día
de su resurrección estos discípulos encontraron al Salvador, y sus corazones
ardieron al escuchar sus palabras; cuando miraron su cabeza, sus manos y sus
pies que habían sido heridos por ellos; cuando antes de su ascensión, Jesús les
llevara hasta cerca de Betania y, levantando sus manos para bendecirlos, les
dijera: "Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda
criatura," y agregara: "He aquí, yo estoy con vosotros todos los días,
hasta el fin del mundo" (S. Marcos 16:15; S. Mateo 28: 20); cuando en el
día de Pentecostés descendió el Consolador prometido, y por el poder de lo alto
que les fue dado las almas de los creyentes se estremecieron con el sentimiento
de la presencia de su Señor que ya había ascendido al cielo, —entonces, aunque
la senda que seguían, como la que siguiera su Maestro, fuera la senda del
sacrificio y del martirio, ¿habrían ellos acaso cambiado el ministerio del
Evangelio de gracia, con la "corona de justicia" que habían de recibir
a su venida, por la gloria de un trono mundano que había sido su esperanza en
los comienzos de su discipulado? Aquel "que es poderoso para hacer
infinitamente más de todo cuanto podemos pedir, y aun pensar," les había
concedido con la participación en sus sufrimientos, la comunión de su gozo — el
gozo de "llevar muchos hijos a la gloria," dicha indecible, "un
peso eterno de gloria," al que, dice San Pablo, nuestra "ligera
aflicción que no dura sino por un momento," no es "digna de ser
comparada." Lo que experimentaron
los discípulos que predicaron el "evangelio del reino" cuando vino
Cristo por primera vez tuvo su contraparte en lo que experimentaron los que
proclamaron el mensaje de su segundo advenimiento. Así como los discípulos
fueron predicando: "Se ha cumplido el tiempo, y se ha [400] acercado el reino de Dios," así
también Miller y sus asociados proclamaron que estaba a punto de terminar el
período profético más largo y último de que habla la Biblia, que el juicio era
inminente y que el reino eterno iba a ser establecido. La predicación de los
discípulos en cuanto al tiempo se basaba en las setenta semanas del capítulo
noveno de Daniel. El mensaje proclamado por Miller y sus colaboradores
anunciaba la conclusión de los 2.300 días de Daniel 8:14, de los cuales las
setenta semanas forman parte. En cada caso la predicación se fundaba en el
cumplimiento de una parte diferente del mismo gran período profético.
Como los primeros discípulos, Guillermo Miller
y sus colaboradores no comprendieron ellos mismos enteramente el alcance del
mensaje que proclamaban. Los errores que existían desde hacía largo tiempo en
la iglesia les impidieron interpretar correctamente un punto importante de la
profecía. Por eso si bien proclamaron el mensaje que Dios les había confiado
para que lo diesen al mundo, sufrieron un desengaño debido a un falso concepto
de su significado.
Al explicar Daniel 8:14 "Hasta dos mil y
trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el santuario,"
Miller, como ya lo hemos dicho, aceptó la creencia general de que la tierra era
el santuario, y creyó que la purificación del santuario representaba la
purificación de la tierra por el fuego a la venida del Señor. Por consiguiente,
cuando echó de ver que el fin de los 2.300 días estaba predicho con precisión,
sacó la conclusión de que esto revelaba el tiempo del segundo advenimiento. Su
error provenía de que había aceptado la creencia popular relativa a lo que
constituye el santuario.
En el sistema típico —que era sombra del
sacrificio y del sacerdocio de Cristo— la purificación del santuario era el
último servicio efectuado por el sumo sacerdote en el ciclo anual de su
ministerio. Era el acto final de la obra de expiación— una remoción o
apartamiento del pecado de Israel. Prefiguraba la obra final en el ministerio
de nuestro Sumo Sacerdote en el [401]
cielo, en el acto de borrar los pecados de su pueblo, que están consignados en
los libros celestiales. Este servicio envuelve una obra de investigación, una
obra de juicio, y precede inmediatamente la venida de Cristo en las nubes del
cielo con gran poder y gloria, pues cuando él venga, la causa de cada uno habrá
sido fallada. Jesús dice: "Mi galardón está conmigo, para dar la
recompensa a cada uno según sea su obra." (Apocalipsis 22: 12, V.M.) Esta
obra de juicio, que precede inmediatamente al segundo advenimiento, es la que
se anuncia en el primer mensaje angelical de Apocalipsis 14:7: "¡Temed a
Dios y dadle honra; porque ha llegado la hora de su juicio!" (V.M.)
Los que proclamaron esta amonestación dieron
el debido mensaje a su debido tiempo. Pero así como los primitivos discípulos
declararan: "Se ha cumplido el tiempo, y se ha acercado el reino de
Dios," fundándose en la profecía de Daniel 9, sin darse cuenta de que la
muerte del Mesías estaba anunciada en el mismo pasaje bíblico, así también
Miller y sus colaboradores predicaron el mensaje fundado en Daniel 8:14 y
Apocalipsis 14:7 sin echar de ver que el capítulo 14 del Apocalipsis encerraba
aún otros mensajes que debían ser también proclamados antes del advenimiento
del Señor. Como los discípulos se equivocaron en cuanto al reino que debía
establecerse al fin de las setenta semanas, así también los adventistas se
equivocaron en cuanto al acontecimiento que debía producirse al fin de los
2.300 días. En ambos casos la circunstancia de haber aceptado errores
populares, o mejor dicho la adhesión a ellos, fue lo que cerró el espíritu a la
verdad. Ambas escuelas cumplieron la voluntad de Dios, proclamando el mensaje
que él deseaba fuese proclamado, y ambas, debido a su mala comprensión del
mensaje, sufrieron desengaños.
Sin embargo, Dios cumplió su propósito
misericordioso permitiendo que el juicio fuese proclamado precisamente como lo
fue. El gran día estaba inminente, y en la providencia de Dios el pueblo fue
probado tocante a un tiempo fijo a fin de que se les revelase lo que había en
sus corazones. El mensaje tenía [402]
por objeto probar y purificar la iglesia. Los hombres debían ser inducidos a
ver si sus afectos pendían de las cosas de este mundo o de Cristo y del cielo.
Ellos profesaban amar al Salvador; debían pues probar su amor. ¿Estarían
dispuestos a renunciar a sus esperanzas y ambiciones mundanas, para saludar con
gozo el advenimiento de su Señor? El mensaje tenía por objeto hacerles ver su verdadero
estado espiritual; fue enviado misericordiosamente para despertarlos a fin de
que buscasen al Señor con arrepentimiento y humillación.
Además, si bien el desengaño era resultado de
una comprensión errónea del mensaje que anunciaban, Dios iba a predominar para
bien sobre las circunstancias. Los corazones de los que habían profesado
recibir la amonestación iban a ser probados. En presencia de su desengaño, ¿se
apresurarían ellos a renunciar a su experiencia y a abandonar su confianza en
la Palabra de Dios o con oración y humildad procurarían discernir en qué puntos
no habían comprendido el significado de la profecía ? ¿Cuántos habían obrado
por temor o por impulso y arrebato? ¿Cuántos eran de corazón indeciso e
incrédulo? Muchos profesaban anhelar el advenimiento del Señor. Al ser llamados
a sufrir las burlas y el oprobio del mundo, y la prueba de la dilación y del
desengaño, ¿renunciarían a su fe? Porque no pudieran comprender luego los
caminos de Dios para con ellos, ¿rechazarían verdades confirmadas por el
testimonio más claro de su Palabra?
Esta prueba revelaría la fuerza de aquellos
que con verdadera fe habían obedecido a lo que creían ser la enseñanza de la
Palabra y del Espíritu de Dios. Ella les enseñaría, como sólo tal experiencia
podía hacerlo, el peligro que hay en aceptar las teorías e interpretaciones de
los hombres, en lugar de dejar la Biblia interpretarse a sí misma. La
perplejidad y el dolor que iban a resultar de su error, producirían en los
hijos de la fe el escarmiento necesario. Los inducirían a profundizar aún más
el estudio de la palabra profética. Aprenderían a examinar más detenidamente el
fundamento de su fe, y a rechazar todo [403]
lo que no estuviera fundado en la verdad de las Sagradas Escrituras, por muy
amplia que fuese su aceptación en el mundo cristiano.
A estos creyentes les pasó lo que a los
primeros discípulos: lo que en la hora de la prueba pareciera obscuro a su
inteligencia, les fue aclarado después. Cuando vieron el "fin que vino del
Señor," supieron que a pesar de la prueba que resultó de sus errores, los
propósitos del amor divino para con ellos no habían dejado de seguir
cumpliéndose. Merced a tan bendita experiencia llegaron a saber que el
"Señor es muy misericordioso y compasivo;" que todos sus caminos
"son misericordia y verdad, para los que guardan su pacto y sus
testimonios." [404]
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