Capítulo 10
LA MISTERIOSA desaparición de Lutero despertó
consternación en toda Alemania, y por todas partes se oían averiguaciones
acerca de su paradero. Circulaban los rumores más descabellados y muchos creían
que había sido asesinado. Oíanse lamentos, no sólo entre sus partidarios
declarados, sino también entre millares de personas que aún no se habían
decidido abiertamente por la Reforma. Muchos se comprometían por juramento
solemne a vengar su muerte.
Los principales jefes del romanismo vieron
aterrorizados a qué grado había llegado la animosidad contra ellos, y aunque al
principio se habían regocijado por la supuesta muerte de Lutero, pronto
desearon huir de la ira del pueblo. Los enemigos del reformador no se habían
visto tan preocupados por los actos más atrevidos que cometiera mientras estaba
entre ellos como por su desaparición. Los que en su ira habían querido matar al
arrojado reformador estaban dominados por el miedo ahora que él no era más que
un cautivo indefenso. "El único medio que nos queda para salvarnos —dijo
uno— consiste en encender antorchas e ir a buscar a Lutero por toda la tierra,
para devolverle a la nación que le reclama." — D'Aubigné, lib. 9, cap. 1.
El edicto del emperador parecía completamente ineficaz. Los legados del papa se
llenaron de indignación al ver que dicho edicto llamaba menos la atención que
la suerte de Lutero.
Las noticias de que él estaba en salvo, aunque
prisionero, calmaron los temores del pueblo y hasta acrecentaron el entusiasmo
en su favor. Sus escritos se leían con mayor avidez que nunca antes. Un número
siempre creciente de adeptos se unía a la causa del hombre heroico que frente a
desventajas [197] abrumadoras defendía
la Palabra de Dios. La Reforma iba cobrando constantemente fuerzas. La semilla
que Lutero había sembrado brotaba en todas partes. Su ausencia realizó una obra
que su presencia no habría realizado. Otros obreros sintieron nueva
responsabilidad al serles quitado su jefe, y con nueva fe y ardor se
adelantaron a hacer cuanto pudiesen para que la obra tan noblemente comenzada
no fuese estorbada.
Satanás empero no estaba ocioso. Intentó lo
que ya había intentado en otros movimientos de reforma, es decir engañar y
perjudicar al pueblo dándole una falsificación en lugar de la obra verdadera.
Así como hubo falsos cristos en el primer siglo de la iglesia cristiana, así
también se levantaron falsos profetas en el siglo XVI.
Unos cuantos hombres afectados íntimamente por
la agitación religiosa, se imaginaron haber recibido revelaciones especiales
del cielo, y se dieron por designados divinamente para llevar a feliz término
la obra de la Reforma, la cual, según ellos, había sido débilmente iniciada por
Lutero. En realidad, lo que hacían era deshacer la obra que el reformador había
realizado. Rechazaban el gran principio que era la base misma de la Reforma, es
a saber, que la Palabra de Dios es la regla perfecta de fe y práctica; y en
lugar de tan infalible guía substituían la norma variable e insegura de sus
propios sentimientos e impresiones. Y así, por haberse despreciado al único
medio seguro de descubrir el engaño y la mentira se le abrió camino a Satanás
para que a su antojo dominase los espíritus.
Uno de estos profetas aseveraba haber sido
instruido por el ángel Gabriel. Un estudiante que se le unió abandonó los
estudios, declarándose investido de poder por Dios mismo para exponer su
Palabra. Se les unieron otros, de por sí inclinados al fanatismo. Los
procederes de estos iluminados crearon mucha excitación. La predicación de
Lutero había hecho sentir al pueblo en todas partes la necesidad de una
reforma, y algunas personas de buena fe se dejaron extraviar por las
pretensiones de los nuevos profetas [198]
Los cabecillas de este movimiento fueron a Wittenberg y expusieron sus
exigencias a Melanchton y a sus colaboradores. Decían: "Somos enviados por
Dios para enseñar al pueblo. Hemos conversado familiarmente con Dios, y por lo
tanto, sabemos lo que ha de acontecer. Para decirlo en una palabra: somos
apóstoles y profetas y apelamos al doctor Lutero."—Id., cap. 7.
Los reformadores estaban atónitos y perplejos.
Era éste un factor con que nunca habían tenido que habérselas y se hallaban sin
saber qué partido tomar. Melanchton dijo: "Hay en verdad espíritus
extraordinarios en estos hombres; pero ¿qué espíritus serán? . . . Por una
parte debemos precavernos de contristar el Espíritu de Dios, y por otra, de ser
seducidos por el espíritu de Satanás." —Ibid.
Pronto se dio a conocer el fruto de toda esta
enseñanza. El pueblo fue inducido a descuidar la Biblia o a rechazarla del
todo. Las escuelas se llenaron de confusión. Los estudiantes, despreciando
todas las sujeciones, abandonaron sus estudios y se separaron de la
universidad. Los hombres que se tuvieron a sí mismos por competentes para
reavivar y dirigir la obra de la Reforma, lograron sólo arrastrarla al borde de
la ruina. Los romanistas, recobrando confianza, exclamaban alegres: "Un
esfuerzo más, y todo será nuestro." —Ibid.
Al saber Lutero en la Wartburg lo que ocurría,
dijo, con profunda consternación: "Siempre esperaba yo que Satanás nos
mandara esta plaga."—Ibid. Se dio cuenta del verdadero carácter de estos
fementidos profetas y vio el peligro que amenazaba a la causa de la verdad. La
oposición del papa y del emperador no le habían sumido en la perplejidad y
congoja que ahora experimentaba. De entre los que profesaban ser amigos de la
Reforma se habían levantado sus peores enemigos. Las mismas verdades que le
habían producido tan profundo regocijo y consuelo eran empleadas para despertar
pleitos y confusión en la iglesia.
En la obra de la Reforma, Lutero había sido
impulsado [199] por el Espíritu de Dios
y llevado más allá de lo que pensara. No había tenido el propósito de tomar
tales resoluciones ni de efectuar cambios tan radicales. Había sido solamente
instrumento en manos del poder infinito. Sin embargo, temblaba a menudo por el
resultado de su trabajo. Dijo una vez: "Si yo supiera que mi doctrina
hubiera dañado a un ser viviente por pobre y obscuro que hubiera sido, —lo que
es imposible, pues ella es el mismo Evangelio,— hubiera preferido mejor morir
diez veces antes que negarme a retractarme." —Ibid.
Y ahora hasta el mismo Wittenberg, el
verdadero centro de la Reforma, caía rápidamente bajo el poder del fanatismo y
de los desórdenes. Esta terrible situación no era efecto de las enseñanzas de
Lutero; pero no obstante por toda Alemania sus enemigos se la achacaban a él.
Con el ánimo deprimido, preguntábase a veces a sí mismo: " ¿Será posible
que así remate la gran obra de la Reforma?' —Ibid. Pero cuando hubo orado
fervientemente al respecto, volvió la paz a su alma. "La obra no es mía
sino tuya —decía él,— y no consentirás que se malogre por causa de la
superstición o del fanatismo." El solo pensamiento de seguir apartado del
conflicto en una crisis tal, le era insoportable; de modo que decidió volver a
Wittenberg.
Sin más tardar arriesgó el viaje. Se hallaba
proscrito en todo el imperio. Sus enemigos tenían libertad para quitarle la
vida, y a sus amigos les era prohibido protegerle. El gobierno imperial
aplicaba las medidas más rigurosas contra sus adherentes, pero vio que
peligraba la obra del Evangelio, y en el nombre del Señor se adelantó sin miedo
a combatir por la verdad.
En una carta que dirigió al elector, después
de manifestar el propósito que alentaba de salir de la Wartburg, decía:
"Sepa su alteza que me dirijo a Wittenberg bajo una protección más valiosa
que la de príncipes y electores. No he pensado solicitar la ayuda de su alteza;
y tan lejos estoy de impetrar vuestra protección, que yo mismo abrigo más bien
la esperanza de protegeros a vos. Si supiese yo que su alteza querría o podría [200] tomar mi defensa, no iría a Wittenberg.
Ninguna espada material puede adelantar esta causa. Dios debe hacerlo todo sin
la ayuda o la cooperación del hombre. El que tenga más fe será el que podrá
presentar mejor defensa." —Id., cap. 8.
En una segunda carta que escribió, camino de
Wittenberg, añadía Lutero: "Héme aquí, dispuesto a sufrir la reprobación
de su alteza y el enojo del mundo entero. ¿No son los vecinos de Wittenberg mi
propia grey? ¿No los encomendó Dios a mi cuidado? y ¿no deberé, si es
necesario, dar mi vida por amor de ellos? Además, temo ver una terrible
revuelta en Alemania, que ha de acarrear a nuestro país el castigo de
Dios." —Id., cap. 7.
Con exquisita precaución y humildad, pero a la
vez con decisión y firmeza, volvió Lutero a su trabajo. "Con la Biblia
—dijo,— debemos rebatir y echar fuera lo que logró imponerse por medio de la
fuerza. Yo no deseo que se valgan de la violencia contra los supersticiosos y
los incrédulos.... No hay que constreñir a nadie. La libertad es la esencia
misma de la fe." —Id., cap. 8.
Pronto se supo por todo Wittenberg que Lutero
había vuelto y que iba a predicar. El pueblo acudió de todas partes, al punto
que no podía caber en la iglesia. Subiendo al púlpito, instruyó el reformador a
sus oyentes; con notable sabiduría y mansedumbre los exhortó y los amonestó.
Refiriéndose en su sermón a las medidas violentas de que algunos habían echado
mano para abolir la misa, dijo:
"La misa es una cosa mala. Dios se opone
a ella. Debería abolirse, y yo desearía que en su lugar se estableciese en
todas partes la santa cena del Evangelio. Pero no apartéis de ella a nadie por
la fuerza. Debemos dejar el asunto en manos de Dios. No somos nosotros los que
hemos de obrar, sino su Palabra. Y ¿por qué? me preguntaréis. Porque los
corazones de los hombres no están en mis manos como el barro en las del
alfarero. Tenemos derecho de hablar, pero no tenemos derecho de obligar a
nadie. Prediquemos; y confiemos lo demás [201]
a Dios. Si me resuelvo a hacer uso de la fuerza, ¿qué conseguiré? Fingimientos,
formalismo, ordenanzas humanas, hipocresía.... Pero en todo esto no se hallará
sinceridad de corazón, ni fe, ni amor. Y donde falte esto, todo falta, y yo no
daría ni una paja por celebrar una victoria de esta índole. . . . Dios puede
hacer más mediante el mero poder de su Palabra que vosotros y yo y el mundo
entero con nuestros esfuerzos unidos. Dios sujeta el corazón, y una vez sujeto,
todo está ganado....
"Estoy listo para predicar, alegar y
escribir; pero a nadie constreñiré, porque la fe es un acto voluntario.
Recordad todo lo que ya he hecho. Me encaré con el papa, combatí las
indulgencias y a los papistas; pero sin violencia, sin tumultos. Expuse con
claridad la Palabra de Dios; prediqué y escribí, esto es todo lo que hice. Y
sin embargo, mientras yo dormía, . . . la Palabra que había predicado afectó al
papado como nunca le perjudicó príncipe ni emperador alguno. Y sin embargo nada
hice; la Palabra sola lo hizo todo. Si hubiese yo apelado a la fuerza, el suelo
de Alemania habría sido tal vez inundado con sangre. ¿Pero cuál hubiera sido el
resultado? La ruina y la destrucción del alma y del cuerpo. En consecuencia, me
quedo quieto, y dejo que la Palabra se extienda a lo largo y a lo ancho de la
tierra." —Ibid.
Por siete días consecutivos predicó Lutero a
las ansiosas muchedumbres. La Palabra de Dios quebrantó la esclavitud del
fanatismo. El poder del Evangelio hizo volver a la verdad al pueblo que se
había descarriado.
Lutero no deseaba verse con los fanáticos
cuyas enseñanzas habían causado tan grave perjuicio. Harto los conocía por
hombres de escaso juicio y de pasiones desordenadas, y que, pretendiendo ser
iluminados directamente por el cielo, no admitirían la menor contradicción ni
atenderían a un solo consejo ni a un solo cariñoso reproche. Arrogándose la
suprema autoridad, exigían de todos que, sin la menor resistencia, reconociesen
lo que ellos pretendían. Pero como solicitasen una [202]
entrevista con él, consintió en recibirlos; y denunció sus pretensiones con
tanto éxito que los impostores se alejaron en el acto de Wittenberg.
El fanatismo quedó detenido por un tiempo;
pero pocos años después resucitó con mayor violencia y logró resultados más
desastrosos. Respecto a los principales directores de este movimiento, dijo
Lutero: "Para ellos las Sagradas Escrituras son letra muerta; todos
gritan: '¡El Espíritu! ¡El Espíritu!' Pero yo no quisiera ir por cierto adonde
su espíritu los guía. ¡Plegue a Dios en su misericordia guardarme de pertenecer
a una iglesia en la cual sólo haya santos! Deseo estar con los humildes, los
débiles, los enfermos, todos los cuales conocen y sienten su pecado y suspiran
y claman de continuo a Dios desde el fondo de sus corazones para que él los consuele
y los sostenga." —Id., lib. 10, cap. 10.
Tomás Munzer, el más activo de los fanáticos,
era hombre de notable habilidad que, si la hubiese encauzado debidamente,
habría podido hacer mucho bien; pero desconocía aun los principios más
rudimentarios de la religión verdadera. "Deseaba vehementemente reformar
el mundo, olvidando. Como otros muchos iluminados, que la reforma debía
comenzar por él mismo." —Id., lib. 9, cap. 8. Ambicionaba ejercer cargos e
influencia, y no quería ocupar el segundo puesto, ni aun bajo el mismo Lutero.
Declaraba que, al colocar la autoridad de la Escritura en substitución de la
del papa, los reformadores no hacían más que establecer una nueva forma de
papado. Y se declaraba divinamente comisionado para llevar a efecto la verdadera
reforma. "El que tiene este espíritu —decía Munzer— posee la verdadera fe,
aunque ni por una sola vez en su vida haya visto las Sagradas Escrituras."
—Id., lib. 10, cap. 10.
Los maestros del fanatismo se abandonaban al
influjo de sus impresiones y consideraban cada pensamiento y cada impulso como
voz de Dios; en consecuencia, se fueron a los extremos. Algunos llegaron hasta
quemar sus Biblias, [203] exclamando:
"La letra mata, el Espíritu es el que da vida." Las enseñanzas de
Munzer apelaban a la afición del hombre a lo maravilloso, y de paso daban
rienda suelta a su orgullo al colocar en realidad las ideas y las opiniones de
los hombres por encima de la Palabra de Dios. Millares de personas aceptaban
sus doctrinas. Pronto llegó a condenar el orden en el culto público y declaró
que obedecer a los príncipes era querer servir a Dios y a Belial.
El pueblo que comenzaba a emanciparse del yugo
del papado, tascaba el freno bajo las restricciones de la autoridad civil. Las
enseñanzas revolucionarias de Munzer, con su presunta aprobación divina, los
indujeron a sublevarse contra toda sujeción y a abandonarse a sus prejuicios y
a sus pasiones. Siguiéronse las más terribles escenas de sedición y contienda y
los campos de Alemania se empaparon de sangre.
La angustia de corazón que Lutero había
experimentado hacía tanto tiempo en Erfurt, se apoderó de él nuevamente con
redoblada fuerza al ver que los resultados del fanatismo eran considerados como
efecto de la Reforma. Los príncipes papistas declaraban —y muchos estaban dispuestos
a dar crédito al aserto— que la rebelión era fruto legítimo de las doctrinas de
Lutero. A pesar de que estos cargos carecían del más leve fundamento, no
pudieron menos que causar honda pena al reformador. Parecíale insoportable que
se deshonrase así la causa de la verdad identificándola con tan grosero
fanatismo. Por otra parte, los jefes de la revuelta odiaban a Lutero no sólo
porque se había opuesto a sus doctrinas y se había negado a reconocerles
autorización divina, sino porque los había declarado rebeldes ante las
autoridades civiles. En venganza le llamaban vil impostor. Parecía haberse
atraído la enemistad tanto de los príncipes como del pueblo.
Los romanistas se regocijaban y esperaban ver
pronto la ruina de la Reforma. Hasta culpaban a Lutero de los mismos errores
que él mismo se afanara tanto en corregir. El partido de los fanáticos,
declarando falsamente haber sido tratado con [204]
injusticia, logró ganar la simpatía de mucha gente, y, como sucede con
frecuencia con los que se inclinan del lado del error, fueron pronto aquellos
considerados como mártires. De esta manera los que desplegaran toda su energía
en oposición a la Reforma fueron compadecidos y admirados como víctimas de la
crueldad y de la opresión. Esta era la obra de Satanás, y la impulsaba el mismo
espíritu de rebelión que se manifestó por primera vez en los cielos.
Satanás procura constantemente engañar a los
hombres y les hace llamar pecado a lo que es bueno, y bueno a lo que es pecado.
¡Y cuánto éxito ha tenido su obra! ¡Cuántas veces se crítica a los siervos
fieles de Dios porque permanecen firmes en defensa de la verdad! Hombres que
sólo son agentes de Satanás reciben alabanzas y lisonjas y hasta pasan por
mártires, en tanto que otros que deberían ser considerados y sostenidos por su
fidelidad a Dios, son abandonados y objeto de sospecha y de desconfianza.
La falsa piedad y la falsa santificación
siguen haciendo su obra de engaño. Bajo diversas formas dejan ver el mismo
espíritu que las caracterizara en días de Lutero, pues apartan a las mentes de
las Escrituras e inducen a los hombres a seguir sus propios sentimientos e
impresiones en vez de rendir obediencia a la ley de Dios. Este es uno de los
más eficaces inventos de Satanás para desprestigiar la pureza y la verdad.
Denodadamente defendió Lutero el Evangelio
contra los ataques de que era objeto desde todas partes. La Palabra de Dios
demostró ser una arma poderosa en cada conflicto. Con ella combatió el
reformador la usurpada autoridad del papa y la filosofía racionalista de los
escolásticos, a la vez que se mantenía firme como una roca contra el fanatismo
que pretendía aliarse con la Reforma.
Cada uno a su manera, estos elementos opuestos
dejaban a un lado las Sagradas Escrituras y exaltaban la sabiduría humana como
el gran recurso para conocer la verdad religiosa. El racionalismo hace un ídolo
de la razón, y la constituye como [205]
criterio religioso. El romanismo, al atribuir a su soberano pontífice una
inspiración que proviene en línea recta de los apóstoles y continúa invariable
al través de los tiempos, da amplia oportunidad para toda clase de
extravagancias y corrupciones que se ocultan bajo la santidad del mandato
apostólico. La inspiración a que pretendían Munzer y sus colegas no procedía
sino de los desvaríos de su imaginación y su influencia subvertía toda
autoridad, humana o divina. El cristianismo recibe la Palabra de Dios como el
gran tesoro de la verdad inspirada y la piedra de toque de toda inspiración.
A su regreso de la Wartburg, terminó Lutero su
traducción del Nuevo Testamento y no tardó el Evangelio en ser ofrecido al
pueblo de Alemania en su propia lengua. Esta versión fue recibida con agrado
por todos los amigos de la verdad, pero fue vilmente desechada por los que
preferían dejarse guiar por las tradiciones y los mandamientos de los hombres.
Se alarmaron los sacerdotes al pensar que el
vulgo iba a poder discutir con ellos los preceptos de la Palabra de Dios y
descubrir la ignorancia de ellos. Las armas carnales de su raciocinio eran
impotentes contra la espada del Espíritu. Roma puso en juego toda su autoridad
para impedir la circulación de las Santas Escrituras; pero los decretos, los
anatemas y el mismo tormento eran inútiles. Cuanto más se condenaba y prohibía
la Biblia, mayor era el afán del pueblo por conocer lo que ella enseñaba. Todos
los que sabían leer deseaban con ansia estudiar la Palabra de Dios por sí
mismos. La llevaban consigo, la leían y releían, y no se quedaban satisfechos
antes de saber grandes trozos de ella de memoria. Viendo la buena voluntad con
que fue acogido el Nuevo Testamento, Lutero dio comienzo a la traducción del
Antiguo y la fue publicando por partes conforme las iba terminando.
Sus escritos tenían aceptación en la ciudad y
en las aldeas. "Lo que Lutero y sus amigos escribían, otros se encargaban
de esparcirlo por todas partes. Los monjes que habían reconocido el carácter
ilegítimo de las obligaciones monacales y deseaban [206]
cambiar su vida de indolencia por una de actividad, pero se sentían muy
incapaces de proclamar por sí mismos la Palabra de Dios, cruzaban las
provincias vendiendo los escritos de Lutero y sus colegas. Al poco tiempo
Alemania pululaba con estos intrépidos colportores." —Id., lib. 9, cap.
II.
Estos escritos eran estudiados con profundo
interés por ricos y pobres, por letrados e ignorantes. De noche, los maestros
de las escuelas rurales los leían en alta voz a pequeños grupos que se reunían
al amor de la lumbre. Cada esfuerzo que en este sentido se hacía convencía a
algunas almas de la verdad, y ellas a su vez habiendo recibido la Palabra con
alegría, la comunicaban a otros.
Así se cumplían las palabras inspiradas:
"La entrada de tus palabras alumbra; a los simples les da
inteligencia." (Salmo 119: 130, V.M.) El estudio de las Sagradas
Escrituras producía un cambio notable en las mentes y en los corazones del
pueblo. El dominio papal les había impuesto un yugo férreo que los mantenía en
la ignorancia y en la degradación. Con escrúpulos supersticiosos, observaban
las formas, pero era muy pequeña la parte que la mente y el corazón tomaban en
los servicios. La predicación de Lutero, al exponer las sencillas verdades de
la Palabra de Dios, y la Palabra misma, al ser puesta en manos del pueblo,
despertaron sus facultades aletargadas, y no sólo purificaban y ennoblecían la
naturaleza espiritual, sino que daban nuevas fuerzas y vigor a la inteligencia.
Veíanse a personas de todas las clases
sociales defender, con la Biblia en la mano, las doctrinas de la Reforma. Los
papistas que habían abandonado el estudio de las Sagradas Escrituras a los
sacerdotes y a los monjes, les pidieron que viniesen en su auxilio a refutar
las nuevas enseñanzas. Empero, ignorantes de las Escrituras y del poder de
Dios, monjes y sacerdotes fueron completamente derrotados por aquellos a quienes
habían llamado herejes e indoctos. "Desgraciadamente —decía un escritor
católico,— Lutero ha convencido a sus correligionarios de que su fe debe
fundarse solamente en la Santa [207]
Escritura." —Id., lib. 9, cap. II. Las multitudes se congregaban para escuchar
a hombres de poca ilustración defender la verdad y hasta discutir acerca de
ella con teólogos instruídos y elocuentes. La vergonzosa ignorancia de estos
grandes hombres se descubría tan luego como sus argumentos eran refutados por
las sencillas enseñanzas de la Palabra de Dios. Los hombres de trabajo, los
soldados y hasta los niños, estaban más familiarizados con las enseñanzas de la
Biblia que los sacerdotes y los sabios doctores.
El contraste entre los discípulos del
Evangelio y los que sostenían las supersticiones papistas no era menos notable
entre los estudiantes que entre las masas populares. "En oposición a los
antiguos campeones de la jerarquía que había descuidado el estudio de los
idiomas y de la literaturas,... levantábanse jóvenes de mente privilegiada,
muchos de los cuales se consagraban al estudio de las Escrituras, y se
familiarizaban con los tesoros de la literatura antigua. Dotados de rápida
percepción, de almas elevadas y de corazones intrépidos, pronto llegaron a
alcanzar estos jóvenes tanta competencia, que durante mucho tiempo nadie se
atrevía a hacerles frente.... De manera que en los concursos públicos en que
estos jóvenes campeones de la Reforma se encontraban con doctores papistas, los
atacaban con tanta facilidad y confianza que los hacían vacilar y los exponían
al desprecio de todos." —Ibid.
Cuando el clero se dio cuenta de que iba
menguando el número de los congregantes, invocó la ayuda de los magistrados, y
por todos los medios a su alcance procuró atraer nuevamente a sus oyentes. Pero
el pueblo había hallado en las nuevas enseñanzas algo que satisfacía las
necesidades de sus almas, y se apartaba de aquellos que por tanto tiempo le
habían alimentado con las cáscaras vacías de los ritos supersticiosos y de las
tradiciones humanas.
Cuando la persecución ardía contra los
predicadores de la verdad, ponían éstos en práctica las palabras de Cristo: [208] "Cuando pues os persiguieren en una
ciudad, huid a otra." (S. Mateo 10: 23, V.M.) La luz penetraba en todas
partes. Los fugitivos hallaban en algún lugar puertas hospitalarias que les
eran abiertas, y morando allí, predicaban a Cristo, a veces en la iglesia, o,
si se les negaba ese privilegio, en casas particulares o al aire libre.
Cualquier sitio en que hallasen un oyente se convertía en templo. La verdad,
proclamada con tanta energía y fidelidad, se extendía con irresistible poder.
En vano se mancomunaban las autoridades
civiles y eclesiásticas para detener el avance de la herejía. Inútilmente
recurrían a la cárcel, al tormento, al fuego y a la espada. Millares de
creyentes sellaban su fe con su sangre, pero la obra seguía adelante. La
persecución no servía sino para hacer cundir la verdad, y el fanatismo que
Satanás intentara unir a ella, no logró sino hacer resaltar aun más el contraste
entre la obra diabólica y la de Dios. [209]
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