Capítulo 1
"¡OH SI también tú conocieses, a lo menos
en este tu día, lo que toca a tu paz! mas ahora está encubierto de tus ojos.
Porque vendrán días sobre ti, que tus enemigos te cercarán con baluarte, y te
pondrán cerco, y de todas partes te pondrán en estrecho, y te derribarán a
tierra, y a tus hijos dentro de ti; y no dejarán sobre ti piedra sobre piedra;
por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación." (S. Lucas 19: 42 -
44.)
Desde lo alto del monte de los Olivos miraba
Jesús a Jerusalén, que ofrecía a sus ojos un cuadro de hermosura y de paz. Era
tiempo de Pascua, y de todas las regiones del orbe los hijos de Jacob se habían
reunido para celebrar la gran fiesta nacional. De entre viñedos y jardines como
de entre las verdes laderas donde se veían esparcidas las tiendas de los
peregrinos, elevábanse las colinas con sus terrazas, los airosos palacios y los
soberbios baluartes de la capital israelita.
La hija de Sión parecía decir en su orgullo: "¡Estoy sentada reina,
y . . . nunca veré el duelo!" porque siendo amada, como lo era, creía
estar segura de merecer aún los favores del cielo como en los tiempos antiguos
cuando el poeta rey cantaba: "Hermosa provincia, el gozo de toda la tierra
es el monte de Sión, . . . la ciudad del gran Rey " (Salmo 48: 2.)
Resaltaban a la vista las construcciones espléndidas del templo, cuyos muros de
mármol blanco como la nieve estaban entonces iluminados por los últimos rayos
del sol poniente que al hundirse en el ocaso hacía resplandecer el oro de
puertas, torres y pináculos. Y así
destacábase la gran ciudad, "perfección de hermosura," orgullo de la
nación judaica. ¡Qué hijo de Israel podía permanecer ante semejante espectáculo
sin sentirse conmovido de gozo y admiración! Pero eran muy ajenos a todo [20] esto los pensamientos que embargaban la
mente de Jesús. "Como llego cerca, viendo la ciudad, lloró sobre
ella." (S. Lucas. 19: 41.) En medio del regocijo que provocara su entrada
triunfal, mientras el gentío agitaba palmas, y alegres hosannas repercutían en
los montes, y mil voces le proclamaban Rey, el Redentor del mundo se sintió
abrumado por súbita y misteriosa tristeza.
El, el Hijo de Dios, el Prometido de Israel, que había vencido a la
muerte arrebatándole sus cautivos, lloraba, no presa de común abatimiento, sino
dominado por intensa e irreprimible agonía.
No lloraba por sí mismo, por más que supiera
adónde iba. Getsemaní, lugar de su próxima y terrible agonía, extendíase ante su vista. La puerta de las ovejas divisábase también;
por ella habían entrado durante siglos y siglos la víctimas para el sacrificio,
y pronto iba a abrirse para él, cuando "como cordero" fuera,
"llevado al matadero" (Isaías 53: 7) Poco más allá se destacaba el
Calvario, lugar de la crucifixión. Sobre
la senda que pronto le tocaría recorrer, iban a caer densas y horrorosas
tinieblas mientras él entregaba su alma en expiación por el pecado. No era, sin
embargo, la contemplación de aquellas
escenas lo que arrojaba sombras sobre el Señor en aquellas escenas lo que
arrojaba sombras sobre el Señor en aquella hora de gran regocijo, ni tampoco el
presentimiento de su angustia sobrehumana lo que nublaba su alma generosa. Lloraba por el fatal destino de los millares
de Jerusalén, por la ceguedad y por la dureza de corazón de aquellos a quienes
él viniera a bendecir y salvar.
La historia de más de mil años durante los
cuales Dios extendiera su favor especial y sus tiernos cuidados en beneficio de
su pueblo escogido, desarrollábase ante los ojos de Jesús. Allí estaba el monte Moriah, donde el hijo de
la promesa, cual mansa víctima que se entrega sin resistencia, fue atado sobre
el altar como emblema del sacrificio del Hijo de Dios. Allí fue donde se lo
habían confirmado al padre de los creyentes el pacto de bendición y la gloriosa
promesa de un Mesías. (Génesis 22: 9, 16-18.) Allí era donde las llamas
del [21]
sacrificio, al ascender al cielo desde la era de Ornán, habían desviado la
espada del ángel exterminador (1 Crónicas 21), símbolo adecuado del sacrificio
de Cristo y de su mediación por los culpables. Jerusalén había sido honrada por
Dios sobre toda la tierra. El Señor había "elegido a Sión; deseóla por
habitación para sí." (Salmo 132:13.)
Allí habían proclamado los santos profetas durante siglos y siglos sus
mensajes de amonestación. Allí habían mecido los sacerdotes sus incensarios y
había subido hacia Dios el humo del incienso, mezclado con las plegarias de los
adoradores. Allí había sido ofrecida día
tras día la sangre de los corderos sacrificados, que anunciaban al Cordero de
Dios que había de venir al mundo. Allí
había manifestado Jehová su presencia en la nube de gloria, sobre el
propiciatorio. Allí se había asentado la
base de la escalera mística que unía el cielo con la tierra (Génesis 28:12; S.
Juan 1:51), que Jacob viera en sueños y por la cual los ángeles subían y
bajaban, mostrando así al mundo el camino que conduce al lugar santísimo. De haberse mantenido Israel como nación fiel al
Cielo, Jerusalén habría sido para siempre la elegida de Dios. (Jeremías 17:21 -
25.) Pero la historia de aquel pueblo tan favorecido era un relato de sus
apostasías y sus rebeliones. Había resistido la gracia del Cielo, abusado de
sus prerrogativas y menospreciado sus oportunidades.
A pesar de que los hijos de Israel
"hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras,
burlándose de sus profetas" (2 Crónicas 36: 16), el Señor había seguido
manifestándoseles como "Jehová, fuerte, misericordioso, y piadoso; tardo
para la ira, y grande en benignidad y verdad." (Éxodo 34: 6.) Y por más
que le rechazaran una y otra vez, de continuo había seguido instándoles con
bondad inalterable. Más grande que la amorosa compasión del padre por su hijo
era el solícito cuidado con que Dios velaba por su pueblo enviándole
"amonestaciones por mano de sus mensajeros, madrugando para enviárselas;
porque tuvo compasión [22] de su pueblo
y de su morada." (2 Crónicas 36: 15, V.M.) Y al fin, habiendo fracasado
las amonestaciones, las reprensiones y las súplicas, les envió el mejor don del
cielo; más aún, derramó todo el cielo en ese solo Don.
El Hijo de Dios fue enviado para exhortar a la
ciudad rebelde. Era Cristo quien había sacado a Israel como "una vid de
Egipto." (Salmo 80: 8.) Con su propio brazo, había arrojado a los gentiles
de delante de ella; la había plantado "en un recuesto, lugar fértil;"
la había cercado cuidadosamente y había enviado a sus siervos para que la
cultivasen. "¿Qué más se había de hacer a mi viña —exclamó,— que yo no
haya hecho en ella?" A pesar de estos cuidados, y por más que, habiendo
esperado "que llevase uvas" valiosas, las había dado
"silvestres" (Isaías 5: 1-4), el Señor compasivo, movido por su
anhelo de obtener fruto, vino en persona a su viña para librarla, si fuera posible,
de la destrucción. La labró con esmero, la podó y la cuidó. Fue incansable en
sus esfuerzos para salvar aquella viña que él mismo había plantado.
Durante tres años, el Señor de la luz y de la
gloria estuvo yendo y viniendo entre su pueblo. "Anduvo haciendo bienes, y
sanando a todos los oprimidos del diablo," curando a los de corazón
quebrantado, poniendo en libertad a los cautivos, dando vista a los ciegos,
haciendo andar a los cojos y oír a los sordos, limpiando a los leprosos,
resucitando muertos y predicando el Evangelio a los pobres. (Hechos 10: 38; S.
Lucas 4: 18; S. Mateo 11: 5.) A todas las clases sociales por igual dirigía el
llamamiento de gracia: "Venid a mí todos los que estáis trabajados y
cargados, que yo os haré descansar." (S. Mateo 11: 28.)
A pesar de recibir por recompensa el mal por
el bien y el odio a cambio de su amor (Salmo 109: 5), prosiguió con firmeza su
misión de paz y misericordia. Jamás fue rechazado ninguno de los que se
acercaron a él en busca de su gracia. Errante y sin hogar, sufriendo cada día
oprobio y penurias, sólo vivió para ayudar a los pobres, aliviar a los
agobiados y [23] persuadirlos a todos a
que aceptasen el don de vida. Los efluvios de la misericordia divina eran
rechazados por aquellos corazones endurecidos y reacios pero volvían sobre
ellos con más vigor, impulsados por la augusta compasión y por la fuerza del
amor que sobrepuja a todo entendimiento. Israel empero se alejó de él,
apartándose así de su mejor Amigo y de su único Auxiliador. Su amor fue despreciado,
rechazados sus dulces consejos y ridiculizadas sus cariñosas amonestaciones.
La hora de esperanza y de perdón transcurrió
rápidamente. La copa de la ira de Dios, por tanto tiempo contenida, estaba casi
llena. La nube que había ido formándose a través de los tiempos de apostasía y
rebelión, veíase ya negra, cargada de maldiciones, próxima a estallar sobre un
pueblo culpable; y el único que podía librarle de su suerte fatal inminente
había sido menospreciado, escarnecido y rechazado, y en breve lo iban a
crucificar.
Cuando el Cristo estuviera clavado en la cruz
del Calvario, ya habría transcurrido para Israel su día como nación favorecida
y saciada de las bendiciones de Dios. La pérdida de una sola alma se considera
como una calamidad infinitamente más grande que la de todas las ganancias y
todos los tesoros de un mundo; pero mientras Jesús fijaba su mirada en
Jerusalén, veía la ruina de toda una ciudad, de todo un pueblo; de aquella
ciudad y de aquel pueblo que habían sido elegidos de Dios, su especial tesoro.
Los profetas habían llorado la apostasía de
Israel y lamentado las terribles desolaciones con que fueron castigadas sus
culpas. Jeremías deseaba que sus ojos se volvieran manantiales de lágrimas para
llorar día y noche por los muertos de la hija de su pueblo y por el rebaño del
Señor que fue llevado cautivo. (Jeremías 9: 1; 13: 17.) ¡Cuál no sería entonces
la angustia de Aquel cuya mirada profética abarcaba, no unos pocos años, sino
muchos siglos! Veía al ángel exterminador blandir su espada sobre la ciudad que
por tanto tiempo fuera morada de Jehová. Desde la cumbre del monte de los
Olivos, en el lugar [24] mismo que más
tarde iba a ser ocupado por Tito y sus soldados, miró a través del valle los
atrios y pórticos sagrados, y con los ojos nublados por las lágrimas, vio en
horroroso anticipo los muros de la ciudad circundados por tropas extranjeras;
oyó el estrépito de las legiones que marchaban en son de guerra, y los tristes
lamentos de las madres y de los niños que lloraban por pan en la ciudad sitiada.
Vio el templo santo y hermoso, los palacios y las torres devorados por las
llamas, dejando en su lugar tan sólo un montón de humeantes ruinas.
Cruzando los siglos con la mirada, vio al
pueblo del pacto disperso en toda la tierra, "como náufragos en una playa
desierta." En la retribución temporal que estaba por caer sobre sus hijos,
vio como el primer trago de la copa de la ira que en el juicio final aquel
mismo pueblo deberá apurar hasta las heces. La compasión divina y el sublime
amor de Cristo hallaron su expresión en estas lúgubres palabras:
"¡Jerusalem, Jerusalem, que matas a los profetas, y apedreas a los que son
enviados a ti! ¡cuántas veces quise juntar tus hijos, como la gallina junta sus
pollos debajo de las alas, y no quisiste!" (S. Mateo 23: 37.) ¡Oh! ¡si tú,
nación favorecida entre todas, hubieras conocido el tiempo de tu visitación y
lo que atañe a tu paz! Yo detuve al ángel de justicia y te llamé al
arrepentimiento, pero en vano. No rechazaste tan sólo a los siervos ni
despreciaste tan sólo a los enviados y profetas, sino al Santo de Israel, tu
Redentor. Si eres destruída, tú sola tienes la culpa. "No queréis venir a
mí, para que tengáis vida." (S. Juan 5: 40.)
Cristo vio en Jerusalén un símbolo del mundo
endurecido en la incredulidad y rebelión que corría presuroso a recibir el pago
de la justicia de Dios. Los lamentos de una raza caída oprimían el alma del
Señor, y le hicieron prorrumpir en esas expresiones de dolor. Vio además las
profundas huellas del pecado marcadas por la miseria humana con lágrimas y
sangre; su tierno corazón se conmovió de compasión infinita por las víctimas de
los padecimientos y aflicciones de la tierra; anheló salvarlos a todos. Pero ni
aun su mano podía desviar la [25]
corriente del dolor humano que del pecado dimana; pocos buscarían la única
fuente de salud. El estaba dispuesto a derramar su misma alma hasta la muerte,
y poner así la salvación al alcance de todos; pero muy pocos iban a acudir a él
para tener vida eterna.
¡Mirad al Rey del cielo derramando copioso llanto!
¡Ved al Hijo del Dios infinito turbado en espíritu y doblegado bajo el peso del
dolor! Los cielos se llenaron de asombro al contemplar semejante escena que
pone tan de manifiesto la culpabilidad enorme del pecado, y que nos enseña lo
que le cuesta, aun al poder infinito, salvar al pecador de las consecuencias
que le acarrea la transgresión de la ley de Dios. Dirigiendo Jesús sus miradas
hasta la última generación vio al mundo envuelto en un engaño semejante al que
causó la destrucción de Jerusalén. El gran pecado de los judíos consistió en
que rechazaron a Cristo; el gran pecado del mundo cristiano iba a consistir en
que rechazaría la ley de Dios, que es el fundamento de su gobierno en el cielo
y en la tierra. Los preceptos del Señor iban a ser menospreciados y anulados.
Millones de almas sujetas al pecado, esclavas de Satanás, condenadas a sufrir
la segunda muerte, se negarían a escuchar las palabras de verdad en el día de
su visitación. ¡Terrible ceguedad, extraña infatuación!
Dos días antes de la Pascua, cuando Cristo se
había despedido ya del templo por última vez, después de haber denunciado
públicamente la hipocresía de los príncipes de Israel, volvió al monte de los
Olivos, acompañado de sus discípulos y se sentó entre ellos en una ladera
cubierta de blando césped, dominando con la vista la ciudad. Una vez más
contempló sus muros, torres y palacios. Una vez más miró el templo que en su
deslumbrante esplendor parecía una diadema de hermosura que coronara al sagrado
monte.
Mil años antes el salmista había magnificado
la bondad de Dios hacia Israel porque había escogido aquel templo como su
morada. "En Salem está su tabernáculo, y su habitación [26] en Sión." "Escogió la tribu de
Judá, el monte de Sión, al cual amó. Y edificó su santuario a manera de eminencia."
(Salmos 76: 2; 78: 68, 69.) El primer templo había sido erigido durante la
época de mayor prosperidad en la historia de Israel. Vastos almacenes fueron
construidos para contener los tesoros que con dicho propósito acumulara el rey
David, y los planos para la edificación del templo fueron hechos por
inspiración divina. (1 Crónicas 28: 12, 19.) Salomón, el más sabio de los
monarcas de Israel, completó la obra. Este templo resultó ser el edificio más
soberbio que este mundo haya visto. No obstante, el Señor declaró por boca del
profeta Aggeo, refiriéndose al segundo templo: "Mayor será la gloria
postrera de esta Casa que la gloria anterior." "Sacudiré todas las
naciones, y vendrá el Deseado de todas las naciones; y llenaré esta Casa de
gloria, dice Jehová de los Ejércitos." (Aggeo 2: 9, 7, V.M.)
Después de su destrucción por Nabucodonosor,
el templo fue reconstruído unos cinco siglos antes del nacimiento de Cristo por
un pueblo que tras largo cautiverio había vuelto a su país asolado y casi
desierto. Había entonces en Israel algunos hombres muy ancianos que habían
visto la gloria del templo de Salomón y que lloraban al ver el templo nuevo que
parecía tan inferior al anterior. El sentimiento que dominaba entre el pueblo
nos es fielmente descrito por el profeta cuando dice: "¿Quién ha quedado
entre vosotros que haya visto esta casa en su primera gloria, y cual ahora la
veis? ¿No es ella como nada delante de vuestros ojos?" (Aggeo 2: 3; Esdras
3: 12.)
Entonces fue dada la promesa de que la gloria
del segundo templo sería mayor que la del primero. Pero el segundo templo no igualó al primero
en magnificencia ni fue santificado por las señales visibles de la presencia
divina con que lo fuera el templo de Salomón, ni hubo tampoco manifestaciones
de poder sobrenatural que dieran realce a su dedicación. Ninguna nube de gloria
cubrió al santuario que acababa de ser erigido; no hubo fuego que descendiera
del cielo para consumir el sacrificio sobre el altar. La [27] manifestación divina no se encontraba ya
entre los querubines en el lugar santísimo; ya no estaban allí el arca del
testimonio, ni el propiciatorio, ni las tablas de la ley. Ninguna voz del cielo
se dejaba oír para revelar la voluntad del Señor al sacerdote que preguntaba
por ella.
Durante varios siglos los judíos se habían
esforzado para probar cómo y dónde se había cumplido la promesa que Dios había
dado por Aggeo. Pero el orgullo y la incredulidad habían cegado su mente de tal
modo que no comprendían el verdadero significado de las palabras del profeta.
Al segundo templo no le fue conferido el honor de ser cubierto con la nube de
la gloria de Jehová, pero sí fue honrado con la presencia de Uno en quien
habitaba corporalmente la plenitud de la Divinidad, de Uno que era Dios mismo
manifestado en carne. Cuando el Nazareno enseñó y realizó curaciones en los
atrios sagrados se cumplió la profecía gloriosa: él era el "Deseado de
todas las naciones" que entraba en su templo. Por la presencia de Cristo,
y sólo por ella, la gloria del segundo templo superó la del primero; pero
Israel tuvo en poco al anunciado don del cielo; y con el humilde Maestro que
salió aquel día por la puerta de oro, la gloria había abandonado el templo para
siempre. Así se cumplieron las palabras del Señor, que dijo: "He aquí
vuestra casa os es dejada desierta." (S. Mateo 23: 38.)
Los discípulos se habían llenado de asombro y
hasta de temor al oír las predicciones de Cristo respecto de la destrucción del
templo, y deseaban entender de un modo más completo el significado de sus
palabras. Durante más de cuarenta años se habían prodigado riquezas, trabajo y
arte arquitectónico para enaltecer los esplendores y la grandeza de aquel
templo. Herodes el Grande y hasta el mismo emperador del mundo contribuyeron
con los tesoros de los judíos y con las riquezas romanas a engrandecer la
magnificencia del hermoso edificio. Con este objeto habíanse importado de Roma
enormes bloques de preciado mármol, de tamaño casi fabuloso, [28] a los cuales los discípulos llamaron la
atención del Maestro, diciéndole: "Mira qué piedras, y qué
edificios." (S. Marcos 13: 1.)
Pero Jesús contestó con estas solemnes y
sorprendentes palabras: "De cierto os digo, que no será dejada aquí piedra
sobre piedra, que no sea destruída." (S. Mateo 24: 2.)
Los discípulos creyeron que la destrucción de
Jerusalén coincidiría con los sucesos de la venida personal de Cristo revestido
de gloria temporal para ocupar el trono de un imperio universal, para castigar
a los judíos impenitentes y libertar a la nación del yugo romano. Cristo les
había anunciado que volvería, y por eso al oírle predecir los juicios que
amenazaban a Jerusalén, se figuraron que ambas cosas sucederían al mismo tiempo
y, al reunirse en derredor del Señor en el monte de los Olivos, le preguntaron:
"¿Cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del
mundo? " (S. Mateo 24: 3.)
Lo porvenir les era misericordiosamente velado
a los discípulos. De haber visto con toda claridad esos dos terribles
acontecimientos futuros: los sufrimientos del Redentor y su muerte, y la
destrucción del templo y de la ciudad, los discípulos hubieran sido abrumados
por el miedo y el dolor. Cristo les dio un bosquejo de los sucesos culminantes
que habrían de desarrollarse antes de la consumación de los tiempos. Sus
palabras no fueron entendidas plenamente entonces, pero su significado iba a
aclararse a medida que su pueblo necesitase la instrucción contenida en esas
palabras. La profecía del Señor entrañaba un doble significado: al par que
anunciaba la ruina de Jerusalén presagiaba también los horrores del gran día
final.
Jesús declaró a los discípulos los castigos
que iban a caer sobre el apóstata Israel y especialmente los que debería sufrir
por haber rechazado y crucificado al Mesías. Iban a producirse señales
inequívocas, precursoras del espantoso desenlace. La hora aciaga llegaría
presta y repentinamente. Y el [29]
Salvador advirtió a sus discípulos: "Por tanto, cuando viereis la
abominación del asolamiento, que fue dicha por Daniel profeta, que estará en el
lugar santo (el que lee, entienda), entonces los que están en Judea, huyan a
los montes." (S. Mateo 24: 15, 16; S. Lucas 21: 20.) Tan pronto como los
estandartes del ejército romano idólatra fuesen clavados en el suelo sagrado,
que se extendía varios estadios más allá de los muros, los creyentes en Cristo
debían huir a un lugar seguro. Al ver la señal preventiva, todos los que
quisieran escapar debían hacerlo sin tardar. Tanto en tierra de Judea como en
la propia ciudad de Jerusalén el aviso de la fuga debía ser aprovechado en el acto.
Todo el que se hallase en aquel instante en el tejado de su casa no debía
entrar en ella ni para tomar consigo los más valiosos tesoros; los que
trabajaran en el campo y en los viñedos no debían perder tiempo en volver por
las túnicas que se hubiesen quitado para sobrellevar mejor el calor y la faena
del día. Todos debían marcharse sin tardar si no querían verse envueltos en la
ruina general.
Durante el reinado de Herodes, la ciudad de
Jerusalén no sólo había sido notablemente embellecida, sino también
fortalecida. Se erigieron torres, muros y fortalezas que, unidos a la ventajosa
situación topográfica del lugar, la hacían aparentemente inexpugnable. Si en
aquellos días alguien hubiese predicho públicamente la destrucción de la
ciudad, sin duda habría sido considerado cual lo fuera Noé en su tiempo: como
alarmista insensato. Pero Cristo había dicho: "El cielo y la tierra
pasarán, mas mis palabras no pasarán." (S. Mateo 24: 35.) La ira del Señor
se había declarado contra Jerusalén a causa de sus pecados, y su obstinada
incredulidad hizo inevitable su condenación.
El Señor había dicho por el profeta Miqueas:
"Oíd ahora esto, cabezas de la casa de Jacob, y capitanes de la casa de
Israel, que abomináis el juicio, y pervertís todo el derecho; que edificáis a Sión
con sangre, y a Jerusalem con injusticia; [30]
sus cabezas juzgan por cohecho, y sus sacerdotes enseñan por precio, y sus
profetas adivinan por dinero; y apóyanse en Jehová diciendo: ¿No está Jehová
entre nosotros? No vendrá mal sobre nosotros." (Miqueas 3: 9-11.)
Estas palabras dan una idea cabal de cuán
corruptos eran los moradores de Jerusalén y de cuán justos se consideraban. A
la vez que se decían escrupulosos observadores de la ley de Dios, quebrantaban
todos sus preceptos. La pureza de Cristo y su santidad hacían resaltar la
iniquidad de ellos; por eso le aborrecían y le señalaban como el causante de
todas las desgracias que les habían sobrevenido como consecuencia de su maldad.
Aunque harto sabían que Cristo no tenía pecado, declararon que su muerte era
necesaria para la seguridad de la nación. Los príncipes de los sacerdotes y los
fariseos decían; "Si le dejamos así, todos creerán en él; y vendrán los
romanos y destruirán nuestro lugar y nuestra nación." (S. Juan 11: 48,
V.M.) Si se sacrificaba a Cristo, pensaban ellos, podrían ser otra vez un
pueblo fuerte y unido. Así discurrían, y convinieron con el sumo sacerdote en
que era mejor que uno muriera y no que la nación entera se perdiese.
Así era cómo los príncipes judíos habían
edificado "a Sión con sangre, y a Jerusalem con iniquidad," y al paso
que sentenciaban a muerte a su Salvador porque les echara en cara sus
iniquidades, se atribuían tanta justicia que se consideraban el pueblo
favorecido de Dios y esperaban que el Señor viniese a librarlos de sus
enemigos.
"Por tanto había añadido el profeta, —a
causa de vosotros será Sión arada como campo, y Jerusalem será majanos, y el
monte de la casa como cumbres de breñal." (Miqueas 3: 12.)
Dios aplazó sus juicios sobre la ciudad y la
nación hasta cosa de cuarenta años después que Cristo hubo anunciado el castigo
de Jerusalén. Admirable fue la paciencia que tuvo Dios con los que rechazaran
su Evangelio y asesinaran a su Hijo. La parábola de la higuera estéril
representa el trato bondadoso de Dios con la nación judía. Ya había sido dada [31] la orden: "Córtala, ¿por qué ocupará
aún la tierra?" (S. Lucas 13: 7), pero la divina misericordia la preservó
por algún tiempo. Había todavía muchos judíos que ignoraban lo que habían sido
el carácter y la obra de Cristo. Y los hijos no habían tenido las oportunidades
ni visto la luz que sus padres habían rechazado. Por medio de la predicación de
los apóstoles y de sus compañeros, Dios iba a hacer brillar la luz sobre ellos
para que pudiesen ver cómo se habían cumplido las profecías, no únicamente las
que se referían al nacimiento y vida del Salvador sino también las que
anunciaban su muerte y su gloriosa resurrección. Los hijos no fueron condenados
por los pecados de sus padres; pero cuando, conociendo ya plenamente la luz que
fuera dada a sus padres, rechazaron la luz adicional que a ellos mismos les
fuera concedida, entonces se hicieron cómplices de las culpas de los padres y
colmaron la medida de su iniquidad.
La longanimidad de Dios hacia Jerusalén no
hizo sino confirmar a los judíos en su terca impenitencia. Por el odio y la
crueldad que manifestaron hacia los discípulos de Jesús rechazaron el último
ofrecimiento de misericordia. Dios les retiró entonces su protección y dio
rienda suelta a Satanás y a sus ángeles, y la nación cayó bajo el dominio del
caudillo que ella misma se había elegido. Sus hijos menospreciaron la gracia de
Cristo, que los habría capacitado para subyugar sus malos impulsos, y estos los
vencieron. Satanás despertó las más fieras y degradadas pasiones de sus almas.
Los hombres ya no razonaban, completamente dominados por sus impulsos y su ira
ciega. En su crueldad se volvieron satánicos. Tanto en la familia como en la
nación, en las clases bajas como en las clases superiores del pueblo, no reinaban
más que la sospecha, la envidia, el odio, el altercado, la rebelión y el
asesinato. No había seguridad en ninguna parte. Los amigos y parientes se
hacían traición unos a otros. Los padres mataban a los hijos y éstos a sus
padres. Los que gobernaban al pueblo no tenían poder para gobernarse a sí
mismos: las pasiones más [32]
desordenadas los convertían en tiranos. Los judíos habían aceptado falsos
testimonios para condenar al Hijo inocente de Dios; y ahora las acusaciones más
falsas hacían inseguras sus propias vidas. Con sus hechos habían expresado
desde hacía tiempo sus deseos: "¡Quitad de delante de nosotros al Santo de
Israel!" (Isaías 30: 11, V.M.) y ya dichos deseos se habían cumplido. El
temor de Dios no les preocupaba más; Satanás se encontraba ahora al frente de
la nación y las más altas autoridades civiles y religiosas estaban bajo su
dominio.
Los jefes de los bandos opuestos hacían a
veces causa común para despojar y torturar a sus desgraciadas víctimas, y otras
veces esas mismas facciones peleaban unas con otras y se daban muerte sin
misericordia; ni la santidad del templo podía refrenar su ferocidad. Los fieles
eran derribados al pie de los altares, y el santuario era mancillado por los
cadáveres de aquellas carnicerías. No obstante, en su necia y abominable
presunción, los instigadores de la obra infernal declaraban públicamente que no
temían que Jerusalén fuese destruída, pues era la ciudad de Dios; y, con el
propósito de afianzar su satánico poder, sobornaban a falsos profetas para que
proclamaran que el pueblo debía esperar la salvación de Dios, aunque ya el
templo estaba sitiado por las legiones romanas. Hasta el fin las multitudes
creyeron firmemente que el Todopoderoso intervendría para derrotar a sus
adversarios. Pero Israel había despreciado la protección de Dios, y no había ya
defensa alguna para él. ¡Desdichada Jerusalén! Mientras la desgarraban las
contiendas intestinas y la sangre de sus hijos, derramada por sus propias
manos, teñía sus calles de carmesí, los ejércitos enemigos echaban a tierra sus
fortalezas y mataban a sus guerreros!
Todas las predicciones de Cristo acerca de la
destrucción de Jerusalén se cumplieron al pie de la letra; los judíos palparon
la verdad de aquellas palabras de advertencia del Señor: "Con la medida
que medís, se os medirá." (S. Mateo 7: 2, V.M.)
Aparecieron muchas señales y maravillas como
síntomas [33] precursores del desastre y
de la condenación. A la media noche una luz extraña brillaba sobre el templo y
el altar. En las nubes, a la puesta del sol, se veían como carros y hombres de
guerra que se reunían para la batalla.
Los sacerdotes que ministraban de noche en el
santuario eran aterrorizados por ruidos misteriosos; temblaba la tierra y se
oían voces que gritaban: "¡Salgamos de aquí!" La gran puerta del oriente,
que por su enorme peso era difícil de cerrar entre veinte hombres y que estaba
asegurada con formidables barras de hierro afirmadas en el duro pavimento de
piedras de gran tamaño, se abrió a la media noche de una manera misteriosa.
—Milman, History of the Jews, libro 13.
Durante siete años un hombre recorrió
continuamente las calles de Jerusalén anunciando las calamidades que iban a
caer sobre la ciudad. De día y de noche entonaba la frenética endecha:
"Voz del oriente, voz del occidente, voz de los cuatro vientos, voz contra
Jerusalén y contra el templo, voz contra el esposo y la esposa, voz contra todo
el pueblo." —Ibid., libro 13.
Este extraño personaje fue encarcelado y
azotado sin que exhalase una queja. A los insultos que le dirigían y a las burlas
que le hacían, no contestaba sino con estas palabras: "¡Ay de Jerusalén!
¡Ay, ay de sus moradores!" y sus tristes presagios no dejaron de oírse
sino cuando encontró la muerte en el sitio que él había predicho.
Ni un solo cristiano pereció en la destrucción
de Jerusalén. Cristo había prevenido a sus discípulos, y todos los que creyeron
sus palabras esperaron atentamente las señales prometidas. "Cuando viereis
a Jerusalem cercada de ejércitos —había dicho Jesús,— sabed entonces que su
destrucción ha llegado. Entonces los que estuvieren en Judea, huyan a los
montes; y los que en medio de ella, váyanse." (S. Lucas 21: 20, 21.)
Después que los soldados romanos, al mando del general Cestio Galo, hubieron
rodeado la ciudad, abandonaron de pronto el sitio de una manera inesperada y
eso cuando todo parecía favorecer un asalto inmediato. Perdida ya la esperanza [34] de poder resistir el ataque, los sitiados
estaban a punto de rendirse, cuando el general romano retiró sus fuerzas sin
motivo aparente para ello. Empero la previsora misericordia de Dios había
dispuesto los acontecimientos para bien de los suyos. Ya estaba dada la señal a
los cristianos que aguardaban el cumplimiento de las palabras de Jesús, y en
aquel momento se les ofrecía una
oportunidad que debían aprovechar para huir, conforme a las indicaciones dadas
por el Maestro. Los sucesos se desarrollaron de modo tal que ni los judíos ni
los romanos hubieran podido evitar la huída de los creyentes. Habiéndose
retirado Cestio, los judíos hicieron una salida para perseguirle y entre tanto
que ambas fuerzas estaban así empeñadas, los cristianos pudieron salir de la
ciudad, aprovechando la circunstancia de estar los alrededores totalmente
despejados de enemigos que hubieran podido cerrarles el paso. En la época del
sitio, los judíos habían acudido numerosos a Jerusalén para celebrar la fiesta
de los tabernáculos y así fue como los cristianos esparcidos por todo el país
pudieron escapar sin dificultad. Inmediatamente se encaminaron hacia un lugar
seguro, la ciudad de Pella, en tierra de Perea, allende el Jordán.
Las fuerzas judaicas perseguían de cerca a
Cestio y a su ejército y cayeron sobre la retaguardia con tal furia que
amenazaban destruirla totalmente. Sólo a duras penas pudieron las huestes
romanas cumplir su retirada. Los judíos no sufrieron más que pocas bajas, y con
los despojos que obtuvieron volvieron en triunfo a Jerusalén. Pero este éxito
aparente no les acarreó sino perjuicios, pues despertó en ellos un espíritu de
necia resistencia contra los romanos, que no tardó en traer males incalculables
a la desdichada ciudad.
Espantosas fueron las calamidades que sufrió
Jerusalén cuando el sitio se reanudó bajo el mando de Tito. La ciudad fue
sitiada en el momento de la Pascua, cuando millones de judíos se hallaban
reunidos dentro de sus muros. Los depósitos de provisiones que, de haber sido
conservados, hubieran podido abastecer a toda la población por varios años,
habían sido [35] destruídos a
consecuencia de la rivalidad y de las represalias de las facciones en lucha, y
pronto los vecinos de Jerusalén empezaron a sucumbir a los horrores del hambre.
Una medida de trigo se vendía por un talento. Tan atroz era el hambre, que los
hombres roían el cuero de sus cintos, sus sandalias y las cubiertas de sus
escudos.
Muchos salían durante la noche para recoger
las plantas silvestres que crecían fuera de los muros, a pesar de que muchos de
ellos eran aprehendidos y muertos por crueles torturas, y a menudo los que
lograban escapar eran despojados de aquello que habían conseguido aun con
riesgo de la vida. Los que estaban en el poder imponían los castigos más
infamantes para obligar a los necesitados a entregar los últimos restos de
provisiones que guardaban escondidos; y tamañas atrocidades eran perpetradas
muchas veces por gente bien alimentada que sólo deseaba almacenar provisiones
para más tarde.
Millares murieron a consecuencia del hambre y
la pestilencia. Los afectos naturales parecían haber desaparecido: los esposos
se arrebataban unos a otros los alimentos; los hijos quitaban a sus ancianos
padres la comida que se llevaban a la boca, y la pregunta del profeta:
"¿Se olvidará acaso la mujer de su niño mamante?" recibió respuesta
en el interior de los muros de la desgraciada ciudad, tal como la diera la
Santa Escritura: "Las misericordiosas manos de las mujeres cuecen a sus
mismos hijos! ¡éstos les sirven de comida en el quebranto de la hija de mi
pueblo!" (Isaías 49: 15; Lamentaciones 4: 10, V.M.)
Una vez más se cumplía la profecía pronunciada
catorce siglos antes, y que dice: "La mujer tierna y delicada en medio de
ti, que nunca probó a asentar en tierra la planta de su pie, de pura delicadeza
y ternura, su ojo será avariento para con el marido de su seno, y para con su
hijo y su hija, así respecto de su niño recién nacido como respecto de sus
demás hijos que hubiere parido; porque ella sola los comerá ocultamente en la
falta de todo, en la premura y en la estrechez con que te [36] estrecharán tus enemigos dentro de tus
ciudades." (Deuteronomio 28: 56, 57, V.M.)
Los jefes romanos procuraron aterrorizar a los
judíos para que se rindiesen. A los que eran apresados resistiendo, los
azotaban, los atormentaban y los crucificaban frente a los muros de la ciudad.
Centenares de ellos eran así ejecutados cada día, y el horrendo proceder
continuó hasta que a lo largo del valle de Josafat y en el Calvario se
erigieron tantas cruces que apenas dejaban espacio para pasar entre ellas. Así
fue castigada aquella temeraria imprecación que lanzara el pueblo en el
tribunal de Pilato, al exclamar: "¡Recaiga su sangre sobre nosotros, y
sobre nuestros hijos!" (S. Mateo
27: 25, V.M.)
De buen grado hubiera Tito hecho cesar tan
terribles escenas y ahorrado a Jerusalén la plena medida de su condenación. Le
horrorizaba ver los montones de cadáveres en los valles. Como obsesionado,
miraba desde lo alto del monte de los Olivos el magnífico templo y dio la orden
de que no se tocara una sola de sus piedras. Antes de hacer la tentativa de
apoderarse de esa fortaleza, dirigió un fervoroso llamamiento a los jefes
judíos para que no le obligasen a profanar con sangre el lugar sagrado. Si
querían salir a pelear en cualquier otro sitio, ningún romano violaría la
santidad del templo. Josefo mismo, en elocuentísimo discurso, les rogó que se
entregasen, para salvarse a sí mismos, a su ciudad y su lugar de culto. Pero
respondieron a sus palabras con maldiciones, y arrojaron dardos a su último
mediador humano mientras alegaba con ellos. Los judíos habían rechazado las
súplicas del Hijo de Dios, y ahora cualquier otra instancia o amonestación no
podía obtener otro resultado que inducirlos a resistir hasta el fin. Vanos
fueron los esfuerzos de Tito para salvar el templo. Uno mayor que él había
declarado que no quedaría piedra sobre piedra que no fuese derribada.
La ciega obstinación de los jefes judíos y los
odiosos crímenes perpetrados en el interior de la ciudad sitiada excitaron el
horror y la indignación de los romanos, y finalmente Tito [37] dispuso tomar el templo por asalto.
Resolvió, sin embargo, que si era posible evitaría su destrucción. Pero sus
órdenes no fueron obedecidas. A la noche, cuando se había retirado a su tienda
para descansar, los judíos hicieron una salida desde el templo y atacaron a los
soldados que estaban afuera. Durante la lucha, un soldado romano arrojó al
pórtico por una abertura un leño encendido, e inmediatamente ardieron los
aposentos enmaderados de cedro que rodeaban el edificio santo. Tito acudió
apresuradamente, seguido por sus generales y legionarios, y ordenó a los
soldados que apagasen las llamas. Sus palabras no fueron escuchadas. Furiosos,
los soldados arrojaban teas encendidas en las cámaras contiguas al templo y con
sus espadas degollaron a gran número de los que habían buscado refugio allí. La
sangre corría como agua por las gradas del templo. Miles y miles de judíos
perecieron. Por sobre el ruido de la batalla, se oían voces que gritaban:
"¡Ichabod!" —la gloria se alejó.
"Tito vio que era imposible contener el
furor de los soldados enardecidos por la lucha; y con sus oficiales se puso a
contemplar el interior del sagrado edificio. Su esplendor los dejó
maravillados, y como él notase que el fuego no había llegado aún al lugar
santo, hizo un postrer esfuerzo para salvarlo saliendo precipitadamente y
exhortando con energía a los soldados para que se empeñasen en contener la
propagación del incendio. El centurión Liberalis hizo cuanto pudo con su
insignia de mando para conseguir la obediencia de los soldados, pero ni
siquiera el respeto al emperador bastaba ya para apaciguar la furia de la
soldadesca contra los judíos y su ansia insaciable de saqueo. Todo lo que los
soldados veían en torno suyo estaba revestido de oro y resplandecía a la luz
siniestra de las llamas, lo cual les inducía a suponer que habría en el
santuario tesoros de incalculable valor. Un soldado romano, sin ser visto,
arrojó una tea encendida entre los goznes de la puerta y en breves instantes
todo el edificio era presa de las llamas. Los oficiales se vieron obligados a
retroceder [38] ante el fuego y el humo
que los cegaba, y el noble edificio quedó entregado a su fatal destino.
"Aquel espectáculo llenaba de espanto a
los romanos; ¿qué sería para los judíos? Toda la cumbre del monte que dominaba
la ciudad despedía fulgores como el cráter de un volcán en plena actividad. Los
edificios iban cayendo a tierra uno tras otro, en medio de un estrépito
tremendo y desaparecían en el abismo ardiente. Las techumbres de cedro eran
como sábanas de fuego, los dorados capiteles de las columnas relucían como
espigas de luz rojiza y los torreones inflamados despedían espesas columnas de
humo y lenguas de fuego. Las colinas vecinas estaban iluminadas y dejaban ver
grupos de gentes que se agolpaban por todas partes siguiendo con la vista, en
medio de horrible inquietud, el avance de la obra destructora; los muros y las
alturas de la ciudad estaban llenos de curiosos que ansiosos contemplaban la
escena, algunos con rostros pálidos por hallarse presa de la más atroz
desesperación, otros encendidos por la ira al ver su impotencia para vengarse.
El tumulto de las legiones romanas que desbandadas corrían de acá para allá, y
los agudos lamentos de los infelices judíos que morían entre las llamas, se
mezclaban con el chisporroteo del incendio y con el estrépito de los derrumbes.
En los montes repercutían los gritos de espanto y los ayes de la gente que se
hallaba en las alturas; a lo largo de los muros se oían gritos y gemidos y aun
los que morían de hambre hacían un supremo esfuerzo para lanzar un lamento de
angustia y desesperación.
"Dentro de los muros la carnicería era
aún más horrorosa que el cuadro que se contemplaba desde afuera; hombres y
mujeres, jóvenes y viejos, soldados y sacerdotes, los que peleaban y los que
pedían misericordia, todos eran degollados en desordenada matanza. Superó el número
de los asesinados al de los asesinos. Para seguir matando, los legionarios
tenían que pisar sobre montones de cadáveres." —Milman, History of the Jews, libro 16. [39]
Destruido el templo, no tardó la ciudad entera
en caer en poder de los romanos. Los caudillos judíos abandonaron las torres
que consideraban inexpugnables y Tito las encontró vacías. Contemplólas
asombrado y declaró que Dios mismo las había entregado en sus manos, pues
ninguna máquina de guerra, por poderosa que fuera, hubiera logrado hacerle
dueño de tan formidables baluartes. La ciudad y el templo fueron arrasados
hasta sus cimientos. El solar sobre el cual se irguiera el santuario fue arado
"como campo." (Jeremías 26: 18.) En el sitio y en la mortandad que le
siguió perecieron más de un millón de judíos; los que sobrevivieron fueron
llevados cautivos, vendidos como esclavos, conducidos a Roma para enaltecer el
triunfo del conquistador, arrojados a las fieras del circo o desterrados y
esparcidos por toda la tierra.
Los judíos habían forjado sus propias cadenas;
habían colmado la copa de la venganza. En la destrucción absoluta de que fueron
víctimas como nación y en todas las desgracias que les persiguieron en la
dispersión, no hacían sino cosechar lo que habían sembrado con sus propias manos.
Dice el profeta: "¡Es tu destrucción, oh Israel, el que estés contra mí; .
. . porque has caído por tu iniquidad!" (Oseas 13: 9; 14: 1, V.M.) Los padecimientos de los judíos son muchas veces representados como
castigo que cayó sobre ellos por decreto del Altísimo. Así es como el gran
engañador procura ocultar su propia obra. Por la tenacidad con que rechazaron
el amor y la misericordia de Dios, los judíos le hicieron retirar su
protección, y Satanás pudo regirlos como quiso. Las horrorosas crueldades perpetradas
durante la destrucción de Jerusalén demuestran el poder con que se ensaña
Satanás sobre aquellos que ceden a su influencia.
No podemos saber cuánto debemos a Cristo por
la paz y la protección de que disfrutamos. Es el poder restrictivo de Dios lo
que impide que el hombre caiga completamente bajo el dominio de Satanás. Los
desobedientes e ingratos deberían hallar un poderoso motivo de agradecimiento a
Dios en el [40]
hecho de que su misericordia y clemencia hayan coartado el poder maléfico del
diablo. Pero cuando el hombre traspasa los límites de la paciencia divina, ya
no cuenta con aquella protección que le libraba del mal. Dios no asume nunca
para con el pecador la actitud de un verdugo que ejecuta la sentencia contra la
transgresión; sino que abandona a su propia suerte a los que rechazan su
misericordia, para que recojan los frutos de lo que sembraron sus propias
manos. Todo rayo de luz que se desprecia, toda admonición que se desoye y
rechaza, toda pasión malsana que se abriga, toda transgresión de la ley de
Dios, son semillas que darán infaliblemente su cosecha. Cuando se le resiste
tenazmente, el Espíritu de Dios concluye por apartarse del pecador, y éste
queda sin fuerza para dominar las malas pasiones de su alma y sin protección
alguna contra la malicia y perfidia de Satanás. La destrucción de Jerusalén es
una advertencia terrible y solemne para todos aquellos que menosprecian los
dones de la gracia divina y que resisten a las instancias de la misericordia
divina. Nunca se dio un testimonio más decisivo de cuánto aborrece Dios el
pecado y de cuán inevitable es el castigo que sobre sí atraen los culpables.
La profecía del Salvador referente al juicio
que iba a caer sobre Jerusalén va a tener otro cumplimiento, y la terrible
desolación del primero no fue más que un pálido reflejo de lo que será el
segundo. En lo que acaeció a la ciudad escogida, podemos ver anunciada la
condenación de un mundo que rechazó la misericordia de Dios y pisoteó su ley.
Lóbregos son los anales de la humana miseria que ha conocido la tierra a través
de siglos de crímenes. Al contemplarlos, el corazón desfallece y la mente se
abruma de estupor; horrendas han sido las consecuencias de haber rechazado la
autoridad del Cielo; pero una escena aun más sombría nos anuncian las revelaciones
de lo porvenir. La historia de lo pasado, la interminable serie de alborotos,
conflictos y contiendas, "toda la armadura del guerrero en el tumulto de
batalla, y los vestidos revolcados en sangre" (Isaías 9: 5, V.M.), ¿qué
son y qué valen en [41] comparación con
los horrores de aquel día, cuando el Espíritu de Dios se aparte del todo de los
impíos y los deje abandonados a sus fieras pasiones y a merced de la saña
satánica? Entonces el mundo verá, como nunca los vio, los resultados del
gobierno de Satanás.
Pero en aquel día, así como sucedió en tiempo
de la destrucción de Jerusalén, el pueblo de Dios será librado, porque serán
salvos todos aquellos cuyo nombre esté "inscrito para la vida."
(Isaías 4: 3, V.M.) Nuestro Señor Jesucristo anunció que vendrá la segunda vez
para llevarse a los suyos: "Entonces se mostrará la señal del Hijo del
hombre en el cielo; y entonces lamentarán todas las tribus de la tierra, y
verán al Hijo del hombre que vendrá sobre las nubes del cielo, con grande poder
y gloria. Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán sus
escogidos de los cuatro vientos, de un cabo del cielo hasta el otro." (S.
Mateo 24: 30, 31.) Entonces los que no obedezcan al Evangelio serán muertos con
el aliento de su boca y destruídos con el resplandor de su venida. (2
Tesalonicenses 2:8.) Así como le sucedió antiguamente a Israel, los malvados se
destruirán a sí mismos, y perecerán víctimas de su iniquidad. Debido a su vida
pecaminosa los hombres se han apartado tanto del Señor y tanto ha degenerado su
naturaleza con el mal, que la manifestación de la gloria del Señor es para
ellos un fuego consumidor.
Deben guardarse los hombres de no menospreciar
el aviso de Cristo respecto a su segunda venida; porque como anunció a los
discípulos la destrucción de Jerusalén y les dio una señal para cuando se
acercara la ruina, así también previno al mundo del día de la destrucción final
y nos dio señales de la proximidad de ésta para que todos los que quieran
puedan huir de la ira que vendrá. Dijo Jesús: " Y habrá señales en el sol,
y en la luna, y en las estrellas; y sobre la tierra angustia de naciones."
(S. Lucas 21: 25, V.M.;S. Mateo 24: 29; Apocalipsis 6: 12 - 17.) "Cuando
viereis todas estas cosas, sabed que está cercano, a las puertas." (S.
Mateo 24: 33.) " Velad pues " (S. Marcos 13: 35), [42] es la amonestación del Señor. Los que le
presten atención no serán dejados en tinieblas ni sorprendidos por aquel día.
Pero los que no quieran velar serán sorprendidos, porque "el día del Señor
vendrá así como ladrón de noche." (1 Tesalonicenses 5: 1-5.)
El mundo no está hoy más dispuesto a creer el
mensaje dado para este tiempo de lo que estaba en los días de los judíos para
recibir el aviso del Salvador respecto a la ruina de Jerusalén. Venga cuando
venga, el día de Dios caerá repentinamente sobre los impíos desprevenidos. El
día menos pensado, en medio del curso rutinario de la vida, absortos los
hombres en los placeres de la vida, en los negocios, en la caza al dinero,
cuando los guías religiosos ensalcen el progreso y la ilustración del mundo, y
los moradores de la tierra se dejen arrullar por una falsa seguridad, entonces,
como ladrón que a media noche penetra en una morada sin custodia, así caerá la
inesperada destrucción sobre los desprevenidos "y no escaparán."
(Vers. 3.) [43]
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