Capítulo 5
ANTES de la Reforma hubo tiempos en que no
existieron sino muy pocos ejemplares de la Biblia; pero Dios no había permitido
que su Palabra fuese destruída completamente.
Sus verdades no habían de quedar ocultas para siempre. Le era tan fácil quitar las cadenas a las
palabras de vida como abrir las puertas de las cárceles y quitar los cerrojos a
las puertas de hierro para poner en libertad a sus siervos. En los diferentes países de Europa hubo
hombres que se sintieron impulsados por el Espíritu de Dios a buscar la verdad
como un tesoro escondido, y que, siendo guiados providencialmente hacia las
Santas Escrituras, estudiaron las sagradas páginas con el más profundo
interés. Deseaban adquirir la luz a
cualquier costo. Aunque no lo veían todo
con claridad, pudieron discernir muchas verdades que hacía tiempo yacían
sepultadas. Iban como mensajeros
enviados del cielo, rompiendo las ligaduras del error y la superstición, y
exhortando a los que por tanto tiempo habían permanecido esclavos, a que se
levantaran y afirmaran su libertad.
Salvo entre los valdenses, la Palabra de Dios
había quedado encerrada dentro de los límites de idiomas conocidos tan sólo por
la gente instruída; pero llegó el tiempo en que las Sagradas Escrituras iban a
ser traducidas y entregadas a gentes de diversas tierras en su propio idioma. Había ya pasado la obscura medianoche para el
mundo; fenecían las horas de tinieblas, y en muchas partes aparecían señales
del alba que estaba para rayar.
En el siglo XIV salió en Inglaterra "el
lucero de la Reforma," Juan Wiclef, que fue el heraldo de la Reforma no
sólo para Inglaterra sino para toda la cristiandad. La gran protesta [86]
que contra Roma le fue dado lanzar, no iba a ser nunca acallada, porque inició
la lucha que iba a dar por resultado la emancipación de los individuos, las
iglesias y las naciones.
Recibió Wiclef una educación liberal y para él
era el amor de Jehová el principio de la sabiduría. Se distinguió en el colegio por su ferviente
piedad, a la vez que por su talento notable y su profunda erudición. En su sed de saber trató de conocer todos los
ramos de la ciencia. Se educó en la
filosofía escolástica, en los cánones de la iglesia y en el derecho civil,
especialmente en el de su país. En sus
trabajos posteriores le fue muy provechosa esta temprana enseñanza. Debido a su completo conocimiento de la filosofía
especulativa de su tiempo, pudo exponer los errores de ella, y el estudio de
las leyes civiles y eclesiásticas le preparó para tomar parte en la gran lucha
por la libertad civil y religiosa. A la
vez que podía manejar las armas que encontraba en la Palabra de Dios, había
adquirido la disciplina intelectual de las escuelas, y comprendía la táctica de
los hombres de escuela. El poder de su
genio y sus conocimientos extensos y profundos le granjearon el respeto de
amigos y enemigos. Sus partidarios veían con orgullo que su campeón sobresalía
entre los intelectos más notables de la nación; y sus enemigos se veían
imposibilitados para arrojar desdén sobre la causa de la reforma por una
exposición de la ignorancia o debilidad de su defensor.
Estando Wiclef todavía en el colegio se dedicó
al estudio de las Santas Escrituras. En
aquellos remotos tiempos cuando la Biblia existía sólo en los idiomas
primitivos, los eruditos eran los únicos que podían allegarse a la fuente de la
verdad, que a las clases incultas les estaba vedada. Ese estudio preparó el
camino para el trabajo futuro de Wiclef como reformador. Algunos hombres ilustrados habían estudiado
la Palabra de Dios y en ella habían encontrado revelada la gran verdad de la
gracia concedida gratuitamente por Dios.
Y por sus enseñanzas habían difundido esta verdad e inducido a otros a
aceptar los oráculos divinos. [87]
Cuando la atención de Wiclef fue dirigida a
las Sagradas Escrituras, se consagró a escudriñarlas con el mismo empeño que
había desplegado para adueñarse por completo de la instrucción que se impartía
en los colegios. Hasta entonces había experimentado una necesidad que ni sus
estudios escolares ni las enseñanzas de la iglesia habían podido
satisfacer. Encontró en la Palabra de
Dios lo que antes había buscado en vano.
En ella halló revelado el plan de la salvación, y vio a Cristo
representado como el único abogado para el hombre. Se entregó al servicio de Cristo y resolvió
proclamar las verdades que había descubierto.
Como los reformadores que se levantaron tras
él, Wiclef en el comienzo de su obra no pudo prever hasta dónde ella le
conduciría. No se levantó
deliberadamente en oposición contra Roma, pero su devoción a la verdad no podía
menos que ponerle en conflicto con la mentira. Conforme iba discerniendo con
mayor claridad los errores del papado, presentaba con creciente ardor las
enseñanzas de la Biblia. Veía que Roma
había abandonado la Palabra de Dios cambiándola por las tradiciones humanas;
acusaba desembozadamente al clero de haber desterrado las Santas Escrituras y
exigía que la Biblia fuese restituída al pueblo y que se estableciera de nuevo
su autoridad dentro de la iglesia. Era maestro entendido y abnegado y
predicador elocuente, cuya vida cotidiana era una demostración de las verdades
que predicaba. Su conocimiento de las
Sagradas Escrituras, la fuerza de sus argumentos, la pureza de su vida y su
integridad y valor inquebrantables, le atrajeron la estimación y la confianza
de todos. Muchos de entre el pueblo
estaban descontentos con su antiguo credo al ver las iniquidades que
prevalecían en la iglesia de Roma, y con inmenso regocijo recibieron las
verdades expuestas por Wiclef, pero los caudillos papales se llenaron de ira al
observar que el reformador estaba adquiriendo una influencia superior a la de
ellos.
Wiclef discernía los errores con mucha
sagacidad y se [88] oponía valientemente
a muchos de los abusos sancionados por la autoridad de Roma. Mientras desempeñaba el cargo de capellán del
rey, se opuso osadamente al pago de los tributos que el papa exigía al monarca
inglés, y demostró que la pretensión del pontífice al asumir autoridad sobre
los gobiernos seculares era contraria tanto a la razón como a la Biblia. Las exigencias del papa habían provocado
profunda indignación y las enseñanzas de Wiclef ejercieron influencia sobre las
inteligencias más eminentes de la nación.
El rey y los nobles se unieron para negar el dominio temporal del papa y
rehusar pagar el tributo. Fue éste un
golpe certero asestado a la supremacía papal en Inglaterra.
Otro mal contra el cual el reformador sostuvo
largo y reñido combate, fue la institución de las órdenes de los frailes
mendicantes. Pululaban estos frailes en
Inglaterra, y comprometían la prosperidad y la grandeza de la nación. Las industrias,
la educación y la moral eran afectadas directamente por la influencia
agostadora de dichos frailes. La vida de ociosidad de aquellos pordioseros era
no sólo una sangría que agotaba los recursos del pueblo, sino que hacía que el
trabajo fuera mirado con menosprecio. La
juventud se desmoralizaba y cundía en ella la corrupción. Debido a la influencia de los frailes, muchos
eran inducidos a entrar en el claustro y consagrarse a la vida monástica, y
esto no sólo sin contar con el consentimiento de los padres, sino aun sin que
éstos lo supieran, o en abierta oposición con su voluntad. Con el fin de establecer la primacía de la
vida conventual sobre las obligaciones y los lazos del amor a los padres, uno
de los primeros padres de la iglesia romana había hecho esta declaración: "Aunque tu padre se postrase en tierra
ante tu puerta, llorando y lamentándose, y aunque tu madre te enseñase el seno
en que te trajo y los pechos que te amamantaron, deberías hollarlos y seguir tu
camino hacia Cristo sin vacilaciones."
Con esta "monstruosa inhumanidad," como la llamó Lutero más
tarde, "más propia de lobos o de tiranos que de cristianos y del hombre,'
se [89] endurecían los sentimientos de
los hijos para con sus padres.—Barnas Sears, The Life of Luther, págs. 70, 69.
Así los caudillos papales, como antaño los fariseos, anulaban el mandamiento de
Dios mediante sus tradiciones y los hogares eran desolados, viéndose privados
los padres de la compañía de sus hijos e hijas.
Aun los mismos estudiantes de las
universidades eran engañados por las falsas representaciones de los monjes e
inducidos a incorporarse en sus órdenes.
Muchos se arrepentían luego de haber dado este paso, al echar de ver que
marchitaban su propia vida y ocasionaban congojas a sus padres; pero, una vez
cogidos en la trampa, les era imposible recuperar la libertad. Muchos padres, temiendo la influencia de los
monjes, rehusaban enviar a sus hijos a las universidades, y disminuyó
notablemente el número de alumnos que asistían a los grandes centros de enseñanza;
así decayeron estos planteles y prevaleció la ignorancia.
El papa había dado a los monjes facultad de
oír confesiones y de otorgar absolución, cosa que se convirtió en mal
incalculable. En su afán por incrementar
sus ganancias, los frailes estaban tan dispuestos a conceder la absolución al
culpable, que toda clase de criminales se acercaba a ellos, y se notó en
consecuencia, un gran desarrollo de los vicios más perniciosos. Dejábase padecer a los enfermos y a los
pobres, en tanto que los donativos que pudieran aliviar sus necesidades eran
depositados a los pies de los monjes, quienes con amenazas exigían las limosnas
del pueblo y denunciaban la impiedad de los que las retenían. No obstante su
voto de pobreza, la riqueza de los frailes iba en constante aumento, y sus
magníficos edificios y sus mesas suntuosas hacían resaltar más la creciente
pobreza de la nación. Y mientras que
ellos dedicaban su tiempo al fausto y los placeres, mandaban en su lugar a
hombres ignorantes, que sólo podían relatar cuentos maravillosos, leyendas y
chistes, para divertir al pueblo y hacerle cada vez más víctima de los engaños
de los monjes. A pesar de todo esto, los
tales [90] seguían ejerciendo dominio
sobre las muchedumbres supersticiosas y haciéndoles creer que todos sus deberes
religiosos se reducían a reconocer la supremacía del papa, adorar a los santos
y hacer donativos a los monjes, y que esto era suficiente para asegurarles un
lugar en el cielo.
Hombres instruídos y piadosos se habían
esforzado en vano por realizar una reforma en estas órdenes monásticas; pero
Wiclef, que tenía más perspicacidad, asestó sus golpes a la raíz del mal,
declarando que de por sí el sistema era malo y que debería ser suprimido. Se suscitaron discusiones e
investigaciones. Mientras los monjes
atravesaban el país vendiendo indulgencias del papa, muchos había que dudaban
de la posibilidad de que el perdón se pudiera comprar con dinero, y se
preguntaban si no sería más razonable buscar el perdón de Dios antes que el del
pontífice de Roma. (Véase el Apéndice.)
No pocos se alarmaban al ver la rapacidad de los frailes cuya codicia parecía
insaciable. "Los monjes y
sacerdotes de Roma," decían ellos, "nos roen como el cáncer. Dios tiene que librarnos o el pueblo
perecerá." —D'Aubigné, lib. 17, cap. 7.
Para disimular su avaricia estos monjes mendicantes aseveraban seguir el
ejemplo del Salvador, y declaraban que Jesús y sus discípulos habían sido
sostenidos por la caridad de la gente.
Este aserto perjudicó su causa, porque indujo a muchos a investigar la
verdad en la Biblia, que era lo que menos deseaba Roma, pues los intelectos
humanos eran así dirigidos a la fuente de la verdad que ella trataba de
ocultarles.
Wiclef empezó a publicar folletos contra los
frailes, no tanto para provocarlos a discutir con él como para llamar la
atención de la gente hacia las enseñanzas de la Biblia y hacia su Autor. Declaró que el poder de perdonar o de
excomulgar no le había sido otorgado al papa en grado mayor que a los simples
sacerdotes, y que nadie podía ser verdaderamente excomulgado mientras no
hubiese primero atraído sobre sí la condenación de Dios. Y en verdad que Wiclef no hubiera podido
acertar con un medio mejor de derrocar el formidable dominio espiritual [91] y temporal que el papa levantara y bajo el
cual millones de hombres gemían cautivos en cuerpo y alma.
Wiclef fue nuevamente llamado a defender los
derechos de la corona de Inglaterra contra las usurpaciones de Roma, y habiendo
sido nombrado embajador del rey, pasó dos años en los Países Bajos conferenciando
con los comisionados del papa. Allí
estuvo en contacto con eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo
oportunidad de ver lo que había entre bastidores y de conocer muchas cosas que
en Inglaterra no hubiera descubierto. Se
enteró de muchas cosas que le sirvieron de argumento en sus trabajos
posteriores. En aquellos representantes
de la corte del papa leyó el verdadero carácter y las aspiraciones de la
jerarquía. Volvió a Inglaterra para
reiterar sus anteriores enseñanzas con más valor y celo que nunca, declarando
que la codicia, el orgullo y la impostura eran los dioses de Roma.
Hablando del papa y de sus recaudadores, decía
en uno de sus folletos: "Ellos sacan de nuestra tierra el sustento de los
pobres y miles de marcos al año del dinero del rey a cambio de sacramentos y
artículos espirituales, lo cual es maldita herejía simoníaca, y hacen que toda
la cristiandad mantenga y afirme esta herejía.
Y a la verdad, si en nuestro reino hubiera un cerro enorme de oro y no
lo tocara jamás hombre alguno, sino solamente este recaudador sacerdotal,
orgulloso y mundano, en el curso del tiempo el cerro llegaría a gastarse todo
entero, porque él se lleva cuanto dinero halla en nuestra tierra y no nos
devuelve más que la maldición que Dios pronuncia sobre su simonía."—J. Lewis, History of the Life and Sufferings
of J. Wiclif, pág. 37.
Poco después de su regreso a Inglaterra,
Wiclef recibió del rey el nombramiento de rector de Lutterworth. Esto le convenció de que el monarca, cuando
menos, no estaba descontento con la franqueza con que había hablado. Su influencia se dejó sentir en las
resoluciones de la corte tanto como en las opiniones religiosas de la nación. [92]
Pronto fueron lanzados contra Wiclef los rayos
y las centellas papales. Tres bulas
fueron enviadas a Inglaterra: a la universidad, al rey y a los prelados,
ordenando todas que se tomaran inmediatamente medidas decisivas para obligar a
guardar silencio al maestro de herejía. (A. Neander, History of the Christian Religion
and Church, período 6, sec. 2, parte I, párr. 8. Véase
también el Apéndice.) Sin embargo, antes
de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados por su celo, habían
citado a Wiclef a que compareciera ante ellos para ser juzgado; pero dos de los
más poderosos príncipes del reino le acompañaron al tribunal, y el gentío que
rodeaba el edificio y que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan
cohibidos, que se suspendió el proceso y se le permitió a Wiclef que se
retirara en paz. Poco después Eduardo
III, a quien ya entrado en años procuraban indisponer los prelados contra el
reformador, murió, y el antiguo protector de Wiclef llegó a ser regente del
reino. Pero la llegada de las bulas
pontificales impuso a toda Inglaterra la orden perentoria de arrestar y
encarcelar al hereje. Esto equivalía a
una condenación a la hoguera. Ya parecía
pues Wiclef destinado a ser pronto víctima de las venganzas de Roma. Pero Aquel que había dicho a un ilustre
patriarca: "No temas, . . . yo soy tu escudo" (Génesis 15: 1), volvió
a extender su mano para proteger a su siervo, así que el que murió, no fue el
reformador, sino Gregorio XI, el pontífice que había decretado su muerte, y los
eclesiásticos que se habían reunido para el juicio de Wiclef se dispersaron.
La providencia de Dios dirigió los
acontecimientos de tal manera que ayudaron al desarrollo de la Reforma. Muerto Gregorio, eligiéronse dos papas
rivales. Dos poderes en conflicto, cada
cual pretendiéndose infalible, reclamaban la obediencia de los creyentes.
(Véase el Apéndice.) Cada uno pedía el
auxilio de los fieles para hacerle la guerra al otro, su rival, y reforzaba sus
exigencias con terribles anatemas contra los adversarios y con promesas
celestiales para sus partidarios. [93]
Esto debilitó notablemente el poder papal. Harto tenían que hacer ambos partidos rivales
para pelear uno con otro, de modo que Wiclef pudo descansar por algún tiempo.
Anatemas y recriminaciones volaban de un papa al otro, y ríos de sangre corrían
en la contienda de tan encontrados intereses.
La iglesia rebosaba de crímenes y escándalos. Entre tanto el reformador
vivía tranquilo retirado en su parroquia de Lutterworth, trabajando
diligentemente por hacer que los hombres apartaran la atención de los papas en
guerra uno con otro, y que la fijaran en Jesús, el Príncipe de Paz.
El cisma, con la contienda y corrupción que
produjo, preparó el camino para la Reforma, pues ayudó al pueblo a conocer el
papado tal cual era. En un folleto que
publicó Wiclef sobre "El cisma de los papas," exhortó al pueblo a considerar
si ambos sacerdotes no decían la verdad al condenarse uno a otro como
anticristos. "Dios —decía él— no
quiso que el enemigo siguiera reinando tan sólo en uno de esos sacerdotes, sino
que . . . puso enemistad entre ambos, para que los hombres, en el nombre de
Cristo, puedan vencer a ambos con mayor facilidad." —R. Vaughan, Life and Opinions of
John de Wycliffe, tomo 2, pág. 6. Como su Maestro, predicaba Wiclef el Evangelio a los pobres. No dándose por satisfecho con hacer que la
luz brillara únicamente en aquellos humildes hogares de su propia parroquia de
Lutterworth, quiso difundirla por todos los ámbitos de Inglaterra. Para esto organizó un cuerpo de predicadores,
todos ellos hombres sencillos y piadosos, que amaban la verdad y no ambicionaban
otra cosa que extenderla por todas partes.
Para darla a conocer enseñaban en los mercados, en las calles de las
grandes ciudades y en los sitios apartados; visitaban a los ancianos, a los
pobres y a los enfermos impartiéndoles las buenas nuevas de la gracia de
Dios. Siendo profesor de teología en
Oxford, predicaba Wiclef la Palabra de Dios en las aulas de la
universidad. Presentó la verdad a los
estudiantes con tanta fidelidad, que mereció el título de "Doctor
evangélico." Pero la obra más
grande de su [94] vida había de ser la
traducción de la Biblia en el idioma inglés.
En una obra sobre "La verdad y el significado de las
Escrituras" dio a conocer su intención de traducir la Biblia para que todo
hombre en Inglaterra pudiera leer en su propia lengua y conocer por sí mismo
las obras maravillosas de Dios.
Pero de pronto tuvo que suspender su
trabajo. Aunque no tenía aún sesenta
años de edad, sus ocupaciones continuas, el estudio, y los ataques de sus
enemigos, le habían debilitado y envejecido prematuramente. Le sobrevino una peligrosa enfermedad cuyas
nuevas, al llegar a oídos de los frailes, los llenaron de alegría. Pensaron que
en tal trance lamentaría Wiclef amargamente el mal que había causado a la
iglesia. En consecuencia se apresuraron
a ir a su vivienda para oír su confesión.
Dándole ya por agonizante se reunieron en derredor de él los
representantes de las cuatro órdenes religiosas, acompañados por cuatro
dignatarios civiles, y le dijeron: "Tienes el sello de la muerte en tus
labios, conmuévete por la memoria de tus faltas y retráctate delante de
nosotros de todo cuanto has dicho para perjudicarnos." El reformador escuchó en silencio; luego
ordenó a su criado que le ayudara a incorporarse en su cama, y mirándolos con
fijeza mientras permanecían puestos en pie esperando oír su retractación, les
habló con aquella voz firme y robusta que tantas veces les había hecho temblar,
y les dijo: "No voy a morir, sino que viviré para volver a denunciar las
maquinaciones de los frailes." — D'Aubigné, lib. 17, cap. 7. Sorprendidos y corridos los monjes se
apresuraron a salir del aposento.
Las palabras de Wiclef se cumplieron. Vivió lo bastante para poder dejar en manos
de sus connacionales el arma más poderosa contra Roma: la Biblia, el agente
enviado del cielo para libertar, alumbrar y evangelizar al pueblo. Muchos y
grandes fueron los obstáculos que tuvo que vencer para llevar a cabo esta
obra. Se veía cargado de achaques; sabía
que sólo le quedaban unos pocos años que dedicar a sus trabajos, y se daba cuenta
de la oposición que debía arrostrar, pero animado [95]
por las promesas de la Palabra de Dios, siguió adelante sin que nada le
intimidara. Estaba en pleno goce de sus
fuerzas intelectuales y enriquecido por mucha experiencia, la providencia
especial de Dios le había conservado y preparado para esta la mayor de sus
obras; de modo que mientras toda la cristiandad se hallaba envuelta en tumultos
el reformador, en su rectoría de Lutterworth, sin hacer caso de la tempestad
que rugía en derredor, se dedicaba a la tarea que había escogido.
Por fin dio cima a la obra: acabó la primera
traducción de la Biblia que se hiciera en inglés. El Libro de Dios quedaba abierto para
Inglaterra. El reformador ya no temía la
prisión ni la hoguera. Había puesto en
manos del pueblo inglés una luz que jamás se extinguiría. Al darles la Biblia a sus compatriotas había
hecho más para romper las cadenas de la ignorancia y del vicio, y para libertar
y engrandecer a su nación, que todo lo que jamás se consiguiera con las victorias
más brillantes en los campos de batalla.
Como todavía la imprenta no era conocida, los
ejemplares de la Biblia no se multiplicaban sino mediante un trabajo lento y
enojoso. Tan grande era el empeño de
poseer el libro, que muchos se dedicaron voluntariamente a copiarlo; sin
embargo, les costaba mucho a los copistas satisfacer los pedidos. Algunos de los compradores más ricos deseaban
la Biblia entera. Otros compraban
solamente una porción. En muchos casos
se unían varias familias para comprar un ejemplar. De este modo la Biblia de Wiclef no tardó en
abrirse paso en los hogares del pueblo.
Como el sagrado libro apelaba a la razón,
logró despertar a los hombres de su pasiva sumisión a los dogmas papales. En lugar de éstos, Wiclef enseñaba las
doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por medio de la fe en
Cristo y la infalibilidad única de las Sagradas Escrituras. Los predicadores que él enviaba ponían en
circulación la Biblia junto con los escritos del reformador, y con tan buen
éxito, que la nueva fe fue aceptada por casi la mitad del pueblo inglés. [96]
La aparición de las Santas Escrituras llenó de
profundo desaliento a las autoridades de la iglesia. Estas tenían que hacer frente ahora a un
agente más poderoso que Wiclef: una fuerza contra la cual todas sus armas
servirían de poco. No había ley en aquel
tiempo que prohibiese en Inglaterra la lectura de la Biblia, porque jamás se
había hecho una versión en el idioma del pueblo. Tales leyes se dictaron poco después y fueron
puestas en vigor del modo más riguroso; pero, entretanto, y a pesar de los
esfuerzos del clero, hubo oportunidad para que la Palabra de Dios circulara por
algún tiempo.
Nuevamente los caudillos papales quisieron
imponer silencio al reformador. Le
citaron ante tres tribunales sucesivos, para juzgarlo, pero sin resultado
alguno. Primero un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos, y
logrando atraer a sus miras al joven rey Ricardo II, obtuvo un decreto real que
condenaba a prisión a todos los que sostuviesen las doctrinas condenadas.
Wiclef apeló de esa sentencia del sínodo al
parlamento; sin temor alguno demandó al clero ante el concilio nacional y
exigió que se reformaran los enormes abusos sancionados por la iglesia. Con notable don de persuasión describió las
usurpaciones y las corrupciones de la sede papal, y sus enemigos quedaron
confundidos. Los amigos y partidarios de Wiclef se habían visto obligados a
ceder, y se esperaba confiadamente que el mismo reformador al llegar a la vejez
y verse solo y sin amigos, se inclinaría ante la autoridad combinada de la
corona y de la mitra. Mas en vez de
esto, los papistas se vieron derrotados.
Entusiasmado por las elocuentes interpelaciones de Wiclef, el parlamento
revocó el edicto de persecución y el reformador se vio nuevamente libre.
Por tercera vez le citaron para formarle
juicio, y esta vez ante el más alto tribunal eclesiástico del reino. En esta corte suprema no podía haber
favoritismo para la herejía; en ella debía asegurarse el triunfo para Roma y ponerse
fin a la obra del reformador. Así
pensaban los papistas. Si lograban su [97] intento, Wiclef se vería obligado a abjurar
sus doctrinas o de lo contrario sólo saldría del tribunal para ser quemado.
Empero Wiclef no se retractó, ni quiso
disimular nada. Sostuvo intrépido sus enseñanzas y rechazó los cargos de sus
perseguidores. Olvidándose de sí mismo,
de su posición y de la ocasión, emplazó a sus oyentes ante el tribunal divino y
pesó los sofismas y las imposturas de sus enemigos en la balanza de la verdad
eterna. El poder del Espíritu Santo se
dejó sentir en la sala del concilio. Los
circunstantes notaron la influencia de Dios y parecía que no tuvieran fuerzas
suficientes para abandonar el lugar. Las palabras del reformador eran como
flechas de la aljaba de Dios, que penetraban y herían sus corazones. El cargo de herejía que pesaba sobre él,
Wiclef lo lanzó contra ellos con poder irresistible. Los interpeló por el atrevimiento con que
extendían sus errores y los denunció como traficantes que por amor al lucro
comerciaban con la gracia de Dios.
"¿Contra quién pensáis que estáis
contendiendo? —dijo al concluir.— ¿Con un anciano que está ya al borde del
sepulcro? —¡No! ¡contra la Verdad, la Verdad que es más fuerte que vosotros y
que os vencerá!" (Wylie,
lib. 2, cap. 13.) Y diciendo esto se retiró de la asamblea
sin que ninguno de los adversarios intentara detenerlo.
La obra de Wiclef quedaba casi concluida. El estandarte de la verdad que él había
sostenido por tanto tiempo iba pronto a caer de sus manos; pero era necesario
que diese un testimonio mas en favor del Evangelio. La verdad debía ser proclamada desde la misma
fortaleza del imperio del error. Fue
emplazado Wiclef a presentarse ante el tribunal papal de Roma, que había
derramado tantas veces la sangre de los santos.
Por cierto que no dejaba de darse cuenta del gran peligro que le
amenazaba, y sin embargo, hubiera asistido a la cita si no se lo hubiese
impedido un ataque de parálisis que le dejó imposibilitado para hacer el
viaje. Pero si su voz no se iba a oír en
Roma, podía hablar por carta, y resolvió hacerlo. Desde su rectoría el [98] reformador escribió al papa una epístola
que, si bien fue redactada en estilo respetuoso y espíritu cristiano, era una
aguda censura contra la pompa y el orgullo de la sede papal.
"En verdad me regocijo —decía— en hacer
notoria y afirmar delante de todos los hombres la fe que poseo, y especialmente ante el obispo de Roma, quien,
como supongo que ha de ser persona honrada y de buena fe, no se negará a confirmar
gustoso esta mi fe, o la corregirá si acaso la encuentra errada.
"En primer término, supongo que el
Evangelio de Cristo es toda la substancia de la ley de Dios. . . . Declaro y
sostengo que por ser el obispo de Roma el vicario de Cristo aquí en la tierra,
está sujeto más que nadie a la ley del Evangelio. Porque entre los discípulos de Cristo la
grandeza no consistía en dignidades o valer mundanos, sino en seguir de cerca a
Cristo e imitar fielmente su vida y sus costumbres. . . . Durante el tiempo de
su peregrinación en la tierra Cristo fue un hombre muy pobre, que despreciaba y
desechaba todo poder y todo honor terreno. . . .
"Ningún hombre de buena fe debiera seguir
al papa ni a santo alguno, sino en aquello en que ellos siguen el ejemplo del
Señor Jesucristo, pues San Pedro y los hijos de Zebedeo, al desear honores del
mundo, lo cual no es seguir las pisadas de Cristo, pecaron y, por tanto, no
deben ser imitados en sus errores. . . .
"El papa debería dejar al poder secular
todo dominio y gobierno temporal y con tal fin exhortar y persuadir eficazmente
a todo el clero a hacer otro tanto, pues así lo hizo Cristo y especialmente sus
apóstoles. Por consiguiente, si me he
equivocado en cualquiera de estos puntos, estoy dispuesto a someterme a la
corrección y aun a morir, si es necesario.
Si pudiera yo obrar conforme a mi voluntad y deseo, siendo dueño de mí
mismo, de seguro que me presentaría ante el obispo de Roma; pero el Señor se ha
dignado visitarme para que se haga lo contrario y me ha enseñado a obedecer a
Dios antes que a los hombres." [99]
Al concluir decía: "Oremos a Dios para
que mueva de tal modo el corazón de nuestro papa Urbano VI, que él y su clero
sigan al Señor Jesucristo en su vida y costumbres, y así se lo enseñen al
pueblo, a fin de que, siendo ellos el dechado, todos los fieles los imiten con
toda fidelidad." —Juan Foxe, Acts and Monuments, tomo 3, págs. 49, 50.
Así enseñó Wiclef al papa y a sus cardenales
la mansedumbre y humildad de Cristo, haciéndoles ver no sólo a ellos sino a
toda la cristiandad el contraste que había entre ellos y el Maestro de quien
profesaban ser representantes.
Wiclef estaba convencido de que su fidelidad
iba a costarle la vida. El rey, el papa
y los obispos estaban unidos para lograr su ruina, y parecía seguro que en
pocos meses a más tardar le llevarían a la hoguera. Pero su valor no disminuyó. "¿Por qué
habláis de buscar lejos la corona del martirio? —decía él.— Predicad el
Evangelio de Cristo a arrogantes prelados, y el martirio no se hará esperar.
¡Qué! ¿Viviría yo para quedarme callado?. . . ¡Nunca! ¡Que venga el golpe!
Esperándolo estoy." —D'Aubigné, lib. 17, cap. 8.
No obstante, la providencia de Dios velaba aún
por su siervo, y el hombre que durante toda su vida había defendido con arrojo la causa de la verdad,
exponiéndose diariamente al peligro, no había de caer víctima del odio de sus
enemigos. Wiclef nunca miró por sí
mismo, pero el Señor había sido su protector y ahora que sus enemigos se creían
seguros de su presa, Dios le puso fuera del alcance de ellos. En su iglesia de Lutterworth, en el momento
en que iba a dar la comunión, cayó herido de parálisis y murió al poco tiempo.
Dios le había señalado a Wiclef su obra. Puso en su boca la palabra de verdad y colocó
una custodia en derredor suyo para que esa palabra llegase a oídos del
pueblo. Su vida fue protegida y su obra
continuó hasta que hubo echado los cimientos para la grandiosa obra de la
Reforma.
Wiclef surgió de entre las tinieblas de los
tiempos de ignorancia y superstición.
Nadie había trabajado antes de él en [100]
una obra que dejara un molde al que Wiclef pudiera atenerse. Suscitado como Juan el Bautista para cumplir
una misión especial, fue el heraldo de una nueva era. Con todo, en el sistema de verdad que
presentó hubo tal unidad y perfección que no pudieron superarlo los
reformadores que le siguieron, y algunos de ellos no lo igualaron siquiera, ni
aun cien años más tarde. Echó cimientos
tan hondos y amplios, y dejó una estructura tan exacta y firme que no
necesitaron hacer modificaciones los que le sucedieron en la causa.
El gran movimiento inaugurado por Wiclef, que
iba a libertar las conciencias y los espíritus y emancipar las naciones que
habían estado por tanto tiempo atadas al carro triunfal de Roma, tenía su
origen en la Biblia. Era ella el
manantial de donde brotó el raudal de bendiciones que como el agua de la vida
ha venido fluyendo a través de las generaciones desde el siglo XIV. Con fe absoluta, Wiclef aceptaba las Santas
Escrituras como la revelación inspirada de la voluntad de Dios, como regla
suficiente de fe y conducta. Se le había
enseñado a considerar la iglesia de Roma como la autoridad divina e infalible y
a aceptar con reverencia implícita las enseñanzas y costumbres establecidas
desde hacía mil años; pero de todo esto se apartó para dar oídos a la santa
Palabra de Dios. Esta era la autoridad
que él exigía que el pueblo reconociese.
En vez de la iglesia que hablaba por medio del papa, declaraba él que la
única autoridad verdadera era la voz de Dios escrita en su Palabra; y enseñó
que la Biblia es no sólo una revelación perfecta de la voluntad de Dios, sino
que el Espíritu Santo es su único intérprete, y que por el estudio de sus
enseñanzas cada uno debe conocer por sí mismo sus deberes. Así logró que se fijaran los hombres en la
Palabra de Dios y dejaran a un lado al papa y a la iglesia de Roma.
Wiclef fue uno de los mayores
reformadores. Por la amplitud de su
inteligencia, la claridad de su pensamiento, su firmeza para sostener la verdad
y su intrepidez para defenderla, fueron pocos los que le igualaron entre los
que se levantaron [101] tras él. Caracterizaban al primero de los reformadores
su pureza de vida, su actividad incansable en el estudio y el trabajo, su
integridad intachable, su fidelidad en el ministerio y sus nobles sentimientos,
que eran los mismos que se notaron en Cristo Jesús. Y esto, no obstante la obscuridad intelectual
y la corrupción moral de la época en que vivió.
El carácter de Wiclef es una prueba del poder
educador y transformador de las Santas Escrituras. A la Biblia debió él todo lo que fue. El esfuerzo hecho para comprender las grandes
verdades de la revelación imparte vigor a todas las facultades y las fortalece;
ensancha el entendimiento, aguza las percepciones y madura el juicio. El estudio de la Biblia ennoblecerá como
ningún otro estudio el pensamiento, los sentimientos y las aspiraciones. Da constancia en los propósitos, paciencia,
valor y perseverancia; refina el carácter y santifica el alma. Un estudio serio y reverente de las Santas
Escrituras, al poner la mente de quienes se dedicaran a él en contacto directo
con la mente del Todopoderoso, daría al mundo hombres de intelecto mayor y más
activo, como también de principios más nobles que los que pueden resultar de la
más hábil enseñanza de la filosofía humana.
"La entrada de tus palabras —dice el salmista— alumbra; a los
simples les da inteligencia." (Salmo 119: 130, V.M.)
Las doctrinas que enseñó Wiclef siguieron
cundiendo por algún tiempo; sus partidarios, conocidos por wiclefistas y
lolardos, no sólo recorrían Inglaterra sino que se esparcieron por otras
partes, llevando a otros países el conocimiento del Evangelio. Cuando su jefe falleció, los predicadores
trabajaron con más celo aun que antes, y las multitudes acudían a escuchar sus
enseñanzas. Algunos miembros de la
nobleza y la misma esposa del rey contábanse en el número de los convertidos, y
en muchos lugares se notaba en las costumbres del pueblo un cambio notable y se
sacaron de las iglesias los símbolos idólatras del romanismo. Pero pronto la tempestad de la despiadada
persecución se desató sobre aquellos que se atrevían a [102] aceptar la Biblia como guía. Los monarcas ingleses, ansiosos de confirmar
su poder con el apoyo de Roma, no vacilaron en sacrificar a los
reformadores. Por primera vez en la
historia de Inglaterra fue decretado el uso de la hoguera para castigar a los
propagadores del Evangelio. Los
martirios seguían a los martirios. Los
que abogaban por la verdad eran desterrados o atormentados y sólo podían clamar
al oído del Dios de Sabaoth. Se les
perseguía como a enemigos de la iglesia y traidores del reino, pero ellos
seguían predicando en lugares secretos, buscando refugio lo mejor que podían en
las humildes casas de los pobres y escondiéndose muchas veces en cuevas y
antros de la tierra.
A pesar de la ira de los perseguidores,
continuó serena, firme y paciente por muchos siglos la protesta que los siervos
de Dios sostuvieron contra la perversión predominante de las enseñanzas
religiosas. Los cristianos de aquellos
tiempos primitivos no tenían más que un conocimiento parcial de la verdad, pero
habían aprendido a amar la Palabra de Dios y a obedecerla, y por ella sufrían
con paciencia. Como los discípulos en
los tiempos apostólicos, muchos sacrificaban sus propiedades terrenales por la
causa de Cristo. Aquellos a quienes se
permitía habitar en sus hogares, daban asilo con gusto a sus hermanos
perseguidos, y cuando a ellos también se les expulsaba de sus casas, aceptaban
alegremente la suerte de los desterrados.
Cierto es que miles de ellos, aterrorizados por la furia de los
perseguidores, compraron su libertad haciendo el sacrificio de su fe, y
salieron de las cárceles llevando el hábito de los arrepentidos para hacer
pública retractación; pero no fue escaso el número —contándose entre ellos
nobles y ricos, así como pobres y humildes— de los que sin miedo alguno daban
testimonio de la verdad en los calabozos, en las "torres lolardas,"
gozosos en medio de los tormentos y las llamas, de ser tenidos por dignos de
participar de "la comunión de sus padecimientos."
Los papistas fracasaron en su intento de
perjudicar a Wiclef [103] durante su
vida, y su odio no podía aplacarse mientras que los restos del reformador
siguieran descansando en la paz del sepulcro.
Por un decreto del concilio de Constanza, más de cuarenta años después
de la muerte de Wiclef sus huesos fueron exhumados y quemados públicamente, y
las cenizas arrojadas a un arroyo cercano. "Ese arroyo —dice un antiguo
escritor— llevó las cenizas al río Avón, el Avón al Severna, el Severna a los
mares y éstos al océano; y; así es como las cenizas de Wiclef son emblema de
sus doctrinas, las cuales se hallan esparcidas hoy día por el mundo
entero." —T. Fuller, Church History of Britain, lib. 4, sec. 2, párr.
54. ¡Cuán poco alcanzaron a comprender
sus enemigos el significado de su acto perverso!
Por medio de los escritos de Wiclef, Juan Hus,
de Bohemia, fue inducido a renunciar a muchos de los errores de Roma y a
asociarse a la obra de reforma. Y de
este modo, en aquellos dos países, tan distantes uno de otro, fue sembrada la
semilla de la verdad. De Bohemia se
extendió la obra hasta otros países; la mente de los hombres fue encauzada
hacia la Palabra de Dios que por tan largo tiempo había sido relegada al
olvido. La mano divina estaba así
preparando el camino a la gran Reforma. [104]
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