Capítulo 4
AUNQUE sumida a tierra en tinieblas durante el
largo período de la supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por
completo. En todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su
fe en Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que reconocían la
Biblia como única regla de su vida y santificaban el verdadero día de reposo.
Nunca sabrá la posteridad cuánto debe el mundo a esos hombres. Se les marcaba
como a herejes, los móviles que los inspiraban eran impugnados, su carácter
difamado y sus escritos prohibidos, adulterados o mutilados. Sin embargo
permanecieron firmes, y de siglo en siglo conservaron pura su fe, como herencia
sagrada para las generaciones futuras.
La historia del pueblo de Dios durante los
siglos de obscuridad que siguieron a la supremacía de Roma, está escrita en el
cielo, aunque ocupa escaso lugar en las crónicas de la humanidad. Pocas son las
huellas que de su existencia pueden encontrarse fuera de las que se encuentran
en las acusaciones de sus perseguidores. La política de Roma consistió en hacer
desaparecer toda huella de oposición a sus doctrinas y decretos. Trató de
destruir todo lo que era herético, bien se tratase de personas o de escritos.
Las simples expresiones de duda u objeciones acerca de la autoridad de los
dogmas papales bastaban para quitarle la vida al rico o al pobre, al poderoso o
al humilde. Igualmente se esforzó Roma en destruir todo lo que denunciase su
crueldad contra los disidentes. Los concilios papales decretaron que los libros
o escritos que hablasen sobre el particular fuesen quemados. Antes de la
invención de la imprenta eran pocos los libros, y su forma no se prestaba para [67] conservarlos, de modo que los romanistas
encontraron pocos obstáculos para llevar a cabo sus propósitos.
Ninguna iglesia que estuviese dentro de los
límites de la jurisdicción romana gozó mucho tiempo en paz de su libertad de
conciencia. No bien se hubo hecho dueño del poder el papado, extendió los
brazos para aplastar a todo el que rehusara reconocer su gobierno; y una tras
otra las iglesias se sometieron a su dominio.
En Gran Bretaña el cristianismo primitivo
había echado raíces desde muy temprano. El Evangelio recibido por los
habitantes de este país en los primeros siglos no se había corrompido con la
apostasía de Roma. La persecución de los emperadores paganos, que se extendió
aún hasta aquellas remotas playas, fue el único don que las primeras iglesias de
Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos de los cristianos que huían de la
persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; de allí la verdad fue
llevada a Irlanda, y en todos esos países fue recibida con gozo.
Luego que los sajones invadieron a Gran
Bretaña, el paganismo llegó a predominar. Los conquistadores desdeñaron ser
instruídos por sus esclavos, y los cristianos tuvieron que refugiarse en los
páramos. No obstante la luz, escondida por algún tiempo, siguió ardiendo. Un
siglo más tarde brilló en Escocia con tal intensidad que se extendió a muy
lejanas tierras. De Irlanda salieron el piadoso Colombano y sus colaboradores,
los que, reuniendo en su derredor a los creyentes esparcidos en la solitaria
isla de Iona, establecieron allí el centro de sus trabajos misioneros. Entre
estos evangelistas había uno que observaba el sábado bíblico, y así se
introdujo esta verdad entre la gente. Se fundó en Iona una escuela de la que
fueron enviados misioneros no sólo a Escocia e Inglaterra, sino a Alemania, Suiza
y aun a Italia.
Roma empero había puesto los ojos en Gran
Bretaña y resuelto someterla a su supremacía. En el siglo VI, sus misioneros
emprendieron la conversión de los sajones paganos. [68]
Recibieron favorable acogida por parte de los altivos bárbaros a quienes
indujeron por miles a profesar la fe romana. A medida que progresaba la obra,
los jefes papales y sus secuaces tuvieron encuentros con los cristianos
primitivos. Se vio entonces un contraste muy notable. Eran estos cristianos
primitivos sencillos y humildes, cuyo carácter y cuyas doctrinas y costumbres
se ajustaban a las Escrituras, mientras que los discípulos de Roma ponían de
manifiesto la superstición, la arrogancia y la pompa del papado. El emisario de
Roma exigió de estas iglesias cristianas que reconociesen la supremacía del
soberano pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña respondieron humildemente
que ellos deseaban amar a todo el mundo, pero que el papa no tenía derecho de
supremacía en la iglesia y que ellos no podían rendirle más que la sumisión que
era debida a cualquier discípulo de Cristo. Varias tentativas se hicieron para
conseguir que se sometiesen a Roma, pero estos humildes cristianos, espantados
del orgullo que ostentaban los emisarios papales, respondieron con firmeza que
ellos no reconocían a otro jefe que a Cristo. Entonces se reveló el verdadero
espíritu del papado. El enviado católico romano les dijo: "Si no recibís a
los hermanos que os traen paz, recibiréis a los enemigos que os traerán guerra;
si no os unís con nosotros para mostrar a los sajones el camino de vida,
recibiréis de ellos el golpe de muerte." —J. H. Merle d'Aubigné, Histoire
de la Réformation du seizième siècle, (París, 1835-53), libro 17, cap. 2. No
fueron vanas estas amenazas. La guerra, la intriga y el engaño se emplearon
contra estos testigos que sostenían una fe bíblica, hasta que las iglesias de
la primitiva Inglaterra fueron destruidas u obligadas a someterse a la
autoridad del papa.
En los países que estaban fuera de la
jurisdicción de Roma existieron por muchos siglos grupos de cristianos que
permanecieron casi enteramente libres de la corrupción papal. Rodeados por el
paganismo, con el transcurso de los años fueron afectados por sus errores; no
obstante siguieron [69] considerando la
Biblia como la única regla de fe y adhiriéndose a muchas de sus verdades.
Creían estos cristianos en el carácter perpetuo de la ley de Dios y observaban
el sábado del cuarto mandamiento. Hubo en el África central y entre los
armenios de Asia iglesias que mantuvieron esta fe y esta observancia.
Mas entre los que resistieron las intrusiones
del poder papal, los valdenses fueron los que más sobresalieron. En el mismo
país en donde el papado asentara sus reales fue donde encontraron mayor
oposición su falsedad y corrupción. Las iglesias del Piamonte mantuvieron su
independencia por algunos siglos, pero al fin llegó el tiempo en que Roma
insistió en que se sometieran. Tras larga serie de luchas inútiles, los jefes
de estas iglesias reconocieron aunque de mala gana la supremacía de aquel poder
al que todo el mundo parecía rendir homenaje. Hubo sin embargo algunos que
rehusaron sujetarse a la autoridad de papas o prelados. Determinaron mantenerse
leales a Dios y conservar la pureza y sencillez de su fe. Se efectuó una
separación. Los que permanecieron firmes en la antigua fe se retiraron;
algunos, abandonando sus tierras de los Alpes, alzaron el pendón de la verdad
en países extraños; otros se refugiaron en los valles solitarios y en los
baluartes peñascosos de las montañas, y allí conservaron su libertad para
adorar a Dios.
La fe que por muchos siglos sostuvieron y
enseñaron los cristianos valdenses contrastaba notablemente con las doctrinas
falsas de Roma. De acuerdo con el sistema verdaderamente cristiano, fundaban su
creencia religiosa en la Palabra de Dios escrita. Pero esos humildes campesinos
en sus obscuros retiros, alejados del mundo y sujetos a penosísimo trabajo
diario entre sus rebaños y viñedos, no habían llegado de por sí al conocimiento
de la verdad que se oponía a los dogmas y herejías de la iglesia apóstata. Su
fe no era una fe nueva. Su creencia en materia de religión la habían heredado
de sus padres. Luchaban en pro de la fe de la iglesia apostólica, "la fe
que ha sido una vez dada a los santos." (S. Judas 3.) [70] "La iglesia del desierto," y no la
soberbia jerarquía que ocupaba el trono de la gran capital, era la verdadera
iglesia de Cristo, la depositaria de los tesoros de verdad que Dios confiara a
su pueblo para que los diera al mundo.
Entre las causas principales que motivaron la
separación entre la verdadera iglesia y Roma, se contaba el odio de ésta hacia
el sábado bíblico. Como se había predicho en la profecía, el poder papal echó
por tierra la verdad. La ley de Dios fue pisoteada mientras que las tradiciones
y las costumbres de los hombres eran ensalzadas. Se obligó a las iglesias que
estaban bajo el gobierno del papado a honrar el domingo como día santo. Entre
los errores y la superstición que prevalecían, muchos de los verdaderos hijos
de Dios se encontraban tan confundidos, que a la vez que observaban el sábado
se abstenían de trabajar el domingo. Mas esto no satisfacía a los jefes
papales. No sólo exigían que se santificara el domingo sino que se profanara el
sábado; y acusaban en los términos más violentos a los que se atrevían a
honrarlo. Sólo huyendo del poder de Roma era posible obedecer en paz a la ley
de Dios.
Los valdenses se contaron entre los primeros
de todos los pueblos de Europa que poseyeron una traducción de las Santas
Escrituras. (Véase el Apéndice.) Centenares de años antes de la Reforma tenían
ya la Biblia manuscrita en su propio idioma. Tenían pues la verdad sin
adulteración y esto los hizo objeto especial del odio y de la persecución.
Declaraban que la iglesia de Roma era la Babilonia apóstata del Apocalipsis, y
con peligro de sus vidas se oponían a su influencia y principios corruptores.
Aunque bajo la presión de una larga persecución, algunos sacrificaron su fe e
hicieron poco a poco concesiones en sus principios distintivos, otros se aferraron
a la verdad. Durante siglos de obscuridad y apostasía, hubo valdenses que
negaron la supremacía de Roma, que rechazaron como idolátrico el culto a las
imágenes y que guardaron el verdadero día de reposo. Conservaron su fe en medio
de las más violenta y tempestuosa oposición. Aunque degollados [71] por la espada de Saboya y quemados en la
hoguera romanista, defendieron con firmeza la Palabra de Dios y su honor.
Tras los elevados baluartes de sus montañas,
refugio de los perseguidos y oprimidos en todas las edades, hallaron los
valdenses seguro escondite. Allí se mantuvo encendida la luz de la verdad en
medio de la obscuridad de la Edad Media. Allí los testigos de la verdad
conservaron por mil años la antigua fe.
Dios había provisto para su pueblo un santuario
de terrible grandeza como convenía a las grandes verdades que les había
confiado. Para aquellos fieles desterrados, las montañas eran un emblema de la
justicia inmutable de Jehová. Señalaban a sus hijos aquellas altas cumbres que
a manera de torres se erguían en inalterable majestad y les hablaban de Aquel
en quien no hay mudanza ni sombra de variación, cuya palabra es tan firme como
los montes eternos. Dios había afirmado las montañas y las había ceñido de
fortaleza; ningún brazo podía removerlas de su lugar, sino sólo el del Poder
infinito. Asimismo había establecido su ley, fundamento de su gobierno en el
cielo y en la tierra. El brazo del hombre podía alcanzar a sus semejantes y
quitarles la vida; pero antes podría desarraigar las montañas de sus cimientos
y arrojarlas al mar que modificar un precepto de la ley de Jehová, o borrar una
de las promesas hechas a los que cumplen su voluntad. En su fidelidad a la ley,
los siervos de Dios tenían que ser tan firmes como las inmutables montañas.
Los montes que circundaban sus hondos valles
atestiguaban constantemente el poder creador de Dios y constituían una garantía
de la protección que él les deparaba. Aquellos peregrinos aprendieron a cobrar
cariño a esos símbolos mudos de la presencia de Jehová. No se quejaban por las
dificultades de su vida; y nunca se sentían solos en medio de la soledad de los
montes. Daban gracias a Dios por haberles dado un refugio donde librarse de la
crueldad y de la ira de los hombres. Se regocijaban de poder adorarle libremente.
Muchas veces, [72] cuando eran
perseguidos por sus enemigos, sus fortalezas naturales eran su segura defensa.
En más de un encumbrado risco cantaron las alabanzas de Dios, y los ejércitos
de Roma no podían acallar sus cantos de acción de gracias.
Pura, sencilla y ferviente fue la piedad de
estos discípulos de Cristo. Apreciaban los principios de verdad más que las
casas, las tierras, los amigos y parientes, más que la vida misma. Trataban
ansiosamente de inculcar estos principios en los corazones de los jóvenes.
Desde su más tierna edad, éstos recibían instrucción en las Sagradas Escrituras
y se les enseñaba a considerar sagrados los requerimientos de la ley de Dios.
Los ejemplares de la Biblia eran raros; por eso se aprendían de memoria sus
preciosas palabras. Muchos podían recitar grandes porciones del Antiguo
Testamento y del Nuevo. Los pensamientos referentes a Dios se asociaban con las
escenas sublimes de la naturaleza y con las humildes bendiciones de la vida
cotidiana. Los niños aprendían a ser agradecidos a Dios como al dispensador de
todos los favores y de todos los consuelos.
Como padres tiernos y afectuosos, amaban a sus
hijos con demasiada inteligencia para acostumbrarlos a la complacencia de los
apetitos. Les esperaba una vida de pruebas y privaciones y tal vez el martirio.
Desde niños se les acostumbraba a sufrir penurias, a ser sumisos y, sin
embargo, capaces de pensar y obrar por sí mismos. Desde temprano se les
enseñaba a llevar responsabilidades, a hablar con prudencia y a apreciar el
valor del silencio. Una palabra indiscreta que llegara a oídos del enemigo,
podía no sólo hacer peligrar la vida del que la profería, sino la de centenares
de sus hermanos; porque así como los lobos acometen su presa, los enemigos de
la verdad perseguían a los que se atrevían a abogar por la libertad de la fe
religiosa.
Los valdenses habían sacrificado su
prosperidad mundana por causa de la verdad y trabajaban con incansable
paciencia para conseguirse el pan. Aprovechaban cuidadosamente todo [73] pedazo de suelo cultivable entre las
montañas, y hacían producir a los valles y a las faldas de los cerros menos
fértiles. La economía y la abnegación más rigurosa formaban parte de la
educación que recibían los niños como único legado. Se les enseñaba que Dios
había determinado que la vida fuese una disciplina y que sus necesidades sólo
podían ser satisfechas mediante el trabajo personal, la previsión, el cuidado y
la fe. Este procedimiento era laborioso y fatigoso, pero saludable. Es
precisamente lo que necesita el hombre en su condición caída, la escuela que
Dios le proveyó para su educación y desarrollo. Mientras que se acostumbraba a
los jóvenes al trabajo y a las privaciones, no se descuidaba la cultura de su
inteligencia. Se les enseñaba que todas sus facultades pertenecían a Dios y que
todas debían ser aprovechadas y desarrolladas para servirle.
En su pureza y sencillez, las iglesias
valdenses se asemejaban a la iglesia de los tiempos apostólicos. Rechazaban la
supremacía de papas y prelados, y consideraban la Biblia como única autoridad
suprema e infalible. En contraste con el modo de ser de los orgullosos
sacerdotes de Roma, sus pastores seguían el ejemplo de su Maestro que "no
vino para ser servido, sino para servir." Apacentaban el rebaño del Señor
conduciéndolo por verdes pastos y a las fuentes de agua de vida de su santa
Palabra. Alejado de los monumentos, de la pompa y de la vanidad de los hombres,
el pueblo se reunía, no en soberbios templos ni en suntuosas catedrales, sino a
la sombra de los montes, en los valles de los Alpes, o en tiempo de peligro en
sitios peñascosos semejantes a fortalezas, para escuchar las palabras de verdad
de labios de los siervos de Cristo. Los pastores no sólo predicaban el
Evangelio, sino que visitaban a los enfermos, catequizaban a los niños,
amonestaban a los que andaban extraviados y trabajaban para resolver las
disputas y promover la armonía y el amor fraternal. En tiempo de paz eran
sostenidos por las ofrendas voluntarias del pueblo; pero a imitación de San
Pablo que hacía [74] tiendas, todos
aprendían algún oficio o profesión con que sostenerse en caso necesario.
Los pastores impartían instrucción a los
jóvenes. A la vez que se atendían todos los ramos de la instrucción, la Biblia
era para ellos el estudio principal. Aprendían de memoria los Evangelios de S.
Mateo y de S. Juan y muchas de las epístolas. Se ocupaban también en copiar las
Santas Escrituras. Algunos manuscritos contenían la Biblia entera y otros
solamente breves trozos escogidos, a los cuales agregaban algunas sencillas
explicaciones del texto los que eran capaces de exponer las Escrituras. Así se
sacaban a luz los tesoros de la verdad que por tanto tiempo habían ocultado los
que querían elevarse a sí mismos sobre Dios.
Trabajando con paciencia y tenacidad en
profundas y obscuras cavernas de la tierra, alumbrándose con antorchas, copiaban las Sagradas Escrituras,
versículo por versículo, y capítulo por capítulo. Así proseguía la obra y la
Palabra revelada de Dios brillaba como oro puro; pero sólo los que se empeñaban
en esa obra podían discernir cuánto más pura, radiante y bella era aquella luz
por efecto de las grandes pruebas que sufrían ellos. Ángeles del cielo rodeaban
a tan fieles servidores.
Satanás había incitado a los sacerdotes del
papa a que sepultaran la Palabra de verdad bajo los escombros del error, la
herejía y la superstición; pero ella conservó de un modo maravilloso su pureza
a través de todas las edades tenebrosas. No llevaba la marca del hombre sino el
sello de Dios. Incansables han sido los esfuerzos del hombre para obscurecer la
sencillez y claridad de las Santas Escrituras y para hacerles contradecir su
propio testimonio, pero a semejanza del arca que flotó sobre las olas agitadas
y profundas, la Palabra de Dios cruza ilesa las tempestades que amenazan
destruirla. Como las minas tienen ricas vetas de oro y plata ocultas bajo la
superficie de la tierra, de manera que todo el que quiere hallar el precioso
depósito debe forzosamente cavar para [75]
encontrarlo, así también contienen las Sagradas Escrituras tesoros de verdad
que sólo se revelan a quien los busca con sinceridad, humildad y abnegación.
Dios se había propuesto que la Biblia fuese un libro de instrucción para toda
la humanidad en la niñez, en la juventud y en la edad adulta, y que fuese estudiada
en todo tiempo. Dio su Palabra a los hombres como una revelación de sí mismo.
Cada verdad que vamos descubriendo es una nueva revelación del carácter de su
Autor. El estudio de las Sagradas Escrituras es el medio divinamente instituído
para poner a los hombres en comunión más estrecha con su Creador y para darles
a conocer más claramente su voluntad. Es el medio de comunicación entre Dios y
el hombre.
Si bien los valdenses consideraban el temor de
Dios como el principio de la sabiduría, no dejaban de ver lo importante que es
tratar con el mundo, conocer a los hombres y llevar una vida activa para
desarrollar la inteligencia y para despertar las percepciones. De sus escuelas
en las montañas enviaban algunos jóvenes a las instituciones de saber de las ciudades
de Francia e Italia, donde encontraban un campo más vasto para estudiar, pensar
y observar, que el que encontraban en los Alpes de su tierra. Los jóvenes así
enviados estaban expuestos a las tentaciones, presenciaban de cerca los vicios
y tropezaban con los astutos agentes de Satanás que les insinuaban las herejías
más sutiles y los más peligrosos engaños. Pero habían recibido desde la niñez
una sólida educación que los preparara convenientemente para hacer frente a
todo esto.
En las escuelas adonde iban no debían intimar
con nadie. Su ropa estaba confeccionada de tal modo que podía muy bien ocultar
el mayor de sus tesoros: los preciosos manuscritos de las Sagradas Escrituras.
Estos, que eran el fruto de meses y años de trabajo, los llevaban consigo, y,
siempre que podían hacerlo sin despertar sospecha, ponían cautelosamente alguna
porción de la Biblia al alcance de aquellos cuyo corazón parecía dispuesto a
recibir la verdad. La juventud valdense era educada con tal objeto desde el
regazo de la madre; comprendía [76] su
obra y la desempeñaba con fidelidad. En estas casas de estudios se ganaban
conversos a la verdadera fe, y con frecuencia se veía que sus principios
compenetraban toda la escuela; con todo, los dirigentes papales no podían
encontrar, ni aun apelando a minuciosa investigación, la fuente de lo que ellos
llamaban herejía corruptora.
El espíritu de Cristo es un espíritu
misionero. El primer impulso del corazón regenerado es el de traer a otros
también al Salvador. Tal era el espíritu de los cristianos valdenses.
Comprendían que Dios no requería de ellos tan sólo que conservaran la verdad en
su pureza en sus propias iglesias, sino que hicieran honor a la solemne
responsabilidad de hacer que su luz iluminara a los que estaban en tinieblas.
Con el gran poder de la Palabra de Dios procuraban destrozar el yugo que Roma
había impuesto. Los ministros valdenses eran educados como misioneros, y a
todos los que pensaban dedicarse al ministerio se les exigía primero que
adquiriesen experiencia como evangelistas. Todos debían servir tres años en
alguna tierra de misión antes de encargarse de alguna iglesia en la suya. Este
servicio, que desde el principio requería abnegación y sacrificio, era una
preparación adecuada para la vida que los pastores llevaban en aquellos tiempos
de prueba. Los jóvenes que eran ordenados para el sagrado ministerio no veían
en perspectiva ni riquezas ni gloria terrenales, sino una vida de trabajo y
peligro y quizás el martirio. Los misioneros salían de dos en dos como Jesús se
lo mandara a sus discípulos. Casi siempre se asociaba a un joven con un hombre
de edad madura y de experiencia, que le servía de guía y de compañero y que se
hacía responsable de su educación, exigiéndose del joven que fuera sumiso a la
enseñanza. No andaban siempre juntos, pero con frecuencia se reunían para orar
y conferenciar, y de este modo se fortalecían uno a otro en la fe.
Dar a conocer el objeto de su misión hubiera
bastado para asegurar su fracaso. Así que ocultaban cuidadosamente su verdadero
carácter. Cada ministro sabía algún oficio o [77]
profesión, y los misioneros llevaban a cabo su trabajo ocultándose bajo las
apariencias de una vocación secular. Generalmente escogían el oficio de
comerciantes o buhoneros. "Traficaban en sedas, joyas y en otros artículos
que en aquellos tiempos no era fácil conseguir, a no ser en distantes emporios,
y se les daba la bienvenida como comerciantes allí donde se les habría
despreciado como misioneros."( Wylie, libro I, cap. 7.) Constantemente
elevaban su corazón a Dios pidiéndole sabiduría para poder exhibir a las gentes
un tesoro más precioso que el oro y que las joyas que vendían. Llevaban siempre
ocultos ejemplares de la Biblia entera, o porciones de ella, y siempre que se
presentaba la oportunidad llamaban la atención de sus clientes a dichos
manuscritos. Con frecuencia despertaban así el interés por la lectura de la
Palabra de Dios y con gusto dejaban algunas porciones de ella a los que
deseaban tenerlas.
La obra de estos misioneros empezó al pie de
sus montañas, en las llanuras y valles que los rodeaban, pero se extendió mucho
más allá de esos límites. Descalzos y con ropa tosca y desgarrada por las
asperezas del camino, como la de su Maestro, pasaban por grandes ciudades y se
internaban en lejanas tierras. En todas partes esparcían la preciosa semilla.
Doquiera fueran se levantaban iglesias, y la sangre de los mártires daba
testimonio de la verdad. El día de Dios pondrá de manifiesto una rica cosecha
de almas segada por aquellos hombres tan fieles. A escondidas y en silencio la
Palabra de Dios se abría paso por la cristiandad y encontraba buena acogida en
los hogares y en los corazones de los hombres.
Para los valdenses, las Sagradas Escrituras no
contenían tan sólo los anales del trato que Dios tuvo con los hombres en lo
pasado y una revelación de las responsabilidades y deberes de lo presente, sino
una manifestación de los peligros y glorias de lo porvenir. Creían que no
distaba mucho el fin de todas las cosas, y al estudiar la Biblia con oración y
lágrimas, tanto más los impresionaban sus preciosas enseñanzas y la obligación
que tenían de dar a conocer a otros sus verdades. [78]
Veían claramente revelado en las páginas sagradas el plan de la salvación, y
hallaban consuelo, esperanza y paz, creyendo en Jesús. A medida que la luz
iluminaba su entendimiento y alegraba sus corazones, deseaban con ansia ver
derramarse sus rayos sobre aquellos que se hallaban en la obscuridad del error
papal.
Veían que muchos, guiados por el papa y los
sacerdotes, se esforzaban en vano por obtener el perdón mediante las
mortificaciones que imponían a sus cuerpos por el pecado de sus almas. Como se
les enseñaba a confiar en sus buenas obras para obtener la salvación, se
fijaban siempre en sí mismos, pensando continuamente en lo pecaminoso de su
condición, viéndose expuestos a la ira de Dios, afligiendo su cuerpo y su alma
sin encontrar alivio. Así es como las doctrinas de Roma tenían sujetas a las
almas concienzudas. Millares abandonaban amigos y parientes y se pasaban la
vida en las celdas de un convento. Trataban en vano de hallar paz para sus
conciencias con repetidos ayunos y crueles azotes y vigilias, postrados por
largas horas sobre las losas frías y húmedas de sus tristes habitaciones, con
largas peregrinaciones, con sacrificios humillantes y con horribles torturas.
Agobiados por el sentido del pecado y perseguidos por el temor de la ira
vengadora de Dios, muchos se sometían a padecimientos hasta que la naturaleza
exhausta concluía por sucumbir y bajaban al sepulcro sin un rayo de luz o de
esperanza.
Los valdenses ansiaban compartir el pan de
vida con estas almas hambrientas, presentarles los mensajes de paz contenidos
en las promesas de Dios y enseñarles a Cristo como su única esperanza de
salvación. Tenían por falsa la doctrina de que las buenas obras pueden expiar
la transgresión de la ley de Dios. La confianza que se deposita en el mérito
humano hace perder de vista el amor infinito de Cristo. Jesús murió en
sacrificio por el hombre porque la raza caída no tiene en sí misma nada que pueda
hacer valer ante Dios. Los méritos de un Salvador crucificado y resucitado son
el fundamento de [79] la fe del
cristiano. El alma depende de Cristo de una manera tan real, y su unión con él
debe ser tan estrecha como la de un miembro con el cuerpo o como la de un
pámpano con la vid.
Las enseñanzas de los papas y de los
sacerdotes habían inducido a los hombres a considerar el carácter de Dios, y
aun el de Cristo, como austero, tétrico y antipático. Se representaba al
Salvador tan desprovisto de toda simpatía hacia los hombres caídos, que era
necesario invocar la mediación de los sacerdotes y de los santos. Aquellos cuya
inteligencia había sido iluminada por la Palabra de Dios ansiaban mostrar a
estas almas que Jesús es un Salvador compasivo y amante, que con los brazos
abiertos invita a que vayan a él todos los cargados de pecados, cuidados y
cansancio. Anhelaban derribar los obstáculos que Satanás había ido amontonando
para impedir a los hombres que viesen las promesas y fueran directamente a Dios
para confesar sus pecados y obtener perdón y paz.
Los misioneros valdenses se empeñaban en
descubrir a los espíritus investigadores las verdades preciosas del Evangelio,
y con muchas precauciones les presentaban porciones de las Santas Escrituras
esmeradamente escritas. Su mayor gozo era infundir esperanza a las almas
sinceras y agobiadas por el peso del pecado, que no podían ver en Dios más que
un juez justiciero y vengativo. Con voz temblorosa y lágrimas en los ojos y
muchas veces hincados de hinojos, presentaban a sus hermanos las preciosas
promesas que revelaban la única esperanza del pecador. De este modo la luz de
la verdad penetraba en muchas mentes obscurecidas, disipando las nubes de
tristeza hasta que el sol de justicia brillaba en el corazón impartiendo salud
con sus rayos. Frecuentemente leían una y otra vez alguna parte de las Sagradas
Escrituras a petición del que escuchaba, que quería asegurarse de que había
oído bien. Lo que se deseaba en forma especial era la repetición de estas
palabras: "La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo
pecado." (1 S. Juan 1: 7.) "Como Moisés levantó la [80] serpiente en el desierto, así es necesario
que el Hijo del hombre sea levantado; para que todo aquel que en él creyere, no
se pierda, sino que tenga vida eterna." (S. Juan 3: 14, 15.)
Muchos no se dejaban engañar por los asertos
de Roma. Comprendían la nulidad de la mediación de hombres o ángeles en favor
del pecador. Cuando la aurora de la luz verdadera alumbraba su entendimiento
exclamaban con alborozo: "Cristo es mi Sacerdote, su sangre es mi
sacrificio, su altar es mi confesionario." Confiaban plenamente en los
méritos de Jesús, y repetían las palabras: "Sin fe es imposible agradar a
Dios." (Hebreos 11: 6.) "Porque no hay otro nombre debajo del cielo,
dado a los hombres, en que podamos ser salvos." (Hechos 4: 12.)
La seguridad del amor del Salvador era cosa
que muchas de estas pobres almas agitadas por los vientos de la tempestad no
podían concebir. Tan grande era el alivio que les traía, tan inmensa la profusión
de luz que sobre ellos derramaba, que se creían arrebatados al cielo. Con plena
confianza ponían su mano en la de Cristo; sus pies se asentaban sobre la Roca
de los siglos. Perdían todo temor a la muerte. Ya podían ambicionar la cárcel y
la hoguera si por su medio podían honrar el nombre de su Redentor.
En lugares secretos la Palabra de Dios era así
sacada a luz y leída a veces a una sola alma, y en ocasiones a algún pequeño
grupo que deseaba con ansias la luz y la verdad. Con frecuencia se pasaba toda
la noche de esa manera. Tan grandes eran el asombro y la admiración de los que
escuchaban, que el mensajero de la misericordia, con no poca frecuencia se veía
obligado a suspender la lectura hasta que el entendimiento llegara a darse bien
cuenta del mensaje de salvación. A menudo se proferían palabras como éstas:
"¿Aceptará Dios en verdad mi ofrenda ? " "¿Me mirará con ternura
? " "¿Me perdonará?" La respuesta que se les leía era:
"¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré
descanso!" (S. Mateo 11: 28, V.M.) [81]
La fe se aferraba de las promesas, y se oía
esta alegre respuesta: "Ya no habrá que hacer más peregrinaciones, ni
viajes penosos a los santuarios. Puedo acudir a Jesús, tal como soy, pecador e
impío, seguro de que no desechará la oración de arrepentimiento. 'Los pecados
te son perdonados.' ¡Los míos, sí, aun los míos pueden ser perdonados!"
Un raudal de santo gozo llenaba el corazón, y
el nombre de Jesús era ensalzado con alabanza y acción de gracias. Esas almas
felices volvían a sus hogares a derramar luz, para contar a otros, lo mejor que
podían, lo que habían experimentado y cómo habían encontrado el verdadero
Camino. Había un poder extraño y solemne en las palabras de la Santa Escritura
que hablaba directamente al corazón de aquellos que anhelaban la verdad. Era la
voz de Dios que llevaba el convencimiento a los que oían.
El mensajero de la verdad proseguía su camino;
pero su apariencia humilde, su sinceridad, su formalidad y su fervor profundo
se prestaban a frecuentes observaciones. En muchas ocasiones sus oyentes no le
preguntaban de dónde venía ni adónde iba. Tan embargados se hallaban al
principio por la sorpresa y después por la gratitud y el gozo, que no se les
ocurría hacerle preguntas. Cuando le habían instado a que los acompañara a sus
casas, les había contestado que debía primero ir a visitar las ovejas perdidas
del rebaño. ¿Sería un ángel del cielo? se preguntaban.
En muchas ocasiones no se volvía a ver al
mensajero de la verdad. Se había marchado a otras tierras, o su vida se
consumía en algún calabozo desconocido, o quizá sus huesos blanqueaban en el
sitio mismo donde había muerto dando testimonio por la verdad. Pero las
palabras que había pronunciado no podían desvanecerse. Hacían su obra en el
corazón de los hombres, y sólo en el día del juicio se conocerán plenamente sus
preciosos resultados.
Los misioneros valdenses invadían el reino de
Satanás y los poderes de las tinieblas se sintieron incitados a mayor [82]
vigilancia. Cada esfuerzo que se hacía para que la verdad avanzara era
observado por el príncipe del mal, y éste atizaba los temores de sus agentes.
Los caudillos papales veían peligrar su causa debido a los trabajos de estos
humildes viandantes. Si permitían que la luz de la verdad brillara sin impedimento,
disiparía las densas nieblas del error que envolvían a la gente; guiaría los
espíritus de los hombres hacia Dios solo y destruiría al fin la supremacía de
Roma.
La misma existencia de estos creyentes que
guardaban la fe de la primitiva iglesia era un testimonio constante contra la
apostasía de Roma, y por lo tanto despertaba el odio y la persecución más
implacables. Era además una ofensa que Roma no podía tolerar el que se negasen
a entregar las Sagradas Escrituras. Determinó raerlos de la superficie de la
tierra. Entonces empezaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de Dios
en sus hogares de las montañas. Lanzáronse inquisidores sobre sus huellas, y la
escena del inocente Abel cayendo ante el asesino Caín repitióse con frecuencia.
Una y otra vez fueron asolados sus feraces
campos, destruídas sus habitaciones y sus capillas, de modo que de lo que había
sido campos florecientes y hogares de cristianos sencillos y hacendosos no
quedaba más que un desierto. Como la fiera que se enfurece más y más al probar
la sangre, así se enardecía la saña de los siervos del papa con los
sufrimientos de sus víctimas. A muchos de estos testigos de la fe pura se les
perseguía por las montañas y se les cazaba por los valles donde estaban
escondidos, entre bosques espesos y cumbres roqueñas.
Ningún cargo se le podía hacer al carácter
moral de esta gente proscrita. Sus mismos enemigos la tenían por gente
pacífica, sosegada y piadosa. Su gran crimen consistía en que no querían adorar
a Dios conforme a la voluntad del papa. Y por este crimen se les infligía todos
los ultrajes, humillaciones y torturas que los hombres o los demonios podían
inventar.
Una vez que Roma resolvió exterminar la secta
odiada, el papa expidió una bula en que condenaba a sus miembros como [83] herejes y los entregaba a la matanza. (Véase
el Apéndice.) No se les acusaba de holgazanes, ni de deshonestos, ni de
desordenados, pero se declaró que tenían una apariencia de piedad y santidad
que seducía "a las ovejas del verdadero rebaño." Por lo tanto el papa
ordenó que si "la maligna y abominable secta de malvados," rehusaba
abjurar, "fuese aplastada como serpiente venenosa." (Wylie, lib. 16, cap. 1.) ¿Esperaba este altivo potentado tener que hacer frente otra vez a estas
palabras ? ¿ Sabría que se hallaban archivadas en los libros del cielo para
confundirle en el día del juicio? "En cuanto lo hicisteis a uno de los más
pequeños de éstos mis hermanos —dijo Jesús,—
a mí lo hicisteis." (S. Mateo 25: 40, V.M.)
En aquella bula se convocaba a todos los
miembros de la iglesia a participar en una cruzada contra los herejes. Como
incentivo para persuadirlos a que tomaran parte en tan despiadada empresa,
"absolvía de toda pena o penalidad eclesiástica, tanto general como
particular, a todos los que se unieran a la cruzada, quedando de hecho libres
de cualquier juramento que hubieran prestado; declaraba legítimos sus títulos
sobre cualquiera propiedad que hubieran adquirido ilegalmente, y prometía la
remisión de todos sus pecados a aquellos que mataran a cualquier hereje.
Anulaba todo contrato hecho en favor de los valdenses; ordenaba a los criados
de éstos que los abandonasen; prohibía a todos que les prestasen ayuda de
cualquiera clase y los autorizaba para tomar posesión de sus propiedades."
(Wylie, lib. 16, cap. 1.)
Este documento muestra a las claras qué espíritu satánico
obraba detrás del escenario; es el rugido del dragón, y no la voz de Cristo, lo
que en él se dejaba oír.
Los jefes papales no quisieron conformar su
carácter con el gran modelo dado en la ley de Dios, sino que levantaron modelo
a su gusto y determinaron obligar a todos a ajustarse a éste porque así lo
había dispuesto Roma. Se perpetraron las más horribles tragedias. Los
sacerdotes y papas corrompidos y blasfemos hacían la obra que Satanás les señalara.
No [84] había cabida para la
misericordia en sus corazones. El mismo espíritu que crucificara a Cristo y que
matara a los apóstoles, el mismo que impulsara al sanguinario Nerón contra los
fieles de su tiempo, estaba empeñado en exterminar a aquellos que eran amados
de Dios.
Las persecuciones que por muchos siglos
cayeron sobre esta gente temerosa de Dios fueron soportadas por ella con una
paciencia y constancia que honraban a su Redentor. No obstante las cruzadas lanzadas contra
ellos y la inhumana matanza a que fueron entregados, siguieron enviando a sus
misioneros a diseminar la preciosa verdad.
Se los buscaba para darles muerte; y con todo, su sangre regó la semilla
sembrada, que no dejó de dar fruto. De
esta manera fueron los valdenses testigos de Dios siglos antes del nacimiento
de Lutero. Esparcidos por muchas tierras, arrojaron la semilla de la Reforma
que brotó en tiempo de Wiclef, se desarrolló y echó raíces en días de Lutero,
para seguir creciendo hasta el fin de los tiempos mediante el esfuerzo de todos
cuantos estén listos para sufrirlo todo "a causa de la Palabra de Dios y
del testimonio de Jesús." (Apocalipsis 1: 9, V.M.) [85]
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