Capítulo 3
EL apóstol Pablo, en su segunda carta a los
Tesalonicenses, predijo la gran apostasía que había de resultar en el
establecimiento del poder papal. Declaró, respecto al día de Cristo: "Ese
día no puede venir, sin que venga primero la apostasía, y sea revelado el
hombre de pecado, el hijo de perdición; el cual se opone a Dios, y se ensalza
sobre todo lo que se llama Dios, o que es objeto de culto; de modo que se
siente en el templo de Dios, ostentando que él es Dios." (2 Tesalonicenses
2: 3, 4, V.M.) Y además el apóstol advierte a sus hermanos que "el
misterio de iniquidad está ya obrando." (Vers. 7.) Ya en aquella época
veía él que se introducían en la iglesia errores que prepararían el camino para
el desarrollo del papado.
Poco a poco, primero solapadamente y a
hurtadillas, y después con más desembozo, conforme iba cobrando fuerza y
dominio sobre los espíritus de los hombres, "el misterio de
iniquidad" hizo progresar su obra engañosa y blasfema. De un modo casi
imperceptible las costumbres del paganismo penetraron en la iglesia cristiana.
El espíritu de avenencia y de transacción fue coartado por algún tiempo por las
terribles persecuciones que sufriera la iglesia bajo el régimen del paganismo.
Mas habiendo cesado la persecución y habiendo penetrado el cristianismo en las
cortes y palacios, la iglesia dejó a un lado la humilde sencillez de Cristo y
de sus apóstoles por la pompa y el orgullo de los sacerdotes y gobernantes
paganos, y substituyó los requerimientos de Dios por las teorías y tradiciones
de los hombres. La conversión nominal de Constantino, a principios del siglo
cuarto, causó gran regocijo; y el mundo, disfrazado con capa de rectitud, se
introdujo en la iglesia. Desde entonces la obra de corrupción progresó
rápidamente. [54] El paganismo que
parecía haber sido vencido, vino a ser el vencedor. Su espíritu dominó a la
iglesia. Sus doctrinas, ceremonias y supersticiones se incorporaron a la fe y
al culto de los que profesaban ser discípulos de Cristo.
Esta avenencia entre el paganismo y el
cristianismo dio por resultado el desarrollo del "hombre de pecado"
predicho en la profecía como oponiéndose a Dios y ensalzándose a sí mismo sobre
Dios. Ese gigantesco sistema de falsa religión es obra maestra del poder de
Satanás, un monumento de sus esfuerzos para sentarse él en el trono y reinar
sobre la tierra según su voluntad.
Satanás se había esforzado una vez por hacer
transigir a Cristo. Vino adonde estaba el Hijo de Dios en el desierto para
tentarle, y mostrándole todos los reinos del mundo y su gloria, ofreció
entregárselo todo con tal que reconociera la supremacía del príncipe de las
tinieblas. Cristo reprendió al presuntuoso tentador y le obligó a marcharse.
Pero al presentar las mismas tentaciones a los hombres, Satanás obtiene más
éxito. A fin de asegurarse honores y ganancias mundanas, la iglesia fue
inducida a buscar el favor y el apoyo de los grandes de la tierra, y habiendo
rechazado de esa manera a Cristo, tuvo que someterse al representante de
Satanás, el obispo de Roma.
Una de las principales doctrinas del romanismo
enseña que el papa es cabeza visible de la iglesia universal de Cristo, y que
fue investido de suprema autoridad sobre los obispos y los pastores de todas
las partes del mundo. Aun más, al papa se le han dado los títulos propios de la
divinidad. Se le ha titulado "Señor Dios el Papa" (véase el
Apéndice), y se le ha declarado infalible. Exige que todos los hombres le
rindan homenaje. La misma pretensión que sostuvo Satanás cuando tentó a Cristo
en el desierto, la sostiene aún por medio de la iglesia de Roma, y muchos son
los que están dispuestos a rendirle homenaje.
Empero los que temen y reverencian a Dios,
resisten esa pretensión, que es un desafío al Cielo, como resistió Cristo las [55] instancias del astuto enemigo: "¡Al
Señor tu Dios adorarás, y a él solo servirás!" (S. Lucas 4: 8, V.M.) Dios
no ha hecho alusión alguna en su Palabra a que él haya elegido a un hombre para
que sea la cabeza de la iglesia. La doctrina de la supremacía papal se opone
abiertamente a las enseñanzas de las Santas Escrituras. Sólo por usurpación
puede el papa ejercer autoridad sobre la iglesia de Cristo.
Los romanistas se han empeñado en acusar a los
protestantes de herejía y de haberse separado caprichosamente de la verdadera
iglesia. Pero estos cargos recaen más bien sobre ellos mismos. Ellos son los
que arriaron la bandera de Cristo y se apartaron de "la fe que ha sido una
vez dada a los santos." (S. Judas 3.)
Bien sabía Satanás que las Sagradas Escrituras
capacitarían a los hombres para discernir los engaños de él y para oponerse a
su poder. Por medio de la Palabra fue como el mismo Salvador del mundo resistió
los ataques del tentador. A cada asalto suyo, Cristo presentaba el escudo de la
verdad eterna diciendo: "Escrito está." A cada sugestión del
adversario oponía él la sabiduría y el poder de la Palabra. Para mantener su
poder sobre los hombres y establecer la autoridad del usurpador papal, Satanás
necesita que ellos ignoren las Santas Escrituras. La Biblia ensalza a Dios y
coloca a los hombres, seres finitos, en su verdadero sitio; por consiguiente
hay que esconder y suprimir sus verdades sagradas. Esta fue la lógica que
adoptó la iglesia romana. Por centenares de años fue prohibida la circulación
de la Biblia. No se permitía a la gente que la leyese ni que la tuviese en sus
casas, y sacerdotes y prelados sin principios interpretaban las enseñanzas de
ella para sostener sus pretensiones. Así fue como el papa vino a ser reconocido
casi universalmente como vicegerente de Dios en la tierra, dotado de autoridad
sobre la iglesia y el estado.
Una vez suprimido lo que descubría el error,
Satanás hizo lo que quiso. La profecía había declarado que el papado pensaría
"mudar los tiempos y la ley." (Daniel 7: 25.) No [56] tardó en iniciar esta obra. Para dar a los
convertidos del paganismo algo que equivaliera al culto de los ídolos y para
animarles a que aceptaran nominalmente el cristianismo, se introdujo
gradualmente en el culto cristiano la adoración de imágenes y de reliquias.
Este sistema de idolatría fue definitivamente sancionado por decreto de un
concilio general. (Véase el Apéndice.) Para remate de su obra sacrílega, Roma
se atrevió a borrar de la ley de Dios el segundo mandamiento, que prohibe la
adoración de las imágenes y a dividir en dos el último mandamiento para
conservar el número de éstos.
El espíritu de concesión al paganismo fomentó
aún más el desprecio de la autoridad del Cielo. Obrando por medio de directores
inconversos de la iglesia, Satanás atentó también contra el cuarto mandamiento
y trató de echar a un lado el antiguo sábado, el día que Dios había bendecido y
santificado (Génesis 2:2, 3), para colocar en su lugar el día festivo observado
por los paganos como "el venerable día del sol."
Este intento no se hizo al principio
abiertamente. En los primeros siglos el verdadero día de reposo, el sábado,
había sido guardado por todos los cristianos, los cuales siendo celosos de la
honra de Dios y creyendo que su ley es inmutable, respetaban escrupulosamente
la santidad de sus preceptos. Pero Satanás procedió con gran sutileza por medio
de sus agentes para llegar al fin que se propusiera. Para llamar la atención de
las gentes hacia el domingo, fue declarado día de fiesta en honor de la
resurrección de Cristo. Se celebraban servicios religiosos en ese día; no
obstante se lo consideraba como día de recreo, y seguía guardándose
piadosamente el sábado.
Con el fin de preparar el terreno para la
realización de sus fines, Satanás indujo a los judíos, antes del advenimiento
de Cristo, a que recargasen el sábado con las más rigurosas exacciones, de modo
que su observancia fuese una pesada carga. Aprovechándose luego de la falsa luz
bajo la cual lo había hecho considerar, hízolo despreciar como institución
judaica. Mientras que los cristianos seguían observando [57] generalmente el domingo como día de fiesta
alegre, el diablo los indujo a hacer del sábado un día de ayuno, de tristeza y
de abatimiento para hacer patente su odio al judaísmo.
A principios del siglo IV el emperador
Constantino expidió un decreto que hacía del domingo un día de fiesta pública
en todo el Imperio Romano. (Véase el Apéndice.) El día del sol fue reverenciado
por sus súbditos paganos y honrado por los cristianos; pues era política del
emperador conciliar los intereses del paganismo y del cristianismo que se
hallaban en pugna. Los obispos de la iglesia, inspirados por su ambición y su sed
de dominio, le hicieron obrar así, pues comprendieron que si el mismo día era
observado por cristianos y paganos, éstos llegarían a aceptar nominalmente el
cristianismo y ello redundaría en beneficio del poder y de la gloria de la
iglesia. Pero a pesar de que muchos cristianos piadosos fueron poco a poco
inducidos a reconocer cierto carácter sagrado al domingo, no dejaron de
considerar el verdadero sábado como el día santo del Señor ni de observarlo en
cumplimiento del cuarto mandamiento.
Pero no paró aquí la obra del jefe engañador.
Había resuelto reunir al mundo cristiano bajo su bandera y ejercer su poder por
medio de su vicario, el orgulloso pontífice, que aseveraba ser el representante
de Cristo. Realizó su propósito valiéndose de paganos semiconvertidos, de
prelados ambiciosos y de eclesiásticos amigos del mundo. Convocábanse de vez en
cuando grandes concilios, en que se reunían los dignatarios de la iglesia de
todas partes del mundo. Casi en cada concilio el día de reposo que Dios había
instituido era deprimido un poco más en tanto que el domingo era exaltado en
igual proporción. Así fue cómo la fiesta pagana llegó a ser honrada como
institución divina, mientras que el sábado de la Biblia era declarado reliquia
del judaísmo y se pronunciaba una maldición sobre sus observadores.
El gran apóstata había logrado ensalzarse a sí
mismo "sobre todo lo que se llama Dios, o que es objeto de culto." (2
Tesalonicenses 2: 4.) [58] Se había
atrevido a alterar el único precepto de la ley divina que señala de un modo
infalible a toda la humanidad al Dios viviente y verdadero. En el cuarto
mandamiento Dios es dado a conocer como el Creador de los cielos y de la tierra
y distinto por lo tanto de todos los dioses falsos. Como monumento
conmemorativo de la obra de la creación fue santificado el día séptimo como día
de descanso para el hombre. Estaba destinado a recordar siempre a los hombres
que el Dios viviente es fuente de toda existencia y objeto de reverencia y
adoración. Satanás se esfuerza por disuadir a los hombres de que se sometan a
Dios y obedezcan a su ley; y por lo tanto dirige sus golpes especialmente
contra el mandamiento que presenta a Dios como al Creador.
Los protestantes alegan ahora que la
resurrección de Cristo en el domingo convirtió a dicho día en el día del Señor.
Pero las Santas Escrituras en nada confirman este modo de ver. Ni Cristo ni sus
apóstoles confirieron semejante honor a ese día. La observancia del domingo
como institución cristiana tuvo su origen en aquel "misterio de iniquidad"
(vers. 7) que ya había iniciado su obra en los días de San Pablo. ¿Dónde y
cuándo adoptó el Señor a este hijo del papado? ¿Qué razón válida puede darse en
favor de un cambio que las Santas Escrituras no sancionan?
En el siglo sexto el papado concluyó por
afirmarse. El asiento de su poder quedó definitivamente fijado en la ciudad
imperial, cuyo obispo fue proclamado cabeza de toda la iglesia. El paganismo
había dejado el lugar al papado. El dragón dio a la bestia "su poder y su
trono, y grande autoridad." (Apocalipsis 13: 2, V.M.; véase el Apéndice.)
Entonces empezaron a correr los 1260 años de la opresión papal predicha en las
profecías de Daniel y en el Apocalipsis. (Daniel 7:25; Apocalipsis 13:5-7.) Los
cristianos se vieron obligados a optar entre sacrificar su integridad y aceptar
el culto y las ceremonias papales, o pasar la vida encerrados en los calabozos
o morir en el tormento, en la hoguera o bajo el hacha del verdugo. [59] Entonces se cumplieron las palabras de
Jesús: "Seréis entregados aun de vuestros padres, y hermanos, y parientes,
y amigos; y matarán a algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de todos por
causa de mi nombre." (S. Lucas 21: 16, 17.) La persecución se desencadenó
sobre los fieles con furia jamás conocida hasta entonces, y el mundo vino a ser
un vasto campo de batalla. Por centenares de años la iglesia de Cristo no halló
más refugio que en la reclusión y en la obscuridad. Así lo dice el profeta:
"Y la mujer huyó al desierto, donde tiene lugar aparejado de Dios, para
que allí la mantengan mil doscientos y sesenta días." (Apocalipsis 12: 6.)
El advenimiento de la iglesia romana al poder
marcó el principio de la Edad Media. A medida que crecía su poder, las
tinieblas se hacían más densas. La fe pasó de Cristo, el verdadero fundamento,
al papa de Roma. En vez de confiar en el Hijo de Dios para obtener el perdón de
sus pecados y la salvación eterna, el pueblo recurría al papa y a los
sacerdotes y prelados a quienes él invistiera de autoridad. Se le enseñó que el
papa era su mediador terrenal y que nadie podía acercarse a Dios sino por medio
de él, y andando el tiempo se le enseñó también que para los fieles el papa
ocupaba el lugar de Dios y que por lo tanto debían obedecerle implícitamente.
Con sólo desviarse de sus disposiciones se hacían acreedores a los más severos
castigos que debían imponerse a los cuerpos y almas de los transgresores. Así
fueron los espíritus de los hombres desviados de Dios y dirigidos hacia hombres
falibles y crueles; sí, aun más, hacia el mismo príncipe de las tinieblas que ejercía
su poder por intermedio de ellos. El pecado se disfrazaba como manto de
santidad. Cuando las Santas Escrituras se suprimen y el hombre llega a
considerarse como ente supremo, ¿qué otra cosa puede esperarse sino fraude,
engaño y degradante iniquidad? Al ensalzarse las leyes y las tradiciones
humanas, se puso de manifiesto la corrupción que resulta siempre del
menosprecio de la ley de Dios.
Días azarosos fueron aquéllos para la iglesia
de Cristo. [60] Pocos, en verdad, eran
los sostenedores de la fe. Aun cuando la verdad no quedó sin testigos, a veces
parecía que el error y la superstición concluirían por prevalecer completamente
y que la verdadera religión iba a ser desarraigada de la tierra. El Evangelio
se perdía de vista mientras que las formas de religión se multiplicaban, y la
gente se veía abrumada bajo el peso de exacciones rigurosas.
No sólo se le enseñaba a ver en el papa a su
mediador, sino aun a confiar en sus propias obras para la expiación del pecado.
Largas peregrinaciones, obras de penitencia, la adoración de reliquias, la
construcción de templos, relicarios y altares, la donación de grandes sumas a
la iglesia, todas estas cosas y muchas otras parecidas les eran impuestas a los
fieles para aplacar la ira de Dios o para asegurarse su favor; ¡como si Dios, a
semejanza de los hombres, se enojara por pequeñeces, o pudiera ser apaciguado
por regalos y penitencias!
Por más que los vicios prevalecieran, aun
entre los jefes de la iglesia romana, la influencia de ésta parecía ir siempre
en aumento. A fines del siglo VIII los partidarios del papa empezaron a
sostener que en los primeros tiempos de la iglesia tenían los obispos de Roma
el mismo poder espiritual que a la fecha se arrogaban. Para dar a su aserto
visos de autoridad, había que valerse de algunos medios, que pronto fueron
sugeridos por el padre de la mentira. Los monjes fraguaron viejos manuscritos.
Se descubrieron decretos conciliares de los que nunca se había oído hablar
hasta entonces y que establecían la supremacía universal del papa desde los
primeros tiempos.
Y la iglesia que había rechazado la verdad,
aceptó con avidez estas imposturas. (Véase el Apéndice.)
Los pocos fieles que edificaban sobre el
cimiento verdadero (1 Corintios 3:10, 11) estaban perplejos y trabados, pues
los escombros de las falsas doctrinas entorpecían el trabajo. Como los
constructores de los muros de Jerusalén en tiempo de Nehemías, algunos estaban
por exclamar: "Las fuerzas de los acarreadores se han enflaquecido, y el
escombro es mucho, y [61] no podemos
edificar el muro." (Nehemías 4: 10.) Debilitados por el constante esfuerzo
que hacían contra la persecución, el engaño, la iniquidad y todos los demás
obstáculos que Satanás inventara para detener su avance, algunos de los que
habían sido fieles edificadores llegaron a desanimarse; y por amor a la paz y a
la seguridad de sus propiedades y de sus vidas se apartaron del fundamento
verdadero. Otros, sin dejarse desalentar por la oposición de sus enemigos,
declararon sin temor: "No temáis delante de ellos: acordaos del Señor
grande y terrible" (vers. 14), y cada uno de los que trabajaban tenía la
espada ceñida. (Efesios 6:17.)
En todo tiempo el mismo espíritu de odio y de
oposición a la verdad inspiró a los enemigos de Dios, y los siervos de él
necesitaron la misma vigilancia y fidelidad. Las palabras de Cristo a sus
primeros discípulos se aplicarán a cuantos le sigan, hasta el fin de los
tiempos: "Y lo que os digo a vosotros, a todos lo digo: ¡Velad!" (S.
Marcos 13: 37, V.M.)
Las tinieblas parecían hacerse más densas. La
adoración de las imágenes se hizo más general. Se les encendían velas y se les
ofrecían oraciones. Llegaron a prevalecer las costumbres más absurdas y
supersticiosas. Los espíritus estaban tan completamente dominados por la
superstición, que la razón misma parecía haber perdido su poder. Mientras que
los sacerdotes y los obispos eran amantes de los placeres, sensuales y
corrompidos, sólo podía esperarse del pueblo que acudía a ellos en busca de
dirección, que siguiera sumido en la ignorancia y en los vicios.
Las pretensiones papales dieron otro paso más
cuando en el siglo XI el papa Gregorio VII proclamó la perfección de la iglesia
romana. Entre las proposiciones que él expuso había una que declaraba que la
iglesia no había errado nunca ni podía errar, según las Santas Escrituras. Pero
las pruebas de la Escritura faltaban para apoyar el aserto. El altivo pontífice
reclamaba además para sí el derecho de deponer emperadores, y declaraba que
ninguna sentencia pronunciada por él podía [62]
ser revocada por hombre alguno, pero que él tenía la prerrogativa de revocar
las decisiones de todos los demás. (Véase el Apéndice.)
El modo en que trató al emperador alemán
Enrique IV nos pinta a lo vivo el carácter tiránico de este abogado de la
infalibilidad papal. Por haber intentado desobedecer la autoridad papal, dicho
monarca fue excomulgado y destronado. Aterrorizado ante la deserción de sus
propios príncipes que por orden papal fueron instigados a rebelarse contra él,
Enrique no tuvo más remedio que hacer las paces con Roma. Acompañado de su
esposa y de un fiel sirviente, cruzó los Alpes en pleno invierno para
humillarse ante el papa. Habiendo llegado al castillo donde Gregorio se había
retirado, fue conducido, despojado de sus guardas, a un patio exterior, y allí,
en el crudo frío del invierno, con la cabeza descubierta, los pies descalzos y
miserablemente vestido, esperó el permiso del papa para llegar a su presencia.
Sólo después que hubo pasado así tres días, ayunando y haciendo confesión,
condescendió el pontífice en perdonarle. Y aun entonces fuéle concedida esa
gracia con la condición de que el emperador esperaría la venia del papa antes
de reasumir las insignias reales o de ejercer su poder. Y Gregorio, envanecido
con su triunfo, se jactaba de que era su deber abatir la soberbia de los reyes.
¡Cuán notable contraste hay entre el despótico
orgullo de tan altivo pontífice y la mansedumbre y humildad de Cristo, quien se
presenta a sí mismo como llamando a la puerta del corazón para ser admitido en
él y traer perdón y paz, y enseñó a sus discípulos: "El que quisiere entre
vosotros ser el primero, será vuestro siervo"! (S. Mateo 20: 27.)
Los siglos que se sucedieron presenciaron un
constante aumento del error en las doctrinas sostenidas por Roma. Aun antes del
establecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos habían
recibido atención y ejercido influencia dentro de la iglesia. Muchos de los que
profesaban [63] ser convertidos se
aferraban aún a los dogmas de su filosofía pagana, y no sólo seguían estudiándolos
ellos mismos sino que inducían a otros a que los estudiaran también a fin de
extender su influencia entre los paganos. Así se introdujeron graves errores en
la fe cristiana. Uno de los principales fue la creencia en la inmortalidad
natural del hombre y en su estado consciente después de la muerte. Esta
doctrina fue la base sobre la cual Roma estableció la invocación de los santos
y la adoración de la virgen María. De la misma doctrina se derivó también la
herejía del tormento eterno para los que mueren impenitentes, que muy pronto
figuró en el credo papal.
De este modo se preparó el camino para la
introducción de otra invención del paganismo, a la que Roma llamó purgatorio, y
de la que se valió para aterrorizar a las muchedumbres crédulas y supersticiosas.
Con esta herejía Roma afirma la existencia de un lugar de tormento, en el que
las almas de los que no han merecido eterna condenación han de ser castigadas
por sus pecados, y de donde, una vez limpiadas de impureza, son admitidas en el
cielo. (Véase el Apéndice.)
Una impostura más necesitaba Roma para
aprovecharse de los temores y de los vicios de sus adherentes. Fue ésta la
doctrina de las indulgencias. A todos los que se alistasen en las guerras que
emprendía el pontífice para extender su dominio temporal, castigar a sus
enemigos o exterminar a los que se atreviesen a negar su supremacía espiritual,
se concedía plena remisión de los pecados pasados, presentes y futuros, y la
condonación de todas las penas y castigos merecidos. Se enseñó también al pueblo
que por medio de pagos hechos a la iglesia podía librarse uno del pecado y
librar también a las almas de sus amigos difuntos entregadas a las llamas del
purgatorio. Por estos medios llenaba Roma sus arcas y sustentaba la
magnificencia, el lujo y los vicios de los que pretendían ser representantes de
Aquel que no tuvo donde recostar la cabeza. (Véase el Apéndice.) [64]
La institución bíblica de la Cena del Señor
fue substituida por el sacrificio idolátrico de la misa. Los sacerdotes papales
aseveraban que con sus palabras podían convertir el pan y el vino en "el
cuerpo y sangre verdaderos de Cristo." (Cardenal Wiseman, The Real Presence, Confer. 8, sec. 3, párr. 26.) Con blasfema presunción se arrogaban el poder de
crear a Dios, Creador de todo. Se les obligaba a los cristianos, so pena de
muerte, a confesar su fe en esta horrible herejía que afrentaba al cielo.
Muchísimos que se negaron a ello fueron entregados a las llamas. (Véase el
Apéndice.)
En el siglo XIII se estableció la más terrible
de las maquinaciones del papado: la Inquisición. El príncipe de las tinieblas
obró de acuerdo con los jefes de la jerarquía papal. En sus concilios secretos,
Satanás y sus ángeles gobernaron los espíritus de los hombres perversos,
mientras que invisible acampaba entre ellos un ángel de Dios que llevaba apunte
de sus malvados decretos y escribía la historia de hechos por demás horrorosos
para ser presentados a la vista de los hombres. "Babilonia la grande"
fue "embriagada de la sangre de los santos." Los cuerpos mutilados de
millones de mártires clamaban a Dios venganza contra aquel poder apóstata.
El papado había llegado a ejercer su
despotismo sobre el mundo. Reyes y emperadores acataban los decretos del
pontífice romano. El destino de los hombres, en este tiempo y para la
eternidad, parecía depender de su albedrío. Por centenares de años las
doctrinas de Roma habían sido extensa e implícitamente recibidas, sus ritos
cumplidos con reverencia y observadas sus fiestas por la generalidad. Su clero
era colmado de honores y sostenido con liberalidad. Nunca desde entonces ha
alcanzado Roma tan grande dignidad, magnificencia, ni poder.
Mas "el apogeo del papado fue la
medianoche del mundo." (Wylie, The History of Protestantism, libro 1, cap. 4.) Las Sagradas Escrituras eran casi desconocidas no sólo de las gentes
sino de los mismo sacerdotes. A semejanza de los [65]
antiguos fariseos, los caudillos papales aborrecían la luz que habría revelado
sus pecados. Rechazada la ley de Dios, modelo de justicia, ejercieron poderío
sin límites y practicaron desenfrenadamente los vicios. Prevalecieron el
fraude, la avaricia y el libertinaje. Los hombres no retrocedieron ante ningún
crimen que pudiese darles riquezas o posición. Los palacios de los papas y de
los prelados eran teatro de los más viles excesos. Algunos de los pontífices
reinantes se hicieron reos de crímenes tan horrorosos que los gobernantes
civiles tuvieron que procurar deponer a dichos dignatarios de la iglesia como
monstruos demasiado viles para ser tolerados. Durante siglos Europa no progresó
en las ciencias, ni en las artes, ni en la civilización. La cristiandad quedó
moral e intelectualmente paralizada.
La condición en que el mundo se encontraba
bajo el poder romano resultaba ser el cumplimiento espantoso e impresionante de
las palabras del profeta Oseas: "Mi pueblo está destruido por falta de
conocimiento. Por cuanto tú has rechazado con desprecio el conocimiento de
Dios, yo también te rechazaré; . . . puesto que te has olvidado de la ley de tu
Dios, me olvidaré yo también de tus hijos." "No hay verdad, y no hay
misericordia, y no hay conocimiento de Dios en la tierra. ¡No hay más que
perjurio, y mala fe, y homicidio, y hurto y adulterio! ¡rompen por todo; y un
charco de sangre toca a otro!" (Oseas 4: 6, 1, 2, V.M.) Tales fueron los
resultados de haber desterrado la Palabra de Dios. [66]
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