jueves, 20 de septiembre de 2012

Dos Héroes de la Edad Media


Capítulo 6
LA SEMILLA del Evangelio había sido sembrada en Bohemia desde el siglo noveno; la Biblia había sido  traducida, y el culto público celebrábase en el idioma del pueblo; pero conforme iba aumentando el poder papal, obscurecíase también la Palabra de Dios. Gregorio VII, que se había propuesto humillar el orgullo de los reyes, no estaba menos resuelto a esclavizar al pueblo, y con tal fin expidió una bula para prohibir que se celebrasen cultos públicos en lengua bohemia.  El papa declaró que "Dios se complacía en que se le rindiese culto en lengua desconocida y que el haber desatendido esta disposición había sido causa de muchos males y herejías." (Wylie, lib. 3, cap. I.)  Así decretó Roma que la luz de la Palabra de Dios fuera extinguida y que el pueblo quedara encerrado en las tinieblas; pero el Cielo había provisto otros agentes para la preservación de la iglesia.  Muchos valdenses y albigenses, expulsados de sus hogares por la persecución, salieron de Francia e Italia y fueron a establecerse en Bohemia.  Aunque no se atrevían a enseñar abiertamente, trabajaron celosamente en secreto, y así se mantuvo la fe de siglo en siglo.
Antes de los tiempos de Hus hubo en Bohemia hombres que se levantaron para condenar abiertamente la  corrupción de la iglesia y el libertinaje de las masas.  Sus trabajos despertaron interés general y también los temores del clero, el cual inició una encarnizada persecución contra aquellos discípulos del Evangelio.  Obligados a celebrar el culto en los bosques y en las montañas, los soldados los cazaban y mataron a muchos de ellos. Transcurrido cierto tiempo, se decretó que todos los que abandonasen el romanismo morirían en la hoguera.  Pero aun mientras que los cristianos sacrificaban sus vidas, [105] esperaban el triunfo de su causa.  Uno de los que "enseñaban que la salvación se alcanzaba sólo por la fe en el Salvador crucificado," pronunció al morir estas palabras: "El furor de los enemigos de la verdad prevalece ahora contra nosotros, pero no será siempre así, pues de entre el pueblo ha de levantarse uno, sin espada ni signo de autoridad, contra el cual ellos nada podrán hacer."— Ibid., lib. 3, cap. I.  Lejos estaba aún el tiempo de Lutero; pero ya empezaba a darse a conocer un hombre cuyo testimonio contra Roma conmovería a las naciones.
Juan Hus era de humilde cuna y había perdido a su padre en temprana edad.  Su piadosa madre, considerando la educación y el temor de Dios como la más valiosa hacienda, procuró asegurársela a su hijo.  Hus estudió en la escuela de la provincia y pasó después a la universidad de Praga donde fue admitido por caridad.  En su viaje a la ciudad de Praga fue acompañado por su madre, que, siendo viuda y pobre, no pudo dotar a su hijo con bienes materiales, pero cuando llegaron a las inmediaciones de la gran ciudad se arrodilló al lado de su hijo y pidió para él la bendición de su Padre celestial.  Muy poco se figuraba aquella madre de qué modo iba a ser atendida su plegaria.
En la universidad se distinguió Hus por su aplicación, su constancia en el estudio y sus rápidos progresos, al par que su conducta intachable y sus afables y simpáticos modales le granjearon general estimación.  Era un sincero creyente de la iglesia romana y deseaba ardientemente recibir las bendiciones espirituales que aquélla profesa conceder.  Con motivo de un jubileo, fue él a confesarse, dio a la iglesia las pocas monedas que llevaba y se unió a las procesiones para poder participar de la absolución prometida.  Terminado su curso de estudios, ingresó en el sacerdocio, y como lograra en poco tiempo darse a conocer, no tardó en ser elegido para prestar sus servicios en la corte del rey.  Fue también nombrado catedrático y posteriormente rector de la universidad donde recibiera su educación.  En pocos años el humilde estudiante que fuera [106] admitido por caridad en las aulas llegó a ser el orgullo de su país y a adquirir fama en toda Europa.
Mas otro fue el campo en donde Hus principió a trabajar en busca de reformas.  Algunos años después de haber recibido las órdenes sacerdotales, fue elegido predicador de la capilla llamada de Belén.  El fundador de ésta había abogado, por considerarlo asunto de gran importancia, en favor de la predicación de las Santas Escrituras en el idioma del pueblo.  No obstante la oposición de Roma, esta práctica no había desaparecido del todo de Bohemia. Sin embargo, era mucha la ignorancia respecto a la Biblia, y los peores vicios reinaban en todas las clases de la sociedad.  Hus denunció sin reparo estos males apelando a la Palabra de Dios para reforzar los principios de verdad y de pureza que procuraba inculcar.
Un vecino de Praga, Jerónimo, que con ulterioridad iba a colaborar tan estrechamente con Hus, trajo consigo, al regresar de Inglaterra, los escritos de Wiclef.  La reina de Inglaterra, que se había convertido a las enseñanzas de éste, era una princesa bohemia, y por medio de su influencia las obras del reformador obtuvieron gran circulación en su tierra natal.  Hus leyó estas obras con interés; tuvo a su autor por cristiano sincero y se sintió movido a mirar con simpatía las reformas que él proponía. Aunque sin darse cuenta, Hus había entrado ya en un sendero que había de alejarle de Roma.
Por aquel entonces llegaron a Praga dos extranjeros procedentes de Inglaterra, hombres instruídos que habían recibido la luz del Evangelio y venían a esparcirla en aquellas apartadas regiones.  Comenzaron por atacar públicamente la supremacía del papa, pero pronto las autoridades les obligaron a guardar silencio; no obstante, como no quisieran abandonar su propósito, recurrieron a otros medios para realizarlo.  Eran artistas a la vez que predicadores y pusieron en juego sus habilidades.  En una plaza pública dibujaron dos cuadros que representaban, uno la entrada de Cristo en Jerusalén, "manso y sentado sobre un asno" (S. Mateo 21: 5, V.M.), y seguido por sus [107] discípulos vestidos con túnicas ajadas por las asperezas del camino y descalzos; el otro representaba una procesión pontifical, en la cual se veía al papa adornado con sus ricas vestiduras y con su triple corona, montado en un caballo magníficamente enjaezado, precedido por clarines y seguido por cardenales y prelados que ostentaban deslumbrantes galas.
Encerraban estos cuadros todo un sermón que cautivaba la atención de todas las clases sociales.  Las multitudes acudían a mirarlos.  Ninguno dejaba de sacar la moraleja y muchos quedaban hondamente impresionados por el contraste que resultaba entre la mansedumbre de Cristo, el Maestro, y el orgullo y la arrogancia del papa que profesaba servirle.  Praga se conmovió mucho y, después de algún tiempo, los extranjeros tuvieron que marcharse para ponerse en salvo.  Pero la lección que habían dado no dejó de ser aprovechada.  Los cuadros hicieron impresión en Hus y le indujeron a estudiar con más empeño la Biblia y los escritos de Wiclef.  Aunque todavía no estaba convenientemente preparado para aceptar todas las reformas recomendadas por Wiclef, alcanzó a darse mejor cuenta del verdadero carácter del papado y con mayor celo denunció el orgullo, la ambición y la corrupción del clero.
De Bohemia extendióse la luz hasta Alemania.  Algunos disturbios en la universidad de Praga dieron por resultado la separación de centenares de estudiantes alemanes, muchos de los cuales habían recibido de Hus su primer conocimiento de la Biblia, y a su regreso esparcieron el Evangelio en la tierra de sus padres.
Las noticias de la obra hecha en Praga llegaron a Roma y pronto fue citado Hus a comparecer ante el papa. Obedecer habría sido exponerse a una muerte segura.  El rey y la reina de Bohemia, la universidad, miembros de la nobleza y altos dignatarios dirigieron una solicitud general al pontífice para que le fuera permitido a Hus permanecer en Praga y contestar a Roma por medio de una diputación.  En lugar de acceder a la súplica, el papa procedió a juzgar y condenar a Hus, y, [108] por añadidura, declaró a la ciudad de Praga en entredicho.
En aquellos tiempos, siempre que se pronunciaba tal sentencia, la alarma era general.  Las ceremonias que la acompañaban estaban bien calculadas para producir terror entre el pueblo, que veía en el papa el representante de Dios mismo, y el que tenía las llaves del cielo y del infierno y el poder para invocar juicios temporales lo mismo que espirituales.  Creían que las puertas del cielo se cerraban contra los lugares condenados por el entredicho y que entretanto que el papa no se dignaba levantar la excomunión, los difuntos no podían entrar en la mansión de los bienaventurados. En señal de tan terrible calamidad se suspendían todos los servicios religiosos, las iglesias eran clausuradas, las ceremonias del matrimonio se verificaban en los cementerios; a los muertos se les negaba sepultura en los camposantos, y se los enterraba sin ceremonia alguna en las zanjas o en el campo.  Así pues, valiéndose de medios que influían en la imaginación, procuraba Roma dominar la conciencia de los hombres.
La ciudad de Praga se amotinó.  Muchos opinaron que Hus tenía la culpa de todas estas calamidades y exigieron que fuese entregado a la vindicta de Roma.  Para que se calmara la tempestad, el reformador se retiró por algún tiempo a su pueblo natal.  Escribió a los amigos que había dejado en Praga: "Si me he retirado de entre vosotros es para seguir los preceptos y el ejemplo de Jesucristo, para no dar lugar a que los mal intencionados se expongan a su propia condenación eterna y para no ser causa de que se moleste y persiga a los piadosos.  Me he retirado, además, por temor de que los impíos sacerdotes prolonguen su prohibición de que se predique la Palabra de Dios entre vosotros; mas no os he dejado para negar la verdad divina por la cual, con la ayuda de Dios, estoy pronto a morir."— E. de Bonnechose, Les Réformateurs avant la Réforme, lib. I, págs. 94, 95 (París, 1845).  Hus no cesó de trabajar; viajó por los países vecinos predicando a las muchedumbres que le escuchaban con ansia.  De modo que las medidas de que se valiera [109] el papa para suprimir el Evangelio, hicieron que se extendiera en más amplia esfera.  "Nada podemos hacer contra la verdad, sino a favor de la verdad." (2 Corintios 13: 8, V.M.)
"El espíritu de Hus parece haber sido en aquella época de su vida el escenario de un doloroso conflicto.  Aunque la iglesia trataba de aniquilarle lanzando sus rayos contra él, él no desconocía la autoridad de ella, sino que seguía considerando a la iglesia católica romana como a la esposa de Cristo y al papa como al representante y vicario de Dios.  Lo que Hus combatía era el abuso de autoridad y no la autoridad misma.  Esto provocó un terrible conflicto entre las convicciones más íntimas de su corazón y los dictados de su conciencia.  Si la autoridad era justa e infalible como él la creía, ¿por qué se sentía obligado a desobedecerla? Acatarla, era pecar; pero, ¿por qué se sentía obligado a pecar si prestaba obediencia a una iglesia infalible?  Este era el problema que Hus no podía resolver, y la duda le torturaba hora tras hora.  La solución que por entonces le parecía más plausible era que había vuelto a suceder lo que había sucedido en los días del Salvador, a saber, que los sacerdotes de la iglesia se habían convertido en impíos que usaban de su autoridad legal con fines inicuos.  Esto le decidió a adoptar para su propio gobierno y para el de aquellos a quienes siguiera predicando, la máxima aquella de que los preceptos de la Santas Escrituras transmitidos por el entendimiento han de dirigir la conciencia, o en otras palabras, que Dios hablando en la Biblia, y no la iglesia hablando por medio de los sacerdotes, era el único guía infalible."— Wylie, lib. 3, cap. 3.
Cuando, transcurrido algún tiempo, se hubo calmado la excitación en Praga, volvió Hus a su capilla de Belén para reanudar, con mayor valor y celo, la predicación de la Palabra de Dios.  Sus enemigos eran activos y poderosos, pero la reina y muchos de los nobles eran amigos suyos y gran parte del pueblo estaba de su lado.  Comparando sus enseñanzas puras y elevadas y la santidad de su vida con los dogmas degradantes [110] que predicaban los romanistas y con la avaricia y el libertinaje en que vivían, muchos consideraban que era un honor pertenecer al partido del reformador.
Hasta aquí Hus había estado solo en sus labores, pero entonces Jerónimo, que durante su estada en Inglaterra había hecho suyas las doctrinas enseñadas por Wiclef, se unió con él en la obra de reforma.  Desde aquel momento ambos anduvieron juntos y ni la muerte había de separarlos.
Jerónimo poseía en alto grado lucidez genial, elocuencia e ilustración, y estos dones le conquistaban el favor popular, pero en las cualidades que constituyen verdadera fuerza de carácter, sobresalía Hus. El juicio sereno de éste restringía el espíritu impulsivo de Jerónimo, el cual reconocía con verdadera humildad el valer de su compañero y aceptaba sus consejos.  Mediante los esfuerzos unidos de ambos la reforma progresó con mayor rapidez.
Si bien es verdad que Dios se dignó iluminar a estos sus siervos derramando sobre ellos raudales de luz que les revelaron muchos de los errores de Roma, también lo es que ellos no recibieron toda la luz que debía ser comunicada al mundo.  Por medio de estos hombres, Dios sacaba a sus hijos de las tinieblas del romanismo; pero tenían que arrostrar muchos y muy grandes obstáculos, y él los conducía por la mano paso a paso según lo permitían las fuerzas de ellos.  No estaban preparados para recibir de pronto la luz en su plenitud.  Ella los habría hecho retroceder como habrían retrocedido, con la vista herida, los que, acostumbrados a la obscuridad, recibieran la luz del mediodía.  Por consiguiente, Dios reveló su luz a los guías de su pueblo poco a poco, como podía recibirla este último.  De siglo en siglo otros fieles obreros seguirían conduciendo a las masas y avanzando más cada vez en el camino de las reformas.
Mientras tanto, un gran cisma asolaba a la iglesia.  Tres papas se disputaban la supremacía, y esta contienda llenaba los dominios de la cristiandad de crímenes y revueltas.  No [111] satisfechos los tres papas con arrojarse recíprocamente violentos anatemas, decidieron recurrir a las armas temporales.  Cada uno se propuso hacer acopio de armamentos y reclutar soldados.  Por supuesto, necesitaban dinero, y para proporcionárselo, todos los dones, oficios y beneficios de la iglesia fueron puestos en venta. (Véase el Apéndice.)  Asimismo los sacerdotes, imitando a sus superiores, apelaron a la simonía y a la guerra para humillar a sus rivales y para aumentar su poderío.  Con una intrepidez que iba cada día en aumento, protestó Hus enérgicamente contra las abominaciones que se toleraban en nombre de la religión, y el pueblo acusó abiertamente a los jefes papales de ser causantes de las miserias que oprimían a la cristiandad.
La ciudad de Praga se vio nuevamente amenazada por un conflicto sangriento.  Como en los tiempos antiguos, el siervo de Dios fue acusado de ser el "perturbador de Israel." (1 Reyes 18:17, V. M.) La ciudad fue puesta por segunda vez en entredicho, y Hus se retiró a su pueblo natal.  Terminó el testimonio que había dado él tan fielmente en su querida capilla de Belén, y ahora iba a hablar al mundo cristiano desde un escenario más extenso antes de rendir su vida como último homenaje a la verdad.
Con el propósito de contener los males que asolaban a Europa, fue convocado un concilio general que debía celebrarse en Constanza.  Esta cita fue preparada, a solicitud del emperador Segismundo, por Juan XXIII, uno de los tres papas rivales.  El deseo de reunir un concilio distaba mucho de ser del agrado del papa Juan, cuyo carácter y política poco se prestaban a una investigación aun cuando ésta fuera hecha por prelados de tan escasa moralidad como lo eran los eclesiásticos de aquellos tiempos.  Pero no pudo, sin embargo, oponerse a la voluntad de Segismundo. (Véase el Apéndice.)
Los fines principales que debía procurar el concilio eran poner fin al cisma de la iglesia y arrancar de raíz la herejía. En consecuencia los dos antipapas fueron citados a comparecer [112] ante la asamblea, y con ellos Juan Hus, el principal propagador de las nuevas ideas.  Los dos primeros, considerando que había peligro en presentarse, no lo hicieron, sino que mandaron sus delegados.  El papa Juan, aun cuando era quien ostensiblemente había convocado el concilio, acudió con mucho recelo, sospechando la intención secreta del emperador de destituirle, y temiendo ser llamado a cuentas por los vicios con que había desprestigiado la tiara y por los crímenes de que se había valido para apoderarse de ella.  Sin embargo, hizo su entrada en la ciudad de Constanza con gran pompa, acompañado de los eclesiásticos de más alta categoría y de un séquito de cortesanos.  El clero y los dignatarios de la ciudad, con un gentío inmenso, salieron a recibirle.  Venía debajo de un dosel dorado sostenido por cuatro de los principales magistrados.  La hostia iba delante de él, y las ricas vestiduras de los cardenales daban un aspecto imponente a la procesión.
Entre tanto, otro viajero se acercaba a Constanza.  Hus se daba cuenta del riesgo que corría.  Se había despedido de sus amigos como si ya no pensara volverlos a ver, y había emprendido el viaje presintiendo que remataría en la hoguera.  A pesar de haber obtenido un salvoconducto del rey de Bohemia, y otro que, estando ya en camino, recibió del emperador Segismundo, arregló bien todos sus asuntos en previsión de su muerte probable.
En una carta dirigida a sus amigos de Praga, les decía: "Hermanos míos . . . me voy llevando un salvoconducto del rey para hacer frente a mis numerosos y mortales enemigos. . . . Me encomiendo de todo corazón al Dios todopoderoso, mi Salvador; confío en que él escuchará vuestras ardientes súplicas; que pondrá su prudencia y su sabiduría en mi boca para que yo pueda resistir a los adversarios, y que me asistirá el Espíritu Santo para confirmarme en la verdad, a fin de que pueda arrostrar con valor las tentaciones, la cárcel y si fuese necesario, una muerte cruel.  Jesucristo sufrió por sus muy amados, y, por tanto ¿habremos de extrañar que nos haya [113] dejado su ejemplo a fin de que suframos con paciencia todas las cosas para nuestra propia salvación?  El es Dios y nosotros somos sus criaturas; él es el Señor y nosotros sus siervos; él es el Dueño del mundo y nosotros somos viles mortales, ¡y sin embargo sufrió! ¿Por qué, entonces, no habríamos de padecer nosotros también, y más cuando sabemos que la tribulación purifica?  Por lo tanto, amados míos, si mi muerte ha de contribuir a su gloria, rogad que ella venga pronto y que él me dé fuerzas para soportar con serenidad todas las calamidades que me esperan. Empero, si es mejor que yo regrese para vivir otra vez entre vosotros, pidamos a Dios que yo vuelva sin mancha, es decir, que no suprima un tilde de la verdad del Evangelio, para poder dejar a mis hermanos un buen ejemplo que imitar.  Es muy probable que nunca más volváis a ver mi cara en Praga; pero si fuese la voluntad del Dios todopoderoso traerme de nuevo a vosotros, avanzaremos con un corazón más firme en el conocimiento y en el amor de su ley."— Bonnechose, lib. 2, págs. 162, 163.
En otra carta que escribió a un sacerdote que se había convertido al Evangelio, Hus habló con profunda humildad de sus propios errores, acusándose "de haber sido afecto a llevar hermosos trajes y de haber perdido mucho tiempo en cosas frívolas."  Añadía después estas conmovedoras amonestaciones: "Que tu espíritu se preocupe de la gloria de Dios y de la salvación de las almas y no de las comodidades y bienes temporales.  Cuida de no adornar tu casa más que tu alma; y sobre todo cuida del edificio espiritual.  Sé humilde y piadoso con los pobres; no gastes tu hacienda en banquetes; si no te perfeccionas y no te abstienes de superfluidades temo que seas severamente castigado, como yo lo soy. . . . Conoces mi doctrina porque de ella te he instruido desde que eras niño; es inútil, pues, que te escriba más.  Pero te ruego encarecidamente, por la misericordia de nuestro Señor, que no me imites en ninguna de las vanidades en que me has visto caer."  En la cubierta de la carta, añadió: "Te ruego mucho, amigo mío, [114] que no rompas este sello sino cuando tengas la seguridad de que yo haya muerto."— Id., págs. 163, 164. 
En el curso de su viaje vio Hus por todas partes señales de la propagación de sus doctrinas y de la buena acogida de que gozaba su causa. Las gentes se agolpaban para ir a su encuentro, y en algunos pueblos le acompañaban los magistrados por las calles.
Al llegar a Constanza, Hus fue dejado en completa libertad.  Además del salvoconducto del emperador, se le dio una garantía personal que le aseguraba la protección del papa.  Pero esas solemnes y repetidas promesas de seguridad fueron violadas, y pronto el reformador fue arrestado por orden del pontífice y de los cardenales, y encerrado en un inmundo calabozo.  Más tarde fue transferido a un castillo feudal, al otro lado del Rin, donde se le tuvo preso.  Pero el papa sacó poco provecho de su perfidia, pues fue luego encerrado en la misma cárcel. (Id., pág. 269.)  Se le probó ante el concilio que, además de homicidios, simonía y adulterio, era culpable de los delitos más viles, "pecados que no se pueden mencionar."  Así declaro el mismo concilio y finalmente se le despojó de la tiara y se le arrojó en un calabozo.  Los antipapas fueron destituidos también y un nuevo pontífice fue elegido.
Aunque el mismo papa se había hecho culpable de crímenes mayores que aquellos de que Hus había acusado a los sacerdotes, y por los cuales exigía que se hiciese una reforma, con todo, el mismo concilio que degradara al pontífice, procedió a concluir con el reformador.  El encarcelamiento de Hus despertó grande indignación en Bohemia.  Algunos nobles poderosos se dirigieron al concilio protestando contra tamaño ultraje.  El emperador, que de mala gana había consentido en que se violase su salvoconducto, se opuso a que se procediera contra él.  Pero los enemigos del reformador eran malévolos y resueltos.  Apelaron a las preocupaciones del emperador, a sus temores y a su celo por la iglesia.  Le presentaron argumentos muy poderosos para convencerle de que "no había que [115] guardar la palabra empeñada con herejes, ni con personas sospechosas de herejía, aun cuando estuvieran provistas de salvoconductos del emperador y de reyes."—Jacques Lenfant, "Histoire du Concile de Constance," tomo I, pág. 493 (Amsterdam, 1727). De ese modo se salieron con la suya.
Debilitado por la enfermedad y por el encierro, pues el aire húmedo y sucio del calabozo le ocasionó una fiebre que estuvo a punto de llevarle al sepulcro, Hus fue al fin llevado ante el concilio.  Cargado de cadenas se presentó ante el emperador que empeñara su honor y buena fe en protegerle.  Durante todo el largo proceso sostuvo Hus la verdad con firmeza, y en presencia de los dignatarios de la iglesia y del estado allí reunidos elevó una enérgica y solemne protesta contra la corrupción del clero.  Cuando se le exigió que escogiese entre retractarse o sufrir la muerte, eligió la suerte de los mártires.
El Señor le sostuvo con su gracia.  Durante las semanas de padecimientos que sufrió antes de su muerte, la paz del cielo inundó su alma. "Escribo esta carta —decía a un amigo— en la cárcel, y con la mano encadenada, esperando que se cumpla mañana mi sentencia de muerte. . . . En el día aquél en que por la gracia del Señor nos encontremos otra vez gozando de la paz deliciosa de ultratumba, sabrás cuán misericordioso ha sido Dios conmigo y de qué modo tan admirable me ha sostenido en medio de mis pruebas y tentaciones."— Bonnechose, lib. 3, pág. 74.
En la obscuridad de su calabozo previó el triunfo de la fe verdadera.  Volviendo en sueños a su capilla de Praga donde había predicado el Evangelio, vio al papa y a sus obispos borrando los cuadros de Cristo que él había pintado en sus paredes.  "Este sueño le aflige; pero el día siguiente ve muchos pintores ocupados en restablecer las imágenes en mayor número y colores más brillantes. Concluido este trabajo, los pintores, rodeados de un gentío inmenso, exclaman: ' ¡Que vengan ahora papas y obispos! ya no las borrarán jamás.' "  Al referir el reformador su sueño añadió: "Tengo por cierto, [116] que la imagen de Cristo no será borrada jamás.  Ellos han querido destruirla; pero será nuevamente pintada en los corazones, por unos predicadores que valdrán más que yo."— D'Aubigné, lib. 1, cap. 7.
Por última vez fue llevado Hus ante el concilio.  Era ésta una asamblea numerosa y deslumbradora: el emperador, los príncipes del imperio, delegados reales, cardenales, obispos y sacerdotes, y una inmensa multitud de personas que habían acudido a presenciar los acontecimientos del día. De todas partes de la cristiandad se habían reunido los testigos de este gran sacrificio, el primero en la larga lucha entablada para asegurar la libertad de conciencia.
Instado Hus para que manifestara su decisión final, declaró que se negaba a abjurar, y fijando su penetrante mirada en el monarca que tan vergonzosamente violara la palabra empeñada, dijo: "Resolví, de mi propia y espontánea libertad, comparecer ante este concilio, bajo la fe y la protección pública del emperador aquí presente."— Bonnechose, lib. 3, pág. 94.  El bochorno se le subió a la cara al monarca Segismundo al fijarse en él las miradas de todos los circunstantes.
Habiendo sido pronunciada la sentencia, se dio principio a la ceremonia de la degradación.  Los obispos vistieron a su prisionero el hábito sacerdotal, y al recibir éste la vestidura dijo: "A nuestro Señor Jesucristo se le vistió con una túnica blanca con el fin de insultarle, cuando Herodes le envió a Pilato."— Id., págs. 95, 96.  Habiéndosele exhortado otra vez a que se retractara, replicó mirando al pueblo: "Y entonces, ¿con qué cara me presentaría en el cielo? ¿cómo miraría a las multitudes de hombres a quienes he predicado el Evangelio puro? No; estimo su salvación más que este pobre cuerpo destinado ya a morir."  Las vestiduras le fueron quitadas una por una, pronunciando cada obispo una maldición cuando le tocaba tomar parte en la ceremonia.  Por último, "colocaron sobre su cabeza una gorra o mitra de papel en forma de pirámide, en la que estaban pintadas horribles figuras de [117] demonios, y en cuyo frente se destacaba esta inscripción: 'El archihereje.' 'Con gozo —dijo Hus— llevaré por ti esta corona de oprobio, oh Jesús, que llevaste por mí una de espinas."  Acto continuo, "los prelados dijeron: 'Ahora dedicamos tu alma al diablo.' 'Y yo —dijo Hus, levantando sus ojos al cielo— en tus manos encomiendo mi espíritu, oh Señor Jesús, porque tú me redimiste.' "—Wylie, lib. 3, cap. 7.
Fue luego entregado a las autoridades seculares y conducido al lugar de la ejecución.  Iba seguido por inmensa procesión formada por centenares de hombres armados, sacerdotes y obispos que lucían sus ricas vestiduras, y por el pueblo de Constanza.  Cuando lo sujetaron a la estaca y todo estuvo dispuesto para encender la hoguera, se instó una vez más al mártir a que se salvara retractándose de sus errores.  "¿ A cuáles errores —dijo Hus— debo renunciar?  De ninguno me encuentro culpable.  Tomo a Dios por testigo de que todo lo que he escrito y predicado ha sido con el fin de rescatar a las almas del pecado y de la perdición; y, por consiguiente, con el mayor gozo confirmaré con mi sangre aquella verdad que he anunciado por escrito y de viva voz."—Ibid.  Cuando las llamas comenzaron a arder en torno suyo, principió a cantar: "Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí," y continuó hasta que su voz enmudeció para siempre.
Sus mismos enemigos se conmovieron frente a tan heroica conducta.  Un celoso partidario del papa, al referir el martirio de Hus y de Jerónimo que murió poco después, dijo: "Ambos se portaron como valientes al aproximarse su última hora.  Se prepararon para ir a la hoguera como se hubieran preparado para ir a una boda; no dejaron oír un grito de dolor.  Cuando subieron las llamas, entonaron himnos y apenas podía la vehemencia del fuego acallar sus cantos."— Ibid.
Cuando el cuerpo de Hus fue consumido por completo, recogieron sus cenizas, las mezclaron con la tierra donde yacían y las arrojaron al Rin, que las llevó hasta el océano. Sus perseguidores se figuraban en vano que habían arrancado [118] de raíz las verdades que predicara.  No soñaron que las cenizas que echaban al mar eran como semilla esparcida en todos los países del mundo, y que en tierras aún desconocidas darían mucho fruto en testimonio por la verdad.  La voz que había hablado en la sala del concilio de Constanza había despertado ecos que resonarían al través de las edades futuras.  Hus ya no existía, pero las verdades por las cuales había muerto no podían perecer.  Su ejemplo de fe y perseverancia iba a animar a las muchedumbres a mantenerse firmes por la verdad frente al tormento y a la muerte.  Su ejecución puso de manifiesto ante el mundo entero la pérfida crueldad de Roma.  Los enemigos de la verdad, aunque sin saberlo, no hacían más que fomentar la causa que en vano procuraban aniquilar.
Una estaca más iba a levantarse en Constanza.  La sangre de otro mártir iba a testificar por la misma verdad. Jerónimo al decir adiós a Hus, cuando éste partiera para el concilio, le exhortó a ser valiente y firme, declarándole que si caía en algún peligro él mismo volaría en su auxilio.  Al saber que el reformador se hallaba encarcelado, el fiel discípulo se dispuso inmediatamente a cumplir su promesa.  Salió para Constanza con un solo compañero y sin proveerse de salvoconducto.  Al llegar a la ciudad, se convenció de que sólo se había expuesto al peligro, sin que le fuera posible hacer nada para libertar a Hus.  Huyó entonces pero fue arrestado en el camino y devuelto a la ciudad cargado de cadenas, bajo la custodia de una compañía de soldados.  En su primera comparecencia ante el concilio, sus esfuerzos para contestar los cargos que le arrojaban se malograban entre los gritos: "¡A la hoguera con él! ¡A las llamas!"— Bonnechose, lib. 2, pág. 256.  Fue arrojado en un calabozo, lo encadenaron en una postura muy penosa y lo tuvieron a pan y agua.  Después de algunos meses, las crueldades de su prisión causaron a Jerónimo una enfermedad que puso en peligro su vida, y sus enemigos, temiendo que se les escapase, le trataron con menos severidad aunque dejándole en la cárcel por un año. [119]
La muerte de Hus no tuvo el resultado que esperaban los papistas.  La violación del salvoconducto que le había sido dado al reformador, levantó una tempestad de indignación, y como medio más seguro, el concilio resolvió que en vez de quemar a Jerónimo se le obligaría, si posible fuese, a retractarse.  Fue llevado ante el concilio y se le instó para que escogiera entre la retractación o la muerte en la hoguera.  Haberle dado muerte al principio de su encarcelamiento hubiera sido un acto de misericordia en comparación con los terribles sufrimientos a que le sometieron; pero después de esto, debilitado por su enfermedad y por los rigores de su prisión, detenido en aquellas mazmorras y sufriendo torturas y angustias, separado de sus amigos y herido en el alma por la muerte de Hus, el ánimo de Jerónimo decayó y consintió en someterse al concilio.  Se comprometió a adherirse a la fe católica y aceptó el auto de la asamblea que condenaba las doctrinas de Wiclef y de Hus, exceptuando, sin embargo, las "santas verdades" que ellos enseñaron.—Id., lib. 3, pág. 156.
Por medio de semejante expediente Jerónimo trató de acallar la voz de su conciencia y librarse de la condena; pero, vuelto al calabozo, a solas consigo mismo percibió la magnitud de su acto.  Comparó el valor y la fidelidad de Hus con su propia retractación.  Pensó en el divino Maestro a quien él se había propuesto servir y que por causa suya sufrió la muerte en la cruz.  Antes de su retractación había hallado consuelo en medio de sus sufrimientos, seguro del favor de Dios; pero ahora, el remordimiento y la duda torturaban su alma.  Harto sabía que tendría que hacer otras retractaciones para vivir en paz con Roma.  El sendero que empezaba a recorrer le llevaría infaliblemente a una completa apostasía.  Resolvió no volver a negar al Señor para librarse de un breve plazo de padecimientos.
Pronto fue llevado otra vez ante el concilio, pues sus declaraciones no habían dejado satisfechos a los jueces. La sed de sangre despertada por la muerte de Hus, reclamaba nuevas [120] víctimas.  Sólo la completa abjuración podía salvar de la muerte al reformador.  Pero éste había resuelto confesar su fe y seguir hasta la hoguera a su hermano mártir.
Desvirtuó su anterior retractación, y a punto de morir, exigió que se le diera oportunidad para defenderse. Temiendo los prelados el efecto de sus palabras, insistieron en que él se limitara a afirmar o negar lo bien fundado de los cargos que se le hacían.  Jerónimo protestó contra tamaña crueldad e injusticia.  "Me habéis tenido encerrado —dijo,— durante trescientos cuarenta días, en una prisión horrible, en medio de inmundicias, en un sitio malsano y pestilente, y falto de todo en absoluto. Me traéis hoy ante vuestra presencia y tras de haber prestado oídos a mis acérrimos enemigos, os negáis a oírme. . . . Si en verdad sois sabios, y si sois la luz del mundo, cuidaos de pecar contra la justicia.  En cuanto a mí, no soy más que un débil mortal; mi vida es de poca importancia, y cuando os exhorto a no dar una sentencia injusta, hablo más por vosotros que por mí." —Id., págs. 162, 163.
Al fin le concedieron a Jerónimo lo que pedía.  Se arrodilló en presencia de sus jueces y pidió que el Espíritu divino guiara sus pensamientos y le diese palabras para que nada de lo que iba a decir fuese contrario a la verdad e indigno de su Maestro.  En aquel día se cumplió en su favor la promesa del Señor a los primeros discípulos: "Seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa. . . . Cuando os entregaren, no os afanéis sobre cómo o qué habéis de decir; porque en aquella misma hora os será dado lo que habéis de decir; porque no sois vosotros quienes habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros." (S. Mateo 10: 18-20, V.M.)
Las palabras de Jerónimo produjeron sorpresa y admiración aun a sus enemigos.  Por espacio de todo un año había estado encerrado en un calabozo, sin poder leer ni ver la luz siquiera, sufriendo físicamente a la vez que dominado por terrible ansiedad mental; y no obstante, supo presentar sus argumentos con tanta claridad y con tanta fuerza como si hubiera podido [121] estudiar constantemente.  Llamó la atención de sus oyentes a la larga lista de santos varones que habían sido condenados por jueces injustos.  En casi todas las generaciones hubo hombres que por más que procuraban levantar el nivel moral del pueblo de su época, eran despreciados y rechazados, pero que en tiempos ulteriores fueron reconocidos dignos de recibir honor.  Cristo mismo fue condenado como malhechor, por un tribunal inicuo.
Al retractarse Jerónimo había declarado justa la sentencia condenatoria que el concilio lanzara contra Hus; pero esta vez declaró que se arrepentía de ello y dio un valiente testimonio a la inocencia y santidad del mártir.  Expresóse en estos términos: "Conocí a Juan Hus desde su niñez. Era el hombre más excelente, justo y santo; pero no por eso dejó de ser condenado. . . . Y ahora yo también estoy listo para morir.  No retrocederé ante los tormentos que hayan preparado para mí mis enemigos, los testigos falsos, los cuales tendrán que ser llamados un día a cuentas por sus imposturas, ante el gran Dios a quien nadie puede engañar."— Bonnechose, lib. 3, pág. 167.
Al censurarse a sí mismo por haber negado la verdad, dijo Jerónimo: "De todos los pecados que he cometido desde mi juventud, ninguno pesa tanto sobre mí ni me causa tan acerbos remordimientos, como el que cometí en este funesto lugar, cuando aprobé la inicua sentencia pronunciada contra Wiclef y contra el santo mártir, Juan Hus, maestro y amigo mío.  Sí, lo confieso de todo corazón, y declaro con verdadero horror que desgraciadamente me turbé cuando, por temor a la muerte, condené las doctrinas de ellos.  Por tanto, ruego . . . al Dios todopoderoso se digne perdonarme mis pecados y éste en particular, que es el más monstruoso de todos." Señalando a los jueces, dijo con entereza: "Vosotros condenasteis a Wiclef y a Juan Hus no porque hubieran invalidado las doctrinas de la iglesia, sino sencillamente por haber denunciado los escándalos provenientes del clero —su pompa, su orgullo y todos los vicios de los prelados y sacerdotes.  Las cosas que aquellos [122] afirmaron y que son irrefutables, yo también las creo y las proclamo."
Sus palabras fueron interrumpidas.  Los prelados, temblando de ira, exclamaron: "¿Qué necesidad hay de mayores pruebas? ¡Contemplamos con nuestros propios ojos el más obstinado de los herejes!"
Sin conmoverse ante la tempestad, repuso Jerónimo: "¡Qué! ¿imagináis que tengo miedo de morir? Por un año me habéis tenido encadenado, encerrado en un calabozo horrible, más espantoso que la misma muerte.  Me habéis tratado con más crueldad que a un turco, judío o pagano, y mis carnes se han resecado hasta dejar los huesos descubiertos; pero no me quejo, porque las lamentaciones sientan mal en un hombre de corazón y de carácter; pero no puedo menos que expresar mi asombro ante tamaña barbarie con que habéis tratado a un cristiano. —Ibid., págs. 168, 169.
Volvió con esto a estallar la tempestad de ira y Jerónimo fue devuelto en el acto a su calabozo.  A pesar de todo, hubo en la asamblea algunos que quedaron impresionados por sus palabras y que desearon salvarle la vida.  Algunos dignatarios de la iglesia le visitaron y le instaron a que se sometiera al concilio.  Se le hicieron las más brillantes promesas si renunciaba a su oposición contra Roma.  Pero, a semejanza de su Maestro, cuando le ofrecieron la gloria del mundo, Jerónimo se mantuvo firme.
"Probadme con las Santas Escrituras que estoy en error — dijo él— y abjuraré de él."
"¡Las Santas Escrituras! —exclamó uno de sus tentadores, — ¿todo debe ser juzgado por ellas? ¿Quién puede comprenderlas si la iglesia no las interpreta?"
"¿Son las tradiciones de los hombres más dignas de fe que el Evangelio de nuestro Salvador? —replicó Jerónimo.—  Pablo no exhortó a aquellos a quienes escribía a que escuchasen las tradiciones de los hombres, sino que les dijo: 'Escudriñad las Escrituras.' " [123] "Hereje —fue la respuesta,— me arrepiento de haber estado alegando contigo tanto tiempo.  Veo que es el diablo el que te impulsa."— Wylie, lib. 3, cap. 10.
En breve se falló sentencia de muerte contra él.  Le condujeron en seguida al mismo lugar donde Hus había dado su vida.  Fue al suplicio cantando, iluminado el rostro de gozo y paz.  Fijó en Cristo su mirada y la muerte ya no le infundía miedo alguno.  Cuando el verdugo, a punto de prender la hoguera, se puso detrás de él, el mártir exclamó: "Ven por delante, sin vacilar.  Prende la hoguera en mi presencia.  Si yo hubiera tenido miedo, no estaría aquí."
Las últimas palabras que pronunció cuando las llamas le envolvían fueron una oración.  Dijo: "Señor, Padre todopoderoso, ten piedad de mí y perdóname mis pecados, porque tú sabes que siempre he amado tu verdad."— Bonnechose, lib. 3, págs. 185, 186.  Su voz dejó de oírse, pero sus labios siguieron murmurando la oración.  Cuando el fuego hubo terminado su obra, las cenizas del mártir fueron recogidas juntamente con la tierra donde estaban esparcidas y, como las de Hus, fueron arrojadas al Rin.
Así murieron los fieles siervos que derramaron la luz de Dios.  Pero la luz de las verdades que proclamaron —la luz de su heroico ejemplo— no pudo extinguirse.  Antes podían los hombres intentar hacer retroceder al sol en su carrera que apagar el alba de aquel día que vertía ya sus fulgores sobre el mundo.
La ejecución de Hus había encendido llamas de indignación y horror en Bohemia.  La nación entera se conmovió al reconocer que había caído víctima de la malicia de los sacerdotes y de la traición del emperador. Se le declaró fiel maestro de la verdad, y el concilio que decretó su muerte fue culpado del delito de asesinato. Como consecuencia de esto las doctrinas del reformador llamaron más que nunca la atención.  Los edictos del papa condenaban los escritos de Wiclef a las llamas, pero las obras que habían escapado a dicha sentencia fueron [124] sacadas de donde habían sido escondidas para estudiarlas comparándolas con la Biblia o las porciones de ella que el pueblo podía conseguir, y muchos fueron inducidos así a aceptar la fe reformada.
Los asesinos de Hus no permanecieron impasibles al ser testigos del triunfo de la causa de aquél.  El papa y el emperador se unieron para sofocar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra Bohemia.
Pero surgió un libertador.  Ziska, que poco después de empezada la guerra quedó enteramente ciego, y que fue no obstante uno de los más hábiles generales de su tiempo, era el que guiaba a los bohemios.  Confiando en la ayuda de Dios y en la justicia de su causa, aquel pueblo resistió a los más poderosos ejércitos que fueron movilizados contra él.  Vez tras vez el emperador, suscitando nuevos ejércitos, invadió a Bohemia, tan sólo para ser rechazado ignominiosamente.  Los husitas no le tenían miedo a la muerte y nada les podía resistir.  A los pocos años de empeñada la lucha, murió el valiente Ziska; pero le reemplazó Procopio, general igualmente arrojado y hábil, y en varios respectos jefe más capaz.
Los enemigos de los bohemios, sabiendo que había fallecido el guerrero ciego, creyeron llegada la oportunidad favorable para recuperar lo que habían perdido.  El papa proclamó entonces una cruzada contra los husitas, y una vez más se arrojó contra Bohemia una fuerza inmensa, pero sólo para sufrir terrible descalabro.  Proclamóse otra cruzada.  En todas las naciones de Europa que estaban sujetas al papa se reunió dinero, se hizo acopio de armamentos y se reclutaron hombres.  Muchedumbres se reunieron bajo el estandarte del papa con la seguridad de que al fin acabarían con los herejes husitas.  Confiando en la victoria, un inmenso número de soldados invadió a Bohemia.  El pueblo se reunió para defenderse.  Los dos ejércitos se aproximaron uno al otro, quedando separados tan sólo por un río que corría entre ellos.  "Los cruzados eran muy superiores en número, pero en vez de arrojarse a cruzar el río [125] y entablar batalla con los husitas a quienes habían venido a atacar desde tan lejos, permanecieron absortos y en silencio mirando a aquellos guerreros."—Wylie, lib. 3, cap. 17.  Repentinamente un terror misterioso se apoderó de ellos.  Sin asestar un solo golpe, esa fuerza irresistible se desbandó y se dispersó como por un poder invisible.  Las tropas husitas persiguieron a los fugitivos y mataron a gran número de ellos, y un rico botín quedó en manos de los vencedores, de modo que, en lugar de empobrecer a los bohemios, la guerra los enriqueció.
Pocos años después, bajo un nuevo papa, se preparó otra cruzada.  Como anteriormente, se volvió a reclutar gente y a allegar medios de entre los países papales de Europa. Se hicieron los más halagüeños ofrecimientos a los que quisiesen tomar parte en esta peligrosa empresa.  Se daba indulgencia plenaria a los cruzados aunque hubiesen cometido los más monstruosos crímenes.  A los que muriesen en la guerra se les aseguraba hermosa recompensa en el cielo, y los que sobreviviesen cosecharían honores y riquezas en el campo de batalla. Así se logró reunir un inmenso ejército que cruzó la frontera y penetró en Bohemia.  Las fuerzas husitas se retiraron ante el enemigo y atrajeron así a los invasores al interior del país, dejándoles creer que ya habían ganado la victoria.  Finalmente, el ejército de Procopio se detuvo y dando frente al enemigo se adelantó al combate.  Los cruzados descubrieron entonces su error y esperaron el ataque en sus reales.  Al oír el ejército que se aproximaba contra ellos y aun antes de que vieran a los husitas, el pánico volvió a apoderarse de los cruzados.  Los príncipes, los generales y los soldados rasos, arrojando sus armas, huyeron en todas direcciones.  En vano el legado papal que guiaba la invasión se esforzó en reunir aquellas fuerzas aterrorizadas y dispersas.  A pesar de su decididísimo empeño, él mismo se vio precisado a huir entre los fugitivos.  La derrota fue completa y otra vez un inmenso botín cayó en manos de los vencedores.
De esta manera por segunda vez un gran ejército [126] despachado por las más poderosas naciones de Europa, una hueste de valientes guerreros, disciplinados y bien pertrechados, huyó sin asestar un solo golpe, ante los defensores de una nación pequeña y débil.  Era una manifestación del poder divino.  Los invasores fueron heridos por un terror sobrenatural.  El que anonadó los ejércitos de Faraón en el Mar Rojo, e hizo huir a los ejércitos de Madián ante Gedeón y los trescientos, y en una noche abatió las fuerzas de los orgullosos asirios, extendió una vez más su mano para destruir el poder del opresor.  "Allí se sobresaltaron de pavor donde no había miedo; porque Dios ha esparcido los huesos del que asentó campo contra ti: los avergonzaste, porque Dios los desechó." (Salmo 53: 5.)
Los caudillos papales desesperaron de conseguir nada por la fuerza y se resolvieron a usar de diplomacia.  Se adoptó una transigencia que, aparentando conceder a los bohemios libertad de conciencia, los entregaba al poder de Roma.  Los bohemios habían especificado cuatro puntos como condición para hacer la paz con Roma, a saber: La predicación libre de la Biblia; el derecho de toda la iglesia a participar de los elementos del pan y vino en la comunión, y el uso de su idioma nativo en el culto divino; la exclusión del clero de los cargos y autoridad seculares; y en casos de crímenes, su sumisión a la jurisdicción de las cortes civiles que tendrían acción sobre clérigos y laicos.  Al fin, las autoridades papales "convinieron en aceptar los cuatro artículos de los husitas, pero estipularon que el derecho de explicarlos, es decir, de determinar su exacto significado, pertenecía al concilio o, en otras palabras, al papa y al emperador."—Wylie, lib. 3, cap. 18.  Sobre estas bases se ajustó el tratado y Roma ganó por medio de disimulos y fraudes lo que no había podido ganar en los campos de batalla; porque, imponiendo su propia interpretación de los artículos de los husitas y de la Biblia, pudo adulterar su significado y acomodarlo a sus propias miras.
En Bohemia, muchos, al ver así defraudada la libertad que ya disfrutaban, no aceptaron el convenio.  Surgieron disensiones [127] y divisiones que provocaron contiendas y derramamiento de sangre entre ellos mismos.  En esta lucha sucumbió el noble Procopio y con él sucumbieron también las libertades de Bohemia.
Por aquel tiempo, Segismundo, el traidor de Hus y de Jerónimo, llegó a ocupar el trono de Bohemia, y a pesar de su juramento de respetar los derechos de los bohemios, procedió a imponerles el papismo.  Pero muy poco sacó con haberse puesto al servicio de Roma.  Por espacio de veinte años su vida no había sido más que un cúmulo de trabajos y peligros.  Sus ejércitos y sus tesoros se habían agotado en larga e infructuosa contienda; y ahora, después de un año de reinado murió dejando el reino en vísperas de la guerra civil y a la posteridad un nombre manchado de infamia.
Continuaron mucho tiempo las contiendas y el derramamiento de sangre.  De nuevo los ejércitos extranjeros invadieron a Bohemia y las luchas intestinas debilitaron y arruinaron a la nación.  Los que permanecieron fieles al Evangelio fueron objeto de encarnizada persecución.
En vista de que, al transigir con Roma, sus antiguos hermanos habían aceptado sus errores, los que se adherían a la vieja fe se organizaron en iglesia distinta, que se llamó de "los Hermanos Unidos."  Esta circunstancia atrajo sobre ellos toda clase de maldiciones; pero su firmeza era inquebrantable.  Obligados a refugiarse en los bosques y las cuevas, siguieron reuniéndose para leer la Palabra de Dios y para celebrar culto.
Valiéndose de mensajeros secretos que mandaron a varios países, llegaron a saber que había, diseminados en varias partes, "algunos sostenedores de la verdad, unos en ésta, otros en aquella ciudad, siendo como ellos, objeto de encarnizada persecución; supieron también que entre las montañas de los Alpes había una iglesia antigua que se basaba en las Sagradas Escrituras, y que protestaba contra la idólatra corrupción de Roma." —Ibid., cap. 19. Recibieron estos datos con gran regocijo e iniciaron relaciones por correspondencia con los cristianos valdenses. [128]
Permaneciendo firmes en el Evangelio, los bohemios, a través de las tinieblas de la persecución y aun en la hora más sombría, volvían la vista hacia el horizonte como quien espera el rayar del alba.  "Les tocó vivir en días malos, pero . . . recordaban las palabras pronunciadas por Hus y repetidas por Jerónimo, de que pasaría un siglo antes de que se viera despuntar la aurora.  Estas palabras eran para los husitas lo que para las tribus esclavas en la tierra de servidumbre aquellas palabras de José: 'Yo me muero, mas Dios ciertamente os visitará, y os hará subir de aquesta tierra.' "—Ibid.  "La última parte del siglo XV vio el crecimiento lento pero seguro de las iglesias de los Hermanos.  Aunque distaban mucho de no ser molestados, gozaron sin embargo de relativa tranquilidad. A principios del siglo XVI se contaban doscientas de sus iglesias en Bohemia y en Moravia."—T. H. Gilett, Life and Times of John Huss, tomo 2, pág. 570.  "Tan numeroso era el residuo, que sobrevivió a la furia destructora del fuego y de la espada y pudo ver la aurora de aquel día que Hus había predicho."—Wylie, lib. 3, cap. 19. [129]

El Lucero de la Reforma


Capítulo 5
ANTES de la Reforma hubo tiempos en que no existieron sino muy pocos ejemplares de la Biblia; pero Dios no había permitido que su Palabra fuese destruída completamente.  Sus verdades no habían de quedar ocultas para siempre.  Le era tan fácil quitar las cadenas a las palabras de vida como abrir las puertas de las cárceles y quitar los cerrojos a las puertas de hierro para poner en libertad a sus siervos.  En los diferentes países de Europa hubo hombres que se sintieron impulsados por el Espíritu de Dios a buscar la verdad como un tesoro escondido, y que, siendo guiados providencialmente hacia las Santas Escrituras, estudiaron las sagradas páginas con el más profundo interés.  Deseaban adquirir la luz a cualquier costo.  Aunque no lo veían todo con claridad, pudieron discernir muchas verdades que hacía tiempo yacían sepultadas.  Iban como mensajeros enviados del cielo, rompiendo las ligaduras del error y la superstición, y exhortando a los que por tanto tiempo habían permanecido esclavos, a que se levantaran y afirmaran su libertad.
Salvo entre los valdenses, la Palabra de Dios había quedado encerrada dentro de los límites de idiomas conocidos tan sólo por la gente instruída; pero llegó el tiempo en que las Sagradas Escrituras iban a ser traducidas y entregadas a gentes de diversas tierras en su propio idioma.  Había ya pasado la obscura medianoche para el mundo; fenecían las horas de tinieblas, y en muchas partes aparecían señales del alba que estaba para rayar.
En el siglo XIV salió en Inglaterra "el lucero de la Reforma," Juan Wiclef, que fue el heraldo de la Reforma no sólo para Inglaterra sino para toda la cristiandad.  La gran protesta [86] que contra Roma le fue dado lanzar, no iba a ser nunca acallada, porque inició la lucha que iba a dar por resultado la emancipación de los individuos, las iglesias y las naciones.
Recibió Wiclef una educación liberal y para él era el amor de Jehová el principio de la sabiduría.  Se distinguió en el colegio por su ferviente piedad, a la vez que por su talento notable y su profunda erudición.  En su sed de saber trató de conocer todos los ramos de la ciencia.  Se educó en la filosofía escolástica, en los cánones de la iglesia y en el derecho civil, especialmente en el de su país.  En sus trabajos posteriores le fue muy provechosa esta temprana enseñanza.  Debido a su completo conocimiento de la filosofía especulativa de su tiempo, pudo exponer los errores de ella, y el estudio de las leyes civiles y eclesiásticas le preparó para tomar parte en la gran lucha por la libertad civil y religiosa.  A la vez que podía manejar las armas que encontraba en la Palabra de Dios, había adquirido la disciplina intelectual de las escuelas, y comprendía la táctica de los hombres de escuela.  El poder de su genio y sus conocimientos extensos y profundos le granjearon el respeto de amigos y enemigos. Sus partidarios veían con orgullo que su campeón sobresalía entre los intelectos más notables de la nación; y sus enemigos se veían imposibilitados para arrojar desdén sobre la causa de la reforma por una exposición de la ignorancia o debilidad de su defensor.
Estando Wiclef todavía en el colegio se dedicó al estudio de las Santas Escrituras.  En aquellos remotos tiempos cuando la Biblia existía sólo en los idiomas primitivos, los eruditos eran los únicos que podían allegarse a la fuente de la verdad, que a las clases incultas les estaba vedada. Ese estudio preparó el camino para el trabajo futuro de Wiclef como reformador.  Algunos hombres ilustrados habían estudiado la Palabra de Dios y en ella habían encontrado revelada la gran verdad de la gracia concedida gratuitamente por Dios.  Y por sus enseñanzas habían difundido esta verdad e inducido a otros a aceptar los oráculos divinos. [87]
Cuando la atención de Wiclef fue dirigida a las Sagradas Escrituras, se consagró a escudriñarlas con el mismo empeño que había desplegado para adueñarse por completo de la instrucción que se impartía en los colegios. Hasta entonces había experimentado una necesidad que ni sus estudios escolares ni las enseñanzas de la iglesia habían podido satisfacer.  Encontró en la Palabra de Dios lo que antes había buscado en vano.  En ella halló revelado el plan de la salvación, y vio a Cristo representado como el único abogado para el hombre.  Se entregó al servicio de Cristo y resolvió proclamar las verdades que había descubierto.
Como los reformadores que se levantaron tras él, Wiclef en el comienzo de su obra no pudo prever hasta dónde ella le conduciría.  No se levantó deliberadamente en oposición contra Roma, pero su devoción a la verdad no podía menos que ponerle en conflicto con la mentira. Conforme iba discerniendo con mayor claridad los errores del papado, presentaba con creciente ardor las enseñanzas de la Biblia.  Veía que Roma había abandonado la Palabra de Dios cambiándola por las tradiciones humanas; acusaba desembozadamente al clero de haber desterrado las Santas Escrituras y exigía que la Biblia fuese restituída al pueblo y que se estableciera de nuevo su autoridad dentro de la iglesia. Era maestro entendido y abnegado y predicador elocuente, cuya vida cotidiana era una demostración de las verdades que predicaba.  Su conocimiento de las Sagradas Escrituras, la fuerza de sus argumentos, la pureza de su vida y su integridad y valor inquebrantables, le atrajeron la estimación y la confianza de todos.  Muchos de entre el pueblo estaban descontentos con su antiguo credo al ver las iniquidades que prevalecían en la iglesia de Roma, y con inmenso regocijo recibieron las verdades expuestas por Wiclef, pero los caudillos papales se llenaron de ira al observar que el reformador estaba adquiriendo una influencia superior a la de ellos.
Wiclef discernía los errores con mucha sagacidad y se [88] oponía valientemente a muchos de los abusos sancionados por la autoridad de Roma.  Mientras desempeñaba el cargo de capellán del rey, se opuso osadamente al pago de los tributos que el papa exigía al monarca inglés, y demostró que la pretensión del pontífice al asumir autoridad sobre los gobiernos seculares era contraria tanto a la razón como a la Biblia.  Las exigencias del papa habían provocado profunda indignación y las enseñanzas de Wiclef ejercieron influencia sobre las inteligencias más eminentes de la nación.  El rey y los nobles se unieron para negar el dominio temporal del papa y rehusar pagar el tributo.  Fue éste un golpe certero asestado a la supremacía papal en Inglaterra.
Otro mal contra el cual el reformador sostuvo largo y reñido combate, fue la institución de las órdenes de los frailes mendicantes.  Pululaban estos frailes en Inglaterra, y comprometían la prosperidad y la grandeza de la nación. Las industrias, la educación y la moral eran afectadas directamente por la influencia agostadora de dichos frailes. La vida de ociosidad de aquellos pordioseros era no sólo una sangría que agotaba los recursos del pueblo, sino que hacía que el trabajo fuera mirado con menosprecio.  La juventud se desmoralizaba y cundía en ella la corrupción.  Debido a la influencia de los frailes, muchos eran inducidos a entrar en el claustro y consagrarse a la vida monástica, y esto no sólo sin contar con el consentimiento de los padres, sino aun sin que éstos lo supieran, o en abierta oposición con su voluntad.  Con el fin de establecer la primacía de la vida conventual sobre las obligaciones y los lazos del amor a los padres, uno de los primeros padres de la iglesia romana había hecho esta declaración:  "Aunque tu padre se postrase en tierra ante tu puerta, llorando y lamentándose, y aunque tu madre te enseñase el seno en que te trajo y los pechos que te amamantaron, deberías hollarlos y seguir tu camino hacia Cristo sin vacilaciones."  Con esta "monstruosa inhumanidad," como la llamó Lutero más tarde, "más propia de lobos o de tiranos que de cristianos y del hombre,' se [89] endurecían los sentimientos de los hijos para con sus padres.—Barnas Sears, The Life of Luther, págs. 70, 69. Así los caudillos papales, como antaño los fariseos, anulaban el mandamiento de Dios mediante sus tradiciones y los hogares eran desolados, viéndose privados los padres de la compañía de sus hijos e hijas.
Aun los mismos estudiantes de las universidades eran engañados por las falsas representaciones de los monjes e inducidos a incorporarse en sus órdenes.  Muchos se arrepentían luego de haber dado este paso, al echar de ver que marchitaban su propia vida y ocasionaban congojas a sus padres; pero, una vez cogidos en la trampa, les era imposible recuperar la libertad.  Muchos padres, temiendo la influencia de los monjes, rehusaban enviar a sus hijos a las universidades, y disminuyó notablemente el número de alumnos que asistían a los grandes centros de enseñanza; así decayeron estos planteles y prevaleció la ignorancia.
El papa había dado a los monjes facultad de oír confesiones y de otorgar absolución, cosa que se convirtió en mal incalculable.  En su afán por incrementar sus ganancias, los frailes estaban tan dispuestos a conceder la absolución al culpable, que toda clase de criminales se acercaba a ellos, y se notó en consecuencia, un gran desarrollo de los vicios más perniciosos.  Dejábase padecer a los enfermos y a los pobres, en tanto que los donativos que pudieran aliviar sus necesidades eran depositados a los pies de los monjes, quienes con amenazas exigían las limosnas del pueblo y denunciaban la impiedad de los que las retenían. No obstante su voto de pobreza, la riqueza de los frailes iba en constante aumento, y sus magníficos edificios y sus mesas suntuosas hacían resaltar más la creciente pobreza de la nación.  Y mientras que ellos dedicaban su tiempo al fausto y los placeres, mandaban en su lugar a hombres ignorantes, que sólo podían relatar cuentos maravillosos, leyendas y chistes, para divertir al pueblo y hacerle cada vez más víctima de los engaños de los monjes.  A pesar de todo esto, los tales [90] seguían ejerciendo dominio sobre las muchedumbres supersticiosas y haciéndoles creer que todos sus deberes religiosos se reducían a reconocer la supremacía del papa, adorar a los santos y hacer donativos a los monjes, y que esto era suficiente para asegurarles un lugar en el cielo.
Hombres instruídos y piadosos se habían esforzado en vano por realizar una reforma en estas órdenes monásticas; pero Wiclef, que tenía más perspicacidad, asestó sus golpes a la raíz del mal, declarando que de por sí el sistema era malo y que debería ser suprimido.  Se suscitaron discusiones e investigaciones.  Mientras los monjes atravesaban el país vendiendo indulgencias del papa, muchos había que dudaban de la posibilidad de que el perdón se pudiera comprar con dinero, y se preguntaban si no sería más razonable buscar el perdón de Dios antes que el del pontífice de Roma.  (Véase el Apéndice.) No pocos se alarmaban al ver la rapacidad de los frailes cuya codicia parecía insaciable.  "Los monjes y sacerdotes de Roma," decían ellos, "nos roen como el cáncer.  Dios tiene que librarnos o el pueblo perecerá." —D'Aubigné, lib. 17, cap. 7.  Para disimular su avaricia estos monjes mendicantes aseveraban seguir el ejemplo del Salvador, y declaraban que Jesús y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad de la gente.  Este aserto perjudicó su causa, porque indujo a muchos a investigar la verdad en la Biblia, que era lo que menos deseaba Roma, pues los intelectos humanos eran así dirigidos a la fuente de la verdad que ella trataba de ocultarles.
Wiclef empezó a publicar folletos contra los frailes, no tanto para provocarlos a discutir con él como para llamar la atención de la gente hacia las enseñanzas de la Biblia y hacia su Autor.  Declaró que el poder de perdonar o de excomulgar no le había sido otorgado al papa en grado mayor que a los simples sacerdotes, y que nadie podía ser verdaderamente excomulgado mientras no hubiese primero atraído sobre sí la condenación de Dios.  Y en verdad que Wiclef no hubiera podido acertar con un medio mejor de derrocar el formidable dominio espiritual [91] y temporal que el papa levantara y bajo el cual millones de hombres gemían cautivos en cuerpo y alma.
Wiclef fue nuevamente llamado a defender los derechos de la corona de Inglaterra contra las usurpaciones de Roma, y habiendo sido nombrado embajador del rey, pasó dos años en los Países Bajos conferenciando con los comisionados del papa.  Allí estuvo en contacto con eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de ver lo que había entre bastidores y de conocer muchas cosas que en Inglaterra no hubiera descubierto.  Se enteró de muchas cosas que le sirvieron de argumento en sus trabajos posteriores.  En aquellos representantes de la corte del papa leyó el verdadero carácter y las aspiraciones de la jerarquía.  Volvió a Inglaterra para reiterar sus anteriores enseñanzas con más valor y celo que nunca, declarando que la codicia, el orgullo y la impostura eran los dioses de Roma.
Hablando del papa y de sus recaudadores, decía en uno de sus folletos: "Ellos sacan de nuestra tierra el sustento de los pobres y miles de marcos al año del dinero del rey a cambio de sacramentos y artículos espirituales, lo cual es maldita herejía simoníaca, y hacen que toda la cristiandad mantenga y afirme esta herejía.  Y a la verdad, si en nuestro reino hubiera un cerro enorme de oro y no lo tocara jamás hombre alguno, sino solamente este recaudador sacerdotal, orgulloso y mundano, en el curso del tiempo el cerro llegaría a gastarse todo entero, porque él se lleva cuanto dinero halla en nuestra tierra y no nos devuelve más que la maldición que Dios pronuncia sobre su simonía."—J. Lewis, History of the Life and Sufferings of  J. Wiclif, pág. 37.
Poco después de su regreso a Inglaterra, Wiclef recibió del rey el nombramiento de rector de Lutterworth.  Esto le convenció de que el monarca, cuando menos, no estaba descontento con la franqueza con que había hablado.  Su influencia se dejó sentir en las resoluciones de la corte tanto como en las opiniones religiosas de la nación. [92]
Pronto fueron lanzados contra Wiclef los rayos y las centellas papales.  Tres bulas fueron enviadas a Inglaterra: a la universidad, al rey y a los prelados, ordenando todas que se tomaran inmediatamente medidas decisivas para obligar a guardar silencio al maestro de herejía. (A. Neander, History of the Christian Religion and Church, período 6, sec. 2, parte I, párr. 8. Véase también el Apéndice.)  Sin embargo, antes de que se recibieran las bulas, los obispos, inspirados por su celo, habían citado a Wiclef a que compareciera ante ellos para ser juzgado; pero dos de los más poderosos príncipes del reino le acompañaron al tribunal, y el gentío que rodeaba el edificio y que se agolpó dentro de él dejó a los jueces tan cohibidos, que se suspendió el proceso y se le permitió a Wiclef que se retirara en paz.  Poco después Eduardo III, a quien ya entrado en años procuraban indisponer los prelados contra el reformador, murió, y el antiguo protector de Wiclef llegó a ser regente del reino.  Pero la llegada de las bulas pontificales impuso a toda Inglaterra la orden perentoria de arrestar y encarcelar al hereje.  Esto equivalía a una condenación a la hoguera.  Ya parecía pues Wiclef destinado a ser pronto víctima de las venganzas de Roma.  Pero Aquel que había dicho a un ilustre patriarca: "No temas, . . . yo soy tu escudo" (Génesis 15: 1), volvió a extender su mano para proteger a su siervo, así que el que murió, no fue el reformador, sino Gregorio XI, el pontífice que había decretado su muerte, y los eclesiásticos que se habían reunido para el juicio de Wiclef se dispersaron.
La providencia de Dios dirigió los acontecimientos de tal manera que ayudaron al desarrollo de la Reforma.  Muerto Gregorio, eligiéronse dos papas rivales.  Dos poderes en conflicto, cada cual pretendiéndose infalible, reclamaban la obediencia de los creyentes. (Véase el Apéndice.)  Cada uno pedía el auxilio de los fieles para hacerle la guerra al otro, su rival, y reforzaba sus exigencias con terribles anatemas contra los adversarios y con promesas celestiales para sus partidarios. [93]
Esto debilitó notablemente el poder papal.  Harto tenían que hacer ambos partidos rivales para pelear uno con otro, de modo que Wiclef pudo descansar por algún tiempo. Anatemas y recriminaciones volaban de un papa al otro, y ríos de sangre corrían en la contienda de tan encontrados intereses.  La iglesia rebosaba de crímenes y escándalos. Entre tanto el reformador vivía tranquilo retirado en su parroquia de Lutterworth, trabajando diligentemente por hacer que los hombres apartaran la atención de los papas en guerra uno con otro, y que la fijaran en Jesús, el Príncipe de Paz.
El cisma, con la contienda y corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, pues ayudó al pueblo a conocer el papado tal cual era.  En un folleto que publicó Wiclef sobre "El cisma de los papas," exhortó al pueblo a considerar si ambos sacerdotes no decían la verdad al condenarse uno a otro como anticristos.  "Dios —decía él— no quiso que el enemigo siguiera reinando tan sólo en uno de esos sacerdotes, sino que . . . puso enemistad entre ambos, para que los hombres, en el nombre de Cristo, puedan vencer a ambos con mayor facilidad." —R. Vaughan, Life and Opinions of John de Wycliffe, tomo 2, pág. 6.  Como su Maestro, predicaba Wiclef el Evangelio a los pobres.  No dándose por satisfecho con hacer que la luz brillara únicamente en aquellos humildes hogares de su propia parroquia de Lutterworth, quiso difundirla por todos los ámbitos de Inglaterra.  Para esto organizó un cuerpo de predicadores, todos ellos hombres sencillos y piadosos, que amaban la verdad y no ambicionaban otra cosa que extenderla por todas partes.  Para darla a conocer enseñaban en los mercados, en las calles de las grandes ciudades y en los sitios apartados; visitaban a los ancianos, a los pobres y a los enfermos impartiéndoles las buenas nuevas de la gracia de Dios.  Siendo profesor de teología en Oxford, predicaba Wiclef la Palabra de Dios en las aulas de la universidad.  Presentó la verdad a los estudiantes con tanta fidelidad, que mereció el título de "Doctor evangélico."  Pero la obra más grande de su [94] vida había de ser la traducción de la Biblia en el idioma inglés.  En una obra sobre "La verdad y el significado de las Escrituras" dio a conocer su intención de traducir la Biblia para que todo hombre en Inglaterra pudiera leer en su propia lengua y conocer por sí mismo las obras maravillosas de Dios.
Pero de pronto tuvo que suspender su trabajo.  Aunque no tenía aún sesenta años de edad, sus ocupaciones continuas, el estudio, y los ataques de sus enemigos, le habían debilitado y envejecido prematuramente.  Le sobrevino una peligrosa enfermedad cuyas nuevas, al llegar a oídos de los frailes, los llenaron de alegría. Pensaron que en tal trance lamentaría Wiclef amargamente el mal que había causado a la iglesia.  En consecuencia se apresuraron a ir a su vivienda para oír su confesión.  Dándole ya por agonizante se reunieron en derredor de él los representantes de las cuatro órdenes religiosas, acompañados por cuatro dignatarios civiles, y le dijeron: "Tienes el sello de la muerte en tus labios, conmuévete por la memoria de tus faltas y retráctate delante de nosotros de todo cuanto has dicho para perjudicarnos."  El reformador escuchó en silencio; luego ordenó a su criado que le ayudara a incorporarse en su cama, y mirándolos con fijeza mientras permanecían puestos en pie esperando oír su retractación, les habló con aquella voz firme y robusta que tantas veces les había hecho temblar, y les dijo: "No voy a morir, sino que viviré para volver a denunciar las maquinaciones de los frailes." — D'Aubigné, lib. 17, cap. 7.  Sorprendidos y corridos los monjes se apresuraron a salir del aposento.
Las palabras de Wiclef se cumplieron.  Vivió lo bastante para poder dejar en manos de sus connacionales el arma más poderosa contra Roma: la Biblia, el agente enviado del cielo para libertar, alumbrar y evangelizar al pueblo. Muchos y grandes fueron los obstáculos que tuvo que vencer para llevar a cabo esta obra.  Se veía cargado de achaques; sabía que sólo le quedaban unos pocos años que dedicar a sus trabajos, y se daba cuenta de la oposición que debía arrostrar, pero animado [95] por las promesas de la Palabra de Dios, siguió adelante sin que nada le intimidara.  Estaba en pleno goce de sus fuerzas intelectuales y enriquecido por mucha experiencia, la providencia especial de Dios le había conservado y preparado para esta la mayor de sus obras; de modo que mientras toda la cristiandad se hallaba envuelta en tumultos el reformador, en su rectoría de Lutterworth, sin hacer caso de la tempestad que rugía en derredor, se dedicaba a la tarea que había escogido.
Por fin dio cima a la obra: acabó la primera traducción de la Biblia que se hiciera en inglés.  El Libro de Dios quedaba abierto para Inglaterra.  El reformador ya no temía la prisión ni la hoguera.  Había puesto en manos del pueblo inglés una luz que jamás se extinguiría.  Al darles la Biblia a sus compatriotas había hecho más para romper las cadenas de la ignorancia y del vicio, y para libertar y engrandecer a su nación, que todo lo que jamás se consiguiera con las victorias más brillantes en los campos de batalla.
Como todavía la imprenta no era conocida, los ejemplares de la Biblia no se multiplicaban sino mediante un trabajo lento y enojoso.  Tan grande era el empeño de poseer el libro, que muchos se dedicaron voluntariamente a copiarlo; sin embargo, les costaba mucho a los copistas satisfacer los pedidos.  Algunos de los compradores más ricos deseaban la Biblia entera.  Otros compraban solamente una porción.  En muchos casos se unían varias familias para comprar un ejemplar.  De este modo la Biblia de Wiclef no tardó en abrirse paso en los hogares del pueblo.
Como el sagrado libro apelaba a la razón, logró despertar a los hombres de su pasiva sumisión a los dogmas papales.  En lugar de éstos, Wiclef enseñaba las doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por medio de la fe en Cristo y la infalibilidad única de las Sagradas Escrituras.  Los predicadores que él enviaba ponían en circulación la Biblia junto con los escritos del reformador, y con tan buen éxito, que la nueva fe fue aceptada por casi la mitad del pueblo inglés. [96]
La aparición de las Santas Escrituras llenó de profundo desaliento a las autoridades de la iglesia.  Estas tenían que hacer frente ahora a un agente más poderoso que Wiclef: una fuerza contra la cual todas sus armas servirían de poco.  No había ley en aquel tiempo que prohibiese en Inglaterra la lectura de la Biblia, porque jamás se había hecho una versión en el idioma del pueblo.  Tales leyes se dictaron poco después y fueron puestas en vigor del modo más riguroso; pero, entretanto, y a pesar de los esfuerzos del clero, hubo oportunidad para que la Palabra de Dios circulara por algún tiempo.
Nuevamente los caudillos papales quisieron imponer silencio al reformador.  Le citaron ante tres tribunales sucesivos, para juzgarlo, pero sin resultado alguno. Primero un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos, y logrando atraer a sus miras al joven rey Ricardo II, obtuvo un decreto real que condenaba a prisión a todos los que sostuviesen las doctrinas condenadas.
Wiclef apeló de esa sentencia del sínodo al parlamento; sin temor alguno demandó al clero ante el concilio nacional y exigió que se reformaran los enormes abusos sancionados por la iglesia.  Con notable don de persuasión describió las usurpaciones y las corrupciones de la sede papal, y sus enemigos quedaron confundidos. Los amigos y partidarios de Wiclef se habían visto obligados a ceder, y se esperaba confiadamente que el mismo reformador al llegar a la vejez y verse solo y sin amigos, se inclinaría ante la autoridad combinada de la corona y de la mitra.  Mas en vez de esto, los papistas se vieron derrotados.  Entusiasmado por las elocuentes interpelaciones de Wiclef, el parlamento revocó el edicto de persecución y el reformador se vio nuevamente libre.
Por tercera vez le citaron para formarle juicio, y esta vez ante el más alto tribunal eclesiástico del reino.  En esta corte suprema no podía haber favoritismo para la herejía; en ella debía asegurarse el triunfo para Roma y ponerse fin a la obra del reformador.  Así pensaban los papistas.  Si lograban su [97] intento, Wiclef se vería obligado a abjurar sus doctrinas o de lo contrario sólo saldría del tribunal para ser quemado.
Empero Wiclef no se retractó, ni quiso disimular nada. Sostuvo intrépido sus enseñanzas y rechazó los cargos de sus perseguidores.  Olvidándose de sí mismo, de su posición y de la ocasión, emplazó a sus oyentes ante el tribunal divino y pesó los sofismas y las imposturas de sus enemigos en la balanza de la verdad eterna.  El poder del Espíritu Santo se dejó sentir en la sala del concilio.  Los circunstantes notaron la influencia de Dios y parecía que no tuvieran fuerzas suficientes para abandonar el lugar. Las palabras del reformador eran como flechas de la aljaba de Dios, que penetraban y herían sus corazones.  El cargo de herejía que pesaba sobre él, Wiclef lo lanzó contra ellos con poder irresistible.  Los interpeló por el atrevimiento con que extendían sus errores y los denunció como traficantes que por amor al lucro comerciaban con la gracia de Dios.
"¿Contra quién pensáis que estáis contendiendo? —dijo al concluir.— ¿Con un anciano que está ya al borde del sepulcro? —¡No! ¡contra la Verdad, la Verdad que es más fuerte que vosotros y que os vencerá!" (Wylie, lib. 2, cap. 13.) Y diciendo esto se retiró de la asamblea sin que ninguno de los adversarios intentara detenerlo.
La obra de Wiclef quedaba casi concluida.  El estandarte de la verdad que él había sostenido por tanto tiempo iba pronto a caer de sus manos; pero era necesario que diese un testimonio mas en favor del Evangelio.  La verdad debía ser proclamada desde la misma fortaleza del imperio del error.  Fue emplazado Wiclef a presentarse ante el tribunal papal de Roma, que había derramado tantas veces la sangre de los santos.  Por cierto que no dejaba de darse cuenta del gran peligro que le amenazaba, y sin embargo, hubiera asistido a la cita si no se lo hubiese impedido un ataque de parálisis que le dejó imposibilitado para hacer el viaje.  Pero si su voz no se iba a oír en Roma, podía hablar por carta, y resolvió hacerlo.  Desde su rectoría el [98] reformador escribió al papa una epístola que, si bien fue redactada en estilo respetuoso y espíritu cristiano, era una aguda censura contra la pompa y el orgullo de la sede papal.
"En verdad me regocijo —decía— en hacer notoria y afirmar delante de todos los hombres la fe que poseo, y  especialmente ante el obispo de Roma, quien, como supongo que ha de ser persona honrada y de buena fe, no se negará a confirmar gustoso esta mi fe, o la corregirá si acaso la encuentra errada.
"En primer término, supongo que el Evangelio de Cristo es toda la substancia de la ley de Dios. . . . Declaro y sostengo que por ser el obispo de Roma el vicario de Cristo aquí en la tierra, está sujeto más que nadie a la ley del Evangelio.  Porque entre los discípulos de Cristo la grandeza no consistía en dignidades o valer mundanos, sino en seguir de cerca a Cristo e imitar fielmente su vida y sus costumbres. . . . Durante el tiempo de su peregrinación en la tierra Cristo fue un hombre muy pobre, que despreciaba y desechaba todo poder y todo honor terreno. . . .
"Ningún hombre de buena fe debiera seguir al papa ni a santo alguno, sino en aquello en que ellos siguen el ejemplo del Señor Jesucristo, pues San Pedro y los hijos de Zebedeo, al desear honores del mundo, lo cual no es seguir las pisadas de Cristo, pecaron y, por tanto, no deben ser imitados en sus errores. . . .
"El papa debería dejar al poder secular todo dominio y gobierno temporal y con tal fin exhortar y persuadir eficazmente a todo el clero a hacer otro tanto, pues así lo hizo Cristo y especialmente sus apóstoles.  Por consiguiente, si me he equivocado en cualquiera de estos puntos, estoy dispuesto a someterme a la corrección y aun a morir, si es necesario.  Si pudiera yo obrar conforme a mi voluntad y deseo, siendo dueño de mí mismo, de seguro que me presentaría ante el obispo de Roma; pero el Señor se ha dignado visitarme para que se haga lo contrario y me ha enseñado a obedecer a Dios antes que a los hombres." [99]
Al concluir decía: "Oremos a Dios para que mueva de tal modo el corazón de nuestro papa Urbano VI, que él y su clero sigan al Señor Jesucristo en su vida y costumbres, y así se lo enseñen al pueblo, a fin de que, siendo ellos el dechado, todos los fieles los imiten con toda fidelidad." —Juan Foxe, Acts and Monuments, tomo 3, págs. 49, 50.
Así enseñó Wiclef al papa y a sus cardenales la mansedumbre y humildad de Cristo, haciéndoles ver no sólo a ellos sino a toda la cristiandad el contraste que había entre ellos y el Maestro de quien profesaban ser representantes.
Wiclef estaba convencido de que su fidelidad iba a costarle la vida.  El rey, el papa y los obispos estaban unidos para lograr su ruina, y parecía seguro que en pocos meses a más tardar le llevarían a la hoguera.  Pero su valor no disminuyó. "¿Por qué habláis de buscar lejos la corona del martirio? —decía él.— Predicad el Evangelio de Cristo a arrogantes prelados, y el martirio no se hará esperar. ¡Qué! ¿Viviría yo para quedarme callado?. . . ¡Nunca! ¡Que venga el golpe! Esperándolo estoy." —D'Aubigné, lib. 17, cap. 8.
No obstante, la providencia de Dios velaba aún por su siervo, y el hombre que durante toda su vida había  defendido con arrojo la causa de la verdad, exponiéndose diariamente al peligro, no había de caer víctima del odio de sus enemigos.  Wiclef nunca miró por sí mismo, pero el Señor había sido su protector y ahora que sus enemigos se creían seguros de su presa, Dios le puso fuera del alcance de ellos.  En su iglesia de Lutterworth, en el momento en que iba a dar la comunión, cayó herido de parálisis y murió al poco tiempo.
Dios le había señalado a Wiclef su obra.  Puso en su boca la palabra de verdad y colocó una custodia en derredor suyo para que esa palabra llegase a oídos del pueblo.  Su vida fue protegida y su obra continuó hasta que hubo echado los cimientos para la grandiosa obra de la Reforma.
Wiclef surgió de entre las tinieblas de los tiempos de ignorancia y superstición.  Nadie había trabajado antes de él en [100] una obra que dejara un molde al que Wiclef pudiera atenerse.  Suscitado como Juan el Bautista para cumplir una misión especial, fue el heraldo de una nueva era.  Con todo, en el sistema de verdad que presentó hubo tal unidad y perfección que no pudieron superarlo los reformadores que le siguieron, y algunos de ellos no lo igualaron siquiera, ni aun cien años más tarde.  Echó cimientos tan hondos y amplios, y dejó una estructura tan exacta y firme que no necesitaron hacer modificaciones los que le sucedieron en la causa.
El gran movimiento inaugurado por Wiclef, que iba a libertar las conciencias y los espíritus y emancipar las naciones que habían estado por tanto tiempo atadas al carro triunfal de Roma, tenía su origen en la Biblia.  Era ella el manantial de donde brotó el raudal de bendiciones que como el agua de la vida ha venido fluyendo a través de las generaciones desde el siglo XIV.  Con fe absoluta, Wiclef aceptaba las Santas Escrituras como la revelación inspirada de la voluntad de Dios, como regla suficiente de fe y conducta.  Se le había enseñado a considerar la iglesia de Roma como la autoridad divina e infalible y a aceptar con reverencia implícita las enseñanzas y costumbres establecidas desde hacía mil años; pero de todo esto se apartó para dar oídos a la santa Palabra de Dios.  Esta era la autoridad que él exigía que el pueblo reconociese.  En vez de la iglesia que hablaba por medio del papa, declaraba él que la única autoridad verdadera era la voz de Dios escrita en su Palabra; y enseñó que la Biblia es no sólo una revelación perfecta de la voluntad de Dios, sino que el Espíritu Santo es su único intérprete, y que por el estudio de sus enseñanzas cada uno debe conocer por sí mismo sus deberes.  Así logró que se fijaran los hombres en la Palabra de Dios y dejaran a un lado al papa y a la iglesia de Roma.
Wiclef fue uno de los mayores reformadores.  Por la amplitud de su inteligencia, la claridad de su pensamiento, su firmeza para sostener la verdad y su intrepidez para defenderla, fueron pocos los que le igualaron entre los que se levantaron [101] tras él.  Caracterizaban al primero de los reformadores su pureza de vida, su actividad incansable en el estudio y el trabajo, su integridad intachable, su fidelidad en el ministerio y sus nobles sentimientos, que eran los mismos que se notaron en Cristo Jesús.  Y esto, no obstante la obscuridad intelectual y la corrupción moral de la época en que vivió.
El carácter de Wiclef es una prueba del poder educador y transformador de las Santas Escrituras.  A la Biblia debió él todo lo que fue.  El esfuerzo hecho para comprender las grandes verdades de la revelación imparte vigor a todas las facultades y las fortalece; ensancha el entendimiento, aguza las percepciones y madura el juicio.  El estudio de la Biblia ennoblecerá como ningún otro estudio el pensamiento, los sentimientos y las aspiraciones.  Da constancia en los propósitos, paciencia, valor y perseverancia; refina el carácter y santifica el alma.  Un estudio serio y reverente de las Santas Escrituras, al poner la mente de quienes se dedicaran a él en contacto directo con la mente del Todopoderoso, daría al mundo hombres de intelecto mayor y más activo, como también de principios más nobles que los que pueden resultar de la más hábil enseñanza de la filosofía humana.  "La entrada de tus palabras —dice el salmista— alumbra; a los simples les da inteligencia." (Salmo 119: 130, V.M.)
Las doctrinas que enseñó Wiclef siguieron cundiendo por algún tiempo; sus partidarios, conocidos por wiclefistas y lolardos, no sólo recorrían Inglaterra sino que se esparcieron por otras partes, llevando a otros países el conocimiento del Evangelio.  Cuando su jefe falleció, los predicadores trabajaron con más celo aun que antes, y las multitudes acudían a escuchar sus enseñanzas.  Algunos miembros de la nobleza y la misma esposa del rey contábanse en el número de los convertidos, y en muchos lugares se notaba en las costumbres del pueblo un cambio notable y se sacaron de las iglesias los símbolos idólatras del romanismo.  Pero pronto la tempestad de la despiadada persecución se desató sobre aquellos que se atrevían a [102] aceptar la Biblia como guía.  Los monarcas ingleses, ansiosos de confirmar su poder con el apoyo de Roma, no vacilaron en sacrificar a los reformadores.  Por primera vez en la historia de Inglaterra fue decretado el uso de la hoguera para castigar a los propagadores del Evangelio.  Los martirios seguían a los martirios.  Los que abogaban por la verdad eran desterrados o atormentados y sólo podían clamar al oído del Dios de Sabaoth.  Se les perseguía como a enemigos de la iglesia y traidores del reino, pero ellos seguían predicando en lugares secretos, buscando refugio lo mejor que podían en las humildes casas de los pobres y escondiéndose muchas veces en cuevas y antros de la tierra.
A pesar de la ira de los perseguidores, continuó serena, firme y paciente por muchos siglos la protesta que los siervos de Dios sostuvieron contra la perversión predominante de las enseñanzas religiosas.  Los cristianos de aquellos tiempos primitivos no tenían más que un conocimiento parcial de la verdad, pero habían aprendido a amar la Palabra de Dios y a obedecerla, y por ella sufrían con paciencia.  Como los discípulos en los tiempos apostólicos, muchos sacrificaban sus propiedades terrenales por la causa de Cristo.  Aquellos a quienes se permitía habitar en sus hogares, daban asilo con gusto a sus hermanos perseguidos, y cuando a ellos también se les expulsaba de sus casas, aceptaban alegremente la suerte de los desterrados.  Cierto es que miles de ellos, aterrorizados por la furia de los perseguidores, compraron su libertad haciendo el sacrificio de su fe, y salieron de las cárceles llevando el hábito de los arrepentidos para hacer pública retractación; pero no fue escaso el número —contándose entre ellos nobles y ricos, así como pobres y humildes— de los que sin miedo alguno daban testimonio de la verdad en los calabozos, en las "torres lolardas," gozosos en medio de los tormentos y las llamas, de ser tenidos por dignos de participar de "la comunión de sus padecimientos."
Los papistas fracasaron en su intento de perjudicar a Wiclef [103] durante su vida, y su odio no podía aplacarse mientras que los restos del reformador siguieran descansando en la paz del sepulcro.  Por un decreto del concilio de Constanza, más de cuarenta años después de la muerte de Wiclef sus huesos fueron exhumados y quemados públicamente, y las cenizas arrojadas a un arroyo cercano. "Ese arroyo —dice un antiguo escritor— llevó las cenizas al río Avón, el Avón al Severna, el Severna a los mares y éstos al océano; y; así es como las cenizas de Wiclef son emblema de sus doctrinas, las cuales se hallan esparcidas hoy día por el mundo entero." —T. Fuller, Church History of Britain, lib. 4, sec. 2, párr. 54.  ¡Cuán poco alcanzaron a comprender sus enemigos el significado de su acto perverso!
Por medio de los escritos de Wiclef, Juan Hus, de Bohemia, fue inducido a renunciar a muchos de los errores de Roma y a asociarse a la obra de reforma.  Y de este modo, en aquellos dos países, tan distantes uno de otro, fue sembrada la semilla de la verdad.  De Bohemia se extendió la obra hasta otros países; la mente de los hombres fue encauzada hacia la Palabra de Dios que por tan largo tiempo había sido relegada al olvido.  La mano divina estaba así preparando el camino a la gran Reforma. [104]