Capítulo 6
LA SEMILLA del Evangelio había sido sembrada
en Bohemia desde el siglo noveno; la Biblia había sido traducida, y el culto público celebrábase en
el idioma del pueblo; pero conforme iba aumentando el poder papal, obscurecíase
también la Palabra de Dios. Gregorio VII, que se había propuesto humillar el
orgullo de los reyes, no estaba menos resuelto a esclavizar al pueblo, y con
tal fin expidió una bula para prohibir que se celebrasen cultos públicos en
lengua bohemia. El papa declaró que
"Dios se complacía en que se le rindiese culto en lengua desconocida y que
el haber desatendido esta disposición había sido causa de muchos males y
herejías." (Wylie,
lib. 3, cap. I.)
Así decretó Roma que la luz de la Palabra de Dios fuera extinguida y que
el pueblo quedara encerrado en las tinieblas; pero el Cielo había provisto
otros agentes para la preservación de la iglesia. Muchos valdenses y albigenses, expulsados de
sus hogares por la persecución, salieron de Francia e Italia y fueron a
establecerse en Bohemia. Aunque no se
atrevían a enseñar abiertamente, trabajaron celosamente en secreto, y así se
mantuvo la fe de siglo en siglo.
Antes de los tiempos de Hus hubo en Bohemia
hombres que se levantaron para condenar abiertamente la corrupción de la iglesia y el libertinaje de
las masas. Sus trabajos despertaron
interés general y también los temores del clero, el cual inició una encarnizada
persecución contra aquellos discípulos del Evangelio. Obligados a celebrar el culto en los bosques
y en las montañas, los soldados los cazaban y mataron a muchos de ellos.
Transcurrido cierto tiempo, se decretó que todos los que abandonasen el
romanismo morirían en la hoguera. Pero
aun mientras que los cristianos sacrificaban sus vidas, [105] esperaban el triunfo de su causa. Uno de los que "enseñaban que la
salvación se alcanzaba sólo por la fe en el Salvador crucificado,"
pronunció al morir estas palabras: "El furor de los enemigos de la verdad
prevalece ahora contra nosotros, pero no será siempre así, pues de entre el
pueblo ha de levantarse uno, sin espada ni signo de autoridad, contra el cual
ellos nada podrán hacer."— Ibid., lib. 3, cap. I. Lejos estaba aún el tiempo de Lutero; pero ya
empezaba a darse a conocer un hombre cuyo testimonio contra Roma conmovería a
las naciones.
Juan Hus era de humilde cuna y había perdido a
su padre en temprana edad. Su piadosa
madre, considerando la educación y el temor de Dios como la más valiosa
hacienda, procuró asegurársela a su hijo.
Hus estudió en la escuela de la provincia y pasó después a la
universidad de Praga donde fue admitido por caridad. En su viaje a la ciudad de Praga fue
acompañado por su madre, que, siendo viuda y pobre, no pudo dotar a su hijo con
bienes materiales, pero cuando llegaron a las inmediaciones de la gran ciudad
se arrodilló al lado de su hijo y pidió para él la bendición de su Padre
celestial. Muy poco se figuraba aquella
madre de qué modo iba a ser atendida su plegaria.
En la universidad se distinguió Hus por su
aplicación, su constancia en el estudio y sus rápidos progresos, al par que su
conducta intachable y sus afables y simpáticos modales le granjearon general
estimación. Era un sincero creyente de
la iglesia romana y deseaba ardientemente recibir las bendiciones espirituales
que aquélla profesa conceder. Con motivo
de un jubileo, fue él a confesarse, dio a la iglesia las pocas monedas que
llevaba y se unió a las procesiones para poder participar de la absolución
prometida. Terminado su curso de
estudios, ingresó en el sacerdocio, y como lograra en poco tiempo darse a
conocer, no tardó en ser elegido para prestar sus servicios en la corte del
rey. Fue también nombrado catedrático y
posteriormente rector de la universidad donde recibiera su educación. En pocos años el humilde estudiante que fuera
[106] admitido por caridad en las aulas
llegó a ser el orgullo de su país y a adquirir fama en toda Europa.
Mas otro fue el campo en donde Hus principió a
trabajar en busca de reformas. Algunos
años después de haber recibido las órdenes sacerdotales, fue elegido predicador
de la capilla llamada de Belén. El
fundador de ésta había abogado, por considerarlo asunto de gran importancia, en
favor de la predicación de las Santas Escrituras en el idioma del pueblo. No obstante la oposición de Roma, esta
práctica no había desaparecido del todo de Bohemia. Sin embargo, era mucha la
ignorancia respecto a la Biblia, y los peores vicios reinaban en todas las
clases de la sociedad. Hus denunció sin
reparo estos males apelando a la Palabra de Dios para reforzar los principios
de verdad y de pureza que procuraba inculcar.
Un vecino de Praga, Jerónimo, que con
ulterioridad iba a colaborar tan estrechamente con Hus, trajo consigo, al
regresar de Inglaterra, los escritos de Wiclef.
La reina de Inglaterra, que se había convertido a las enseñanzas de
éste, era una princesa bohemia, y por medio de su influencia las obras del
reformador obtuvieron gran circulación en su tierra natal. Hus leyó estas obras con interés; tuvo a su
autor por cristiano sincero y se sintió movido a mirar con simpatía las
reformas que él proponía. Aunque sin darse cuenta, Hus había entrado ya en un
sendero que había de alejarle de Roma.
Por aquel entonces llegaron a Praga dos
extranjeros procedentes de Inglaterra, hombres instruídos que habían recibido
la luz del Evangelio y venían a esparcirla en aquellas apartadas regiones. Comenzaron por atacar públicamente la
supremacía del papa, pero pronto las autoridades les obligaron a guardar
silencio; no obstante, como no quisieran abandonar su propósito, recurrieron a
otros medios para realizarlo. Eran
artistas a la vez que predicadores y pusieron en juego sus habilidades. En una plaza pública dibujaron dos cuadros
que representaban, uno la entrada de Cristo en Jerusalén, "manso y sentado
sobre un asno" (S. Mateo 21: 5, V.M.), y seguido por sus [107] discípulos vestidos con túnicas ajadas por
las asperezas del camino y descalzos; el otro representaba una procesión
pontifical, en la cual se veía al papa adornado con sus ricas vestiduras y con
su triple corona, montado en un caballo magníficamente enjaezado, precedido por
clarines y seguido por cardenales y prelados que ostentaban deslumbrantes
galas.
Encerraban estos cuadros todo un sermón que
cautivaba la atención de todas las clases sociales. Las multitudes acudían a mirarlos. Ninguno dejaba de sacar la moraleja y muchos quedaban
hondamente impresionados por el contraste que resultaba entre la mansedumbre de
Cristo, el Maestro, y el orgullo y la arrogancia del papa que profesaba
servirle. Praga se conmovió mucho y,
después de algún tiempo, los extranjeros tuvieron que marcharse para ponerse en
salvo. Pero la lección que habían dado
no dejó de ser aprovechada. Los cuadros
hicieron impresión en Hus y le indujeron a estudiar con más empeño la Biblia y
los escritos de Wiclef. Aunque todavía
no estaba convenientemente preparado para aceptar todas las reformas
recomendadas por Wiclef, alcanzó a darse mejor cuenta del verdadero carácter
del papado y con mayor celo denunció el orgullo, la ambición y la corrupción
del clero.
De Bohemia extendióse la luz hasta
Alemania. Algunos disturbios en la
universidad de Praga dieron por resultado la separación de centenares de
estudiantes alemanes, muchos de los cuales habían recibido de Hus su primer
conocimiento de la Biblia, y a su regreso esparcieron el Evangelio en la tierra
de sus padres.
Las noticias de la obra hecha en Praga
llegaron a Roma y pronto fue citado Hus a comparecer ante el papa. Obedecer
habría sido exponerse a una muerte segura.
El rey y la reina de Bohemia, la universidad, miembros de la nobleza y
altos dignatarios dirigieron una solicitud general al pontífice para que le
fuera permitido a Hus permanecer en Praga y contestar a Roma por medio de una
diputación. En lugar de acceder a la
súplica, el papa procedió a juzgar y condenar a Hus, y, [108] por añadidura, declaró a la ciudad de Praga
en entredicho.
En aquellos tiempos, siempre que se
pronunciaba tal sentencia, la alarma era general. Las ceremonias que la acompañaban estaban
bien calculadas para producir terror entre el pueblo, que veía en el papa el
representante de Dios mismo, y el que tenía las llaves del cielo y del infierno
y el poder para invocar juicios temporales lo mismo que espirituales. Creían que las puertas del cielo se cerraban
contra los lugares condenados por el entredicho y que entretanto que el papa no
se dignaba levantar la excomunión, los difuntos no podían entrar en la mansión
de los bienaventurados. En señal de tan terrible calamidad se suspendían todos
los servicios religiosos, las iglesias eran clausuradas, las ceremonias del
matrimonio se verificaban en los cementerios; a los muertos se les negaba sepultura
en los camposantos, y se los enterraba sin ceremonia alguna en las zanjas o en
el campo. Así pues, valiéndose de medios
que influían en la imaginación, procuraba Roma dominar la conciencia de los
hombres.
La ciudad de Praga se amotinó. Muchos opinaron que Hus tenía la culpa de
todas estas calamidades y exigieron que fuese entregado a la vindicta de
Roma. Para que se calmara la tempestad,
el reformador se retiró por algún tiempo a su pueblo natal. Escribió a los amigos que había dejado en
Praga: "Si me he retirado de entre vosotros es para seguir los preceptos y
el ejemplo de Jesucristo, para no dar lugar a que los mal intencionados se
expongan a su propia condenación eterna y para no ser causa de que se moleste y
persiga a los piadosos. Me he retirado,
además, por temor de que los impíos sacerdotes prolonguen su prohibición de que
se predique la Palabra de Dios entre vosotros; mas no os he dejado para negar
la verdad divina por la cual, con la ayuda de Dios, estoy pronto a
morir."— E. de Bonnechose, Les Réformateurs avant la Réforme, lib. I,
págs. 94, 95 (París, 1845). Hus no cesó
de trabajar; viajó por los países vecinos predicando a las muchedumbres que le
escuchaban con ansia. De modo que las
medidas de que se valiera [109] el papa
para suprimir el Evangelio, hicieron que se extendiera en más amplia
esfera. "Nada podemos hacer contra
la verdad, sino a favor de la verdad." (2 Corintios 13: 8, V.M.)
"El espíritu de Hus parece haber sido en
aquella época de su vida el escenario de un doloroso conflicto. Aunque la iglesia trataba de aniquilarle
lanzando sus rayos contra él, él no desconocía la autoridad de ella, sino que
seguía considerando a la iglesia católica romana como a la esposa de Cristo y
al papa como al representante y vicario de Dios. Lo que Hus combatía era el abuso de autoridad
y no la autoridad misma. Esto provocó un
terrible conflicto entre las convicciones más íntimas de su corazón y los
dictados de su conciencia. Si la
autoridad era justa e infalible como él la creía, ¿por qué se sentía obligado a
desobedecerla? Acatarla, era pecar; pero, ¿por qué se sentía obligado a pecar
si prestaba obediencia a una iglesia infalible?
Este era el problema que Hus no podía resolver, y la duda le torturaba hora
tras hora. La solución que por entonces
le parecía más plausible era que había vuelto a suceder lo que había sucedido
en los días del Salvador, a saber, que los sacerdotes de la iglesia se habían
convertido en impíos que usaban de su autoridad legal con fines inicuos. Esto le decidió a adoptar para su propio
gobierno y para el de aquellos a quienes siguiera predicando, la máxima aquella
de que los preceptos de la Santas Escrituras transmitidos por el entendimiento
han de dirigir la conciencia, o en otras palabras, que Dios hablando en la Biblia,
y no la iglesia hablando por medio de los sacerdotes, era el único guía
infalible."— Wylie,
lib. 3, cap. 3.
Cuando, transcurrido algún tiempo, se hubo
calmado la excitación en Praga, volvió Hus a su capilla de Belén para reanudar,
con mayor valor y celo, la predicación de la Palabra de Dios. Sus enemigos eran activos y poderosos, pero
la reina y muchos de los nobles eran amigos suyos y gran parte del pueblo
estaba de su lado. Comparando sus
enseñanzas puras y elevadas y la santidad de su vida con los dogmas degradantes
[110] que predicaban los romanistas y
con la avaricia y el libertinaje en que vivían, muchos consideraban que era un
honor pertenecer al partido del reformador.
Hasta aquí Hus había estado solo en sus
labores, pero entonces Jerónimo, que durante su estada en Inglaterra había
hecho suyas las doctrinas enseñadas por Wiclef, se unió con él en la obra de
reforma. Desde aquel momento ambos
anduvieron juntos y ni la muerte había de separarlos.
Jerónimo poseía en alto grado lucidez genial, elocuencia
e ilustración, y estos dones le conquistaban el favor popular, pero en las
cualidades que constituyen verdadera fuerza de carácter, sobresalía Hus. El
juicio sereno de éste restringía el espíritu impulsivo de Jerónimo, el cual
reconocía con verdadera humildad el valer de su compañero y aceptaba sus
consejos. Mediante los esfuerzos unidos
de ambos la reforma progresó con mayor rapidez.
Si bien es verdad que Dios se dignó iluminar a
estos sus siervos derramando sobre ellos raudales de luz que les revelaron
muchos de los errores de Roma, también lo es que ellos no recibieron toda la
luz que debía ser comunicada al mundo.
Por medio de estos hombres, Dios sacaba a sus hijos de las tinieblas del
romanismo; pero tenían que arrostrar muchos y muy grandes obstáculos, y él los
conducía por la mano paso a paso según lo permitían las fuerzas de ellos. No estaban preparados para recibir de pronto
la luz en su plenitud. Ella los habría
hecho retroceder como habrían retrocedido, con la vista herida, los que, acostumbrados
a la obscuridad, recibieran la luz del mediodía. Por consiguiente, Dios reveló su luz a los
guías de su pueblo poco a poco, como podía recibirla este último. De siglo en siglo otros fieles obreros
seguirían conduciendo a las masas y avanzando más cada vez en el camino de las
reformas.
Mientras tanto, un gran cisma asolaba a la
iglesia. Tres papas se disputaban la
supremacía, y esta contienda llenaba los dominios de la cristiandad de crímenes
y revueltas. No [111] satisfechos los tres papas con arrojarse
recíprocamente violentos anatemas, decidieron recurrir a las armas
temporales. Cada uno se propuso hacer
acopio de armamentos y reclutar soldados.
Por supuesto, necesitaban dinero, y para proporcionárselo, todos los
dones, oficios y beneficios de la iglesia fueron puestos en venta. (Véase el
Apéndice.) Asimismo los sacerdotes,
imitando a sus superiores, apelaron a la simonía y a la guerra para humillar a
sus rivales y para aumentar su poderío.
Con una intrepidez que iba cada día en aumento, protestó Hus
enérgicamente contra las abominaciones que se toleraban en nombre de la
religión, y el pueblo acusó abiertamente a los jefes papales de ser causantes
de las miserias que oprimían a la cristiandad.
La ciudad de Praga se vio nuevamente amenazada
por un conflicto sangriento. Como en los
tiempos antiguos, el siervo de Dios fue acusado de ser el "perturbador de
Israel." (1 Reyes 18:17, V. M.) La ciudad fue puesta por segunda vez en
entredicho, y Hus se retiró a su pueblo natal.
Terminó el testimonio que había dado él tan fielmente en su querida
capilla de Belén, y ahora iba a hablar al mundo cristiano desde un escenario
más extenso antes de rendir su vida como último homenaje a la verdad.
Con el propósito de contener los males que
asolaban a Europa, fue convocado un concilio general que debía celebrarse en
Constanza. Esta cita fue preparada, a
solicitud del emperador Segismundo, por Juan XXIII, uno de los tres papas
rivales. El deseo de reunir un concilio
distaba mucho de ser del agrado del papa Juan, cuyo carácter y política poco se
prestaban a una investigación aun cuando ésta fuera hecha por prelados de tan
escasa moralidad como lo eran los eclesiásticos de aquellos tiempos. Pero no pudo, sin embargo, oponerse a la
voluntad de Segismundo. (Véase el Apéndice.)
Los fines principales que debía procurar el
concilio eran poner fin al cisma de la iglesia y arrancar de raíz la herejía.
En consecuencia los dos antipapas fueron citados a comparecer [112] ante la asamblea, y con ellos Juan Hus, el
principal propagador de las nuevas ideas.
Los dos primeros, considerando que había peligro en presentarse, no lo
hicieron, sino que mandaron sus delegados.
El papa Juan, aun cuando era quien ostensiblemente había convocado el
concilio, acudió con mucho recelo, sospechando la intención secreta del
emperador de destituirle, y temiendo ser llamado a cuentas por los vicios con
que había desprestigiado la tiara y por los crímenes de que se había valido
para apoderarse de ella. Sin embargo,
hizo su entrada en la ciudad de Constanza con gran pompa, acompañado de los
eclesiásticos de más alta categoría y de un séquito de cortesanos. El clero y los dignatarios de la ciudad, con
un gentío inmenso, salieron a recibirle.
Venía debajo de un dosel dorado sostenido por cuatro de los principales
magistrados. La hostia iba delante de
él, y las ricas vestiduras de los cardenales daban un aspecto imponente a la
procesión.
Entre tanto, otro viajero se acercaba a
Constanza. Hus se daba cuenta del riesgo
que corría. Se había despedido de sus
amigos como si ya no pensara volverlos a ver, y había emprendido el viaje
presintiendo que remataría en la hoguera.
A pesar de haber obtenido un salvoconducto del rey de Bohemia, y otro
que, estando ya en camino, recibió del emperador Segismundo, arregló bien todos
sus asuntos en previsión de su muerte probable.
En una carta dirigida a sus amigos de Praga,
les decía: "Hermanos míos . . . me voy llevando un salvoconducto del rey
para hacer frente a mis numerosos y mortales enemigos. . . . Me encomiendo de
todo corazón al Dios todopoderoso, mi Salvador; confío en que él escuchará
vuestras ardientes súplicas; que pondrá su prudencia y su sabiduría en mi boca
para que yo pueda resistir a los adversarios, y que me asistirá el Espíritu
Santo para confirmarme en la verdad, a fin de que pueda arrostrar con valor las
tentaciones, la cárcel y si fuese necesario, una muerte cruel. Jesucristo sufrió por sus muy amados, y, por
tanto ¿habremos de extrañar que nos haya [113]
dejado su ejemplo a fin de que suframos con paciencia todas las cosas para
nuestra propia salvación? El es Dios y
nosotros somos sus criaturas; él es el Señor y nosotros sus siervos; él es el
Dueño del mundo y nosotros somos viles mortales, ¡y sin embargo sufrió! ¿Por
qué, entonces, no habríamos de padecer nosotros también, y más cuando sabemos
que la tribulación purifica? Por lo
tanto, amados míos, si mi muerte ha de contribuir a su gloria, rogad que ella
venga pronto y que él me dé fuerzas para soportar con serenidad todas las
calamidades que me esperan. Empero, si es mejor que yo regrese para vivir otra
vez entre vosotros, pidamos a Dios que yo vuelva sin mancha, es decir, que no
suprima un tilde de la verdad del Evangelio, para poder dejar a mis hermanos un
buen ejemplo que imitar. Es muy probable
que nunca más volváis a ver mi cara en Praga; pero si fuese la voluntad del
Dios todopoderoso traerme de nuevo a vosotros, avanzaremos con un corazón más
firme en el conocimiento y en el amor de su ley."— Bonnechose, lib. 2,
págs. 162, 163.
En otra carta que escribió a un sacerdote que
se había convertido al Evangelio, Hus habló con profunda humildad de sus
propios errores, acusándose "de haber sido afecto a llevar hermosos trajes
y de haber perdido mucho tiempo en cosas frívolas." Añadía después estas conmovedoras
amonestaciones: "Que tu espíritu se preocupe de la gloria de Dios y de la
salvación de las almas y no de las comodidades y bienes temporales. Cuida de no adornar tu casa más que tu alma;
y sobre todo cuida del edificio espiritual.
Sé humilde y piadoso con los pobres; no gastes tu hacienda en banquetes;
si no te perfeccionas y no te abstienes de superfluidades temo que seas
severamente castigado, como yo lo soy. . . . Conoces mi doctrina porque de ella
te he instruido desde que eras niño; es inútil, pues, que te escriba más. Pero te ruego encarecidamente, por la
misericordia de nuestro Señor, que no me imites en ninguna de las vanidades en
que me has visto caer." En la
cubierta de la carta, añadió: "Te ruego mucho, amigo mío, [114] que no rompas este sello sino cuando tengas
la seguridad de que yo haya muerto."— Id., págs. 163, 164.
En el curso de su viaje vio Hus por todas
partes señales de la propagación de sus doctrinas y de la buena acogida de que
gozaba su causa. Las gentes se agolpaban para ir a su encuentro, y en algunos
pueblos le acompañaban los magistrados por las calles.
Al llegar a Constanza, Hus fue dejado en
completa libertad. Además del
salvoconducto del emperador, se le dio una garantía personal que le aseguraba
la protección del papa. Pero esas
solemnes y repetidas promesas de seguridad fueron violadas, y pronto el
reformador fue arrestado por orden del pontífice y de los cardenales, y
encerrado en un inmundo calabozo. Más
tarde fue transferido a un castillo feudal, al otro lado del Rin, donde se le
tuvo preso. Pero el papa sacó poco
provecho de su perfidia, pues fue luego encerrado en la misma cárcel. (Id.,
pág. 269.) Se le probó ante el concilio
que, además de homicidios, simonía y adulterio, era culpable de los delitos más
viles, "pecados que no se pueden mencionar." Así declaro el mismo concilio y finalmente se
le despojó de la tiara y se le arrojó en un calabozo. Los antipapas fueron destituidos también y un
nuevo pontífice fue elegido.
Aunque el mismo papa se había hecho culpable
de crímenes mayores que aquellos de que Hus había acusado a los sacerdotes, y
por los cuales exigía que se hiciese una reforma, con todo, el mismo concilio
que degradara al pontífice, procedió a concluir con el reformador. El encarcelamiento de Hus despertó grande
indignación en Bohemia. Algunos nobles
poderosos se dirigieron al concilio protestando contra tamaño ultraje. El emperador, que de mala gana había
consentido en que se violase su salvoconducto, se opuso a que se procediera
contra él. Pero los enemigos del
reformador eran malévolos y resueltos.
Apelaron a las preocupaciones del emperador, a sus temores y a su celo
por la iglesia. Le presentaron
argumentos muy poderosos para convencerle de que "no había que [115] guardar la palabra empeñada con herejes, ni
con personas sospechosas de herejía, aun cuando estuvieran provistas de
salvoconductos del emperador y de reyes."—Jacques Lenfant, "Histoire
du Concile de Constance," tomo I, pág. 493 (Amsterdam, 1727). De ese modo
se salieron con la suya.
Debilitado por la enfermedad y por el
encierro, pues el aire húmedo y sucio del calabozo le ocasionó una fiebre que
estuvo a punto de llevarle al sepulcro, Hus fue al fin llevado ante el
concilio. Cargado de cadenas se presentó
ante el emperador que empeñara su honor y buena fe en protegerle. Durante todo el largo proceso sostuvo Hus la
verdad con firmeza, y en presencia de los dignatarios de la iglesia y del
estado allí reunidos elevó una enérgica y solemne protesta contra la corrupción
del clero. Cuando se le exigió que
escogiese entre retractarse o sufrir la muerte, eligió la suerte de los
mártires.
El Señor le sostuvo con su gracia. Durante las semanas de padecimientos que
sufrió antes de su muerte, la paz del cielo inundó su alma. "Escribo esta
carta —decía a un amigo— en la cárcel, y con la mano encadenada, esperando que
se cumpla mañana mi sentencia de muerte. . . . En el día aquél en que por la
gracia del Señor nos encontremos otra vez gozando de la paz deliciosa de ultratumba,
sabrás cuán misericordioso ha sido Dios conmigo y de qué modo tan admirable me
ha sostenido en medio de mis pruebas y tentaciones."— Bonnechose, lib. 3,
pág. 74.
En la obscuridad de su calabozo previó el
triunfo de la fe verdadera. Volviendo en
sueños a su capilla de Praga donde había predicado el Evangelio, vio al papa y
a sus obispos borrando los cuadros de Cristo que él había pintado en sus
paredes. "Este sueño le aflige;
pero el día siguiente ve muchos pintores ocupados en restablecer las imágenes
en mayor número y colores más brillantes. Concluido este trabajo, los pintores,
rodeados de un gentío inmenso, exclaman: ' ¡Que vengan ahora papas y obispos!
ya no las borrarán jamás.' " Al
referir el reformador su sueño añadió: "Tengo por cierto, [116] que la imagen de Cristo no será borrada
jamás. Ellos han querido destruirla;
pero será nuevamente pintada en los corazones, por unos predicadores que
valdrán más que yo."— D'Aubigné, lib. 1, cap. 7.
Por última vez fue llevado Hus ante el
concilio. Era ésta una asamblea numerosa
y deslumbradora: el emperador, los príncipes del imperio, delegados reales,
cardenales, obispos y sacerdotes, y una inmensa multitud de personas que habían
acudido a presenciar los acontecimientos del día. De todas partes de la cristiandad
se habían reunido los testigos de este gran sacrificio, el primero en la larga
lucha entablada para asegurar la libertad de conciencia.
Instado Hus para que manifestara su decisión
final, declaró que se negaba a abjurar, y fijando su penetrante mirada en el
monarca que tan vergonzosamente violara la palabra empeñada, dijo:
"Resolví, de mi propia y espontánea libertad, comparecer ante este
concilio, bajo la fe y la protección pública del emperador aquí
presente."— Bonnechose, lib. 3, pág. 94.
El bochorno se le subió a la cara al monarca Segismundo al fijarse en él
las miradas de todos los circunstantes.
Habiendo sido pronunciada la sentencia, se dio
principio a la ceremonia de la degradación.
Los obispos vistieron a su prisionero el hábito sacerdotal, y al recibir
éste la vestidura dijo: "A nuestro Señor Jesucristo se le vistió con una
túnica blanca con el fin de insultarle, cuando Herodes le envió a
Pilato."— Id., págs. 95, 96.
Habiéndosele exhortado otra vez a que se retractara, replicó mirando al
pueblo: "Y entonces, ¿con qué cara me presentaría en el cielo? ¿cómo
miraría a las multitudes de hombres a quienes he predicado el Evangelio puro?
No; estimo su salvación más que este pobre cuerpo destinado ya a morir." Las vestiduras le fueron quitadas una por
una, pronunciando cada obispo una maldición cuando le tocaba tomar parte en la
ceremonia. Por último, "colocaron
sobre su cabeza una gorra o mitra de papel en forma de pirámide, en la que
estaban pintadas horribles figuras de [117]
demonios, y en cuyo frente se destacaba esta inscripción: 'El archihereje.'
'Con gozo —dijo Hus— llevaré por ti esta corona de oprobio, oh Jesús, que
llevaste por mí una de espinas."
Acto continuo, "los prelados dijeron: 'Ahora dedicamos tu alma al
diablo.' 'Y yo —dijo Hus, levantando sus ojos al cielo— en tus manos encomiendo
mi espíritu, oh Señor Jesús, porque tú me redimiste.' "—Wylie, lib. 3, cap. 7.
Fue luego entregado a las autoridades
seculares y conducido al lugar de la ejecución.
Iba seguido por inmensa procesión formada por centenares de hombres
armados, sacerdotes y obispos que lucían sus ricas vestiduras, y por el pueblo
de Constanza. Cuando lo sujetaron a la
estaca y todo estuvo dispuesto para encender la hoguera, se instó una vez más
al mártir a que se salvara retractándose de sus errores. "¿ A cuáles errores —dijo Hus— debo
renunciar? De ninguno me encuentro
culpable. Tomo a Dios por testigo de que
todo lo que he escrito y predicado ha sido con el fin de rescatar a las almas
del pecado y de la perdición; y, por consiguiente, con el mayor gozo confirmaré
con mi sangre aquella verdad que he anunciado por escrito y de viva
voz."—Ibid. Cuando las llamas
comenzaron a arder en torno suyo, principió a cantar: "Jesús, Hijo de
David, ten misericordia de mí," y continuó hasta que su voz enmudeció para
siempre.
Sus mismos enemigos se conmovieron frente a
tan heroica conducta. Un celoso
partidario del papa, al referir el martirio de Hus y de Jerónimo que murió poco
después, dijo: "Ambos se portaron como valientes al aproximarse su última
hora. Se prepararon para ir a la hoguera
como se hubieran preparado para ir a una boda; no dejaron oír un grito de
dolor. Cuando subieron las llamas,
entonaron himnos y apenas podía la vehemencia del fuego acallar sus
cantos."— Ibid.
Cuando el cuerpo de Hus fue consumido por
completo, recogieron sus cenizas, las mezclaron con la tierra donde yacían y
las arrojaron al Rin, que las llevó hasta el océano. Sus perseguidores se
figuraban en vano que habían arrancado [118]
de raíz las verdades que predicara. No
soñaron que las cenizas que echaban al mar eran como semilla esparcida en todos
los países del mundo, y que en tierras aún desconocidas darían mucho fruto en
testimonio por la verdad. La voz que
había hablado en la sala del concilio de Constanza había despertado ecos que
resonarían al través de las edades futuras.
Hus ya no existía, pero las verdades por las cuales había muerto no
podían perecer. Su ejemplo de fe y
perseverancia iba a animar a las muchedumbres a mantenerse firmes por la verdad
frente al tormento y a la muerte. Su
ejecución puso de manifiesto ante el mundo entero la pérfida crueldad de
Roma. Los enemigos de la verdad, aunque
sin saberlo, no hacían más que fomentar la causa que en vano procuraban
aniquilar.
Una estaca más iba a levantarse en
Constanza. La sangre de otro mártir iba
a testificar por la misma verdad. Jerónimo al decir adiós a Hus, cuando éste
partiera para el concilio, le exhortó a ser valiente y firme, declarándole que
si caía en algún peligro él mismo volaría en su auxilio. Al saber que el reformador se hallaba
encarcelado, el fiel discípulo se dispuso inmediatamente a cumplir su
promesa. Salió para Constanza con un
solo compañero y sin proveerse de salvoconducto. Al llegar a la ciudad, se convenció de que
sólo se había expuesto al peligro, sin que le fuera posible hacer nada para
libertar a Hus. Huyó entonces pero fue
arrestado en el camino y devuelto a la ciudad cargado de cadenas, bajo la
custodia de una compañía de soldados. En
su primera comparecencia ante el concilio, sus esfuerzos para contestar los
cargos que le arrojaban se malograban entre los gritos: "¡A la hoguera con
él! ¡A las llamas!"— Bonnechose, lib. 2, pág. 256. Fue arrojado en un calabozo, lo encadenaron
en una postura muy penosa y lo tuvieron a pan y agua. Después de algunos meses, las crueldades de
su prisión causaron a Jerónimo una enfermedad que puso en peligro su vida, y
sus enemigos, temiendo que se les escapase, le trataron con menos severidad
aunque dejándole en la cárcel por un año. [119]
La muerte de Hus no tuvo el resultado que
esperaban los papistas. La violación del
salvoconducto que le había sido dado al reformador, levantó una tempestad de
indignación, y como medio más seguro, el concilio resolvió que en vez de quemar
a Jerónimo se le obligaría, si posible fuese, a retractarse. Fue llevado ante el concilio y se le instó
para que escogiera entre la retractación o la muerte en la hoguera. Haberle dado muerte al principio de su
encarcelamiento hubiera sido un acto de misericordia en comparación con los
terribles sufrimientos a que le sometieron; pero después de esto, debilitado
por su enfermedad y por los rigores de su prisión, detenido en aquellas
mazmorras y sufriendo torturas y angustias, separado de sus amigos y herido en
el alma por la muerte de Hus, el ánimo de Jerónimo decayó y consintió en
someterse al concilio. Se comprometió a
adherirse a la fe católica y aceptó el auto de la asamblea que condenaba las
doctrinas de Wiclef y de Hus, exceptuando, sin embargo, las "santas
verdades" que ellos enseñaron.—Id., lib. 3, pág. 156.
Por medio de semejante expediente Jerónimo
trató de acallar la voz de su conciencia y librarse de la condena; pero, vuelto
al calabozo, a solas consigo mismo percibió la magnitud de su acto. Comparó el valor y la fidelidad de Hus con su
propia retractación. Pensó en el divino
Maestro a quien él se había propuesto servir y que por causa suya sufrió la
muerte en la cruz. Antes de su
retractación había hallado consuelo en medio de sus sufrimientos, seguro del
favor de Dios; pero ahora, el remordimiento y la duda torturaban su alma. Harto sabía que tendría que hacer otras
retractaciones para vivir en paz con Roma.
El sendero que empezaba a recorrer le llevaría infaliblemente a una completa
apostasía. Resolvió no volver a negar al
Señor para librarse de un breve plazo de padecimientos.
Pronto fue llevado otra vez ante el concilio,
pues sus declaraciones no habían dejado satisfechos a los jueces. La sed de
sangre despertada por la muerte de Hus, reclamaba nuevas [120] víctimas.
Sólo la completa abjuración podía salvar de la muerte al
reformador. Pero éste había resuelto
confesar su fe y seguir hasta la hoguera a su hermano mártir.
Desvirtuó su anterior retractación, y a punto
de morir, exigió que se le diera oportunidad para defenderse. Temiendo los
prelados el efecto de sus palabras, insistieron en que él se limitara a afirmar
o negar lo bien fundado de los cargos que se le hacían. Jerónimo protestó contra tamaña crueldad e
injusticia. "Me habéis tenido
encerrado —dijo,— durante trescientos cuarenta días, en una prisión horrible,
en medio de inmundicias, en un sitio malsano y pestilente, y falto de todo en
absoluto. Me traéis hoy ante vuestra presencia y tras de haber prestado oídos a
mis acérrimos enemigos, os negáis a oírme. . . . Si en verdad sois sabios, y si
sois la luz del mundo, cuidaos de pecar contra la justicia. En cuanto a mí, no soy más que un débil
mortal; mi vida es de poca importancia, y cuando os exhorto a no dar una sentencia
injusta, hablo más por vosotros que por mí." —Id., págs. 162, 163.
Al fin le concedieron a Jerónimo lo que
pedía. Se arrodilló en presencia de sus
jueces y pidió que el Espíritu divino guiara sus pensamientos y le diese
palabras para que nada de lo que iba a decir fuese contrario a la verdad e
indigno de su Maestro. En aquel día se
cumplió en su favor la promesa del Señor a los primeros discípulos:
"Seréis llevados ante gobernadores y reyes por mi causa. . . . Cuando os
entregaren, no os afanéis sobre cómo o qué habéis de decir; porque en aquella
misma hora os será dado lo que habéis de decir; porque no sois vosotros quienes
habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros." (S.
Mateo 10: 18-20, V.M.)
Las palabras de Jerónimo produjeron sorpresa y
admiración aun a sus enemigos. Por
espacio de todo un año había estado encerrado en un calabozo, sin poder leer ni
ver la luz siquiera, sufriendo físicamente a la vez que dominado por terrible
ansiedad mental; y no obstante, supo presentar sus argumentos con tanta
claridad y con tanta fuerza como si hubiera podido [121]
estudiar constantemente. Llamó la
atención de sus oyentes a la larga lista de santos varones que habían sido
condenados por jueces injustos. En casi
todas las generaciones hubo hombres que por más que procuraban levantar el
nivel moral del pueblo de su época, eran despreciados y rechazados, pero que en
tiempos ulteriores fueron reconocidos dignos de recibir honor. Cristo mismo fue condenado como malhechor,
por un tribunal inicuo.
Al retractarse Jerónimo había declarado justa
la sentencia condenatoria que el concilio lanzara contra Hus; pero esta vez
declaró que se arrepentía de ello y dio un valiente testimonio a la inocencia y
santidad del mártir. Expresóse en estos
términos: "Conocí a Juan Hus desde su niñez. Era el hombre más excelente,
justo y santo; pero no por eso dejó de ser condenado. . . . Y ahora yo también
estoy listo para morir. No retrocederé
ante los tormentos que hayan preparado para mí mis enemigos, los testigos
falsos, los cuales tendrán que ser llamados un día a cuentas por sus
imposturas, ante el gran Dios a quien nadie puede engañar."— Bonnechose,
lib. 3, pág. 167.
Al censurarse a sí mismo por haber negado la
verdad, dijo Jerónimo: "De todos los pecados que he cometido desde mi
juventud, ninguno pesa tanto sobre mí ni me causa tan acerbos remordimientos,
como el que cometí en este funesto lugar, cuando aprobé la inicua sentencia
pronunciada contra Wiclef y contra el santo mártir, Juan Hus, maestro y amigo
mío. Sí, lo confieso de todo corazón, y
declaro con verdadero horror que desgraciadamente me turbé cuando, por temor a
la muerte, condené las doctrinas de ellos.
Por tanto, ruego . . . al Dios todopoderoso se digne perdonarme mis
pecados y éste en particular, que es el más monstruoso de todos."
Señalando a los jueces, dijo con entereza: "Vosotros condenasteis a Wiclef
y a Juan Hus no porque hubieran invalidado las doctrinas de la iglesia, sino
sencillamente por haber denunciado los escándalos provenientes del clero —su
pompa, su orgullo y todos los vicios de los prelados y sacerdotes. Las cosas que aquellos [122] afirmaron y que son irrefutables, yo
también las creo y las proclamo."
Sus palabras fueron interrumpidas. Los prelados, temblando de ira, exclamaron:
"¿Qué necesidad hay de mayores pruebas? ¡Contemplamos con nuestros propios
ojos el más obstinado de los herejes!"
Sin conmoverse ante la tempestad, repuso
Jerónimo: "¡Qué! ¿imagináis que tengo miedo de morir? Por un año me habéis
tenido encadenado, encerrado en un calabozo horrible, más espantoso que la
misma muerte. Me habéis tratado con más
crueldad que a un turco, judío o pagano, y mis carnes se han resecado hasta
dejar los huesos descubiertos; pero no me quejo, porque las lamentaciones
sientan mal en un hombre de corazón y de carácter; pero no puedo menos que
expresar mi asombro ante tamaña barbarie con que habéis tratado a un cristiano.
—Ibid., págs. 168, 169.
Volvió con esto a estallar la tempestad de ira
y Jerónimo fue devuelto en el acto a su calabozo. A pesar de todo, hubo en la asamblea algunos
que quedaron impresionados por sus palabras y que desearon salvarle la
vida. Algunos dignatarios de la iglesia
le visitaron y le instaron a que se sometiera al concilio. Se le hicieron las más brillantes promesas si
renunciaba a su oposición contra Roma.
Pero, a semejanza de su Maestro, cuando le ofrecieron la gloria del
mundo, Jerónimo se mantuvo firme.
"Probadme con las Santas Escrituras que
estoy en error — dijo él— y abjuraré de él."
"¡Las Santas Escrituras! —exclamó uno de
sus tentadores, — ¿todo debe ser juzgado por ellas? ¿Quién puede comprenderlas
si la iglesia no las interpreta?"
"¿Son las tradiciones de los hombres más
dignas de fe que el Evangelio de nuestro Salvador? —replicó Jerónimo.— Pablo no exhortó a aquellos a quienes
escribía a que escuchasen las tradiciones de los hombres, sino que les dijo:
'Escudriñad las Escrituras.' " [123]
"Hereje —fue la respuesta,— me arrepiento de haber estado alegando contigo
tanto tiempo. Veo que es el diablo el
que te impulsa."— Wylie,
lib. 3, cap. 10.
En breve se falló sentencia de muerte contra
él. Le condujeron en seguida al mismo
lugar donde Hus había dado su vida. Fue
al suplicio cantando, iluminado el rostro de gozo y paz. Fijó en Cristo su mirada y la muerte ya no le
infundía miedo alguno. Cuando el
verdugo, a punto de prender la hoguera, se puso detrás de él, el mártir
exclamó: "Ven por delante, sin vacilar.
Prende la hoguera en mi presencia.
Si yo hubiera tenido miedo, no estaría aquí."
Las últimas palabras que pronunció cuando las
llamas le envolvían fueron una oración.
Dijo: "Señor, Padre todopoderoso, ten piedad de mí y perdóname mis
pecados, porque tú sabes que siempre he amado tu verdad."— Bonnechose,
lib. 3, págs. 185, 186. Su voz dejó de
oírse, pero sus labios siguieron murmurando la oración. Cuando el fuego hubo terminado su obra, las
cenizas del mártir fueron recogidas juntamente con la tierra donde estaban
esparcidas y, como las de Hus, fueron arrojadas al Rin.
Así murieron los fieles siervos que derramaron
la luz de Dios. Pero la luz de las
verdades que proclamaron —la luz de su heroico ejemplo— no pudo
extinguirse. Antes podían los hombres
intentar hacer retroceder al sol en su carrera que apagar el alba de aquel día
que vertía ya sus fulgores sobre el mundo.
La ejecución de Hus había encendido llamas de
indignación y horror en Bohemia. La
nación entera se conmovió al reconocer que había caído víctima de la malicia de
los sacerdotes y de la traición del emperador. Se le declaró fiel maestro de la
verdad, y el concilio que decretó su muerte fue culpado del delito de
asesinato. Como consecuencia de esto las doctrinas del reformador llamaron más
que nunca la atención. Los edictos del
papa condenaban los escritos de Wiclef a las llamas, pero las obras que habían
escapado a dicha sentencia fueron [124]
sacadas de donde habían sido escondidas para estudiarlas comparándolas con la
Biblia o las porciones de ella que el pueblo podía conseguir, y muchos fueron
inducidos así a aceptar la fe reformada.
Los asesinos de Hus no permanecieron
impasibles al ser testigos del triunfo de la causa de aquél. El papa y el emperador se unieron para
sofocar el movimiento, y los ejércitos de Segismundo fueron despachados contra
Bohemia.
Pero surgió un libertador. Ziska, que poco después de empezada la guerra
quedó enteramente ciego, y que fue no obstante uno de los más hábiles generales
de su tiempo, era el que guiaba a los bohemios.
Confiando en la ayuda de Dios y en la justicia de su causa, aquel pueblo
resistió a los más poderosos ejércitos que fueron movilizados contra él. Vez tras vez el emperador, suscitando nuevos
ejércitos, invadió a Bohemia, tan sólo para ser rechazado ignominiosamente. Los husitas no le tenían miedo a la muerte y
nada les podía resistir. A los pocos
años de empeñada la lucha, murió el valiente Ziska; pero le reemplazó Procopio,
general igualmente arrojado y hábil, y en varios respectos jefe más capaz.
Los enemigos de los bohemios, sabiendo que
había fallecido el guerrero ciego, creyeron llegada la oportunidad favorable
para recuperar lo que habían perdido. El
papa proclamó entonces una cruzada contra los husitas, y una vez más se arrojó
contra Bohemia una fuerza inmensa, pero sólo para sufrir terrible
descalabro. Proclamóse otra
cruzada. En todas las naciones de Europa
que estaban sujetas al papa se reunió dinero, se hizo acopio de armamentos y se
reclutaron hombres. Muchedumbres se
reunieron bajo el estandarte del papa con la seguridad de que al fin acabarían
con los herejes husitas. Confiando en la
victoria, un inmenso número de soldados invadió a Bohemia. El pueblo se reunió para defenderse. Los dos ejércitos se aproximaron uno al otro,
quedando separados tan sólo por un río que corría entre ellos. "Los cruzados eran muy superiores en
número, pero en vez de arrojarse a cruzar el río [125]
y entablar batalla con los husitas a quienes habían venido a atacar desde tan
lejos, permanecieron absortos y en silencio mirando a aquellos
guerreros."—Wylie, lib. 3, cap. 17.
Repentinamente un terror misterioso se apoderó de ellos. Sin asestar un solo golpe, esa fuerza
irresistible se desbandó y se dispersó como por un poder invisible. Las tropas husitas persiguieron a los
fugitivos y mataron a gran número de ellos, y un rico botín quedó en manos de
los vencedores, de modo que, en lugar de empobrecer a los bohemios, la guerra
los enriqueció.
Pocos años después, bajo un nuevo papa, se
preparó otra cruzada. Como
anteriormente, se volvió a reclutar gente y a allegar medios de entre los
países papales de Europa. Se hicieron los más halagüeños ofrecimientos a los
que quisiesen tomar parte en esta peligrosa empresa. Se daba indulgencia plenaria a los cruzados
aunque hubiesen cometido los más monstruosos crímenes. A los que muriesen en la guerra se les
aseguraba hermosa recompensa en el cielo, y los que sobreviviesen cosecharían
honores y riquezas en el campo de batalla. Así se logró reunir un inmenso
ejército que cruzó la frontera y penetró en Bohemia. Las fuerzas husitas se retiraron ante el
enemigo y atrajeron así a los invasores al interior del país, dejándoles creer
que ya habían ganado la victoria.
Finalmente, el ejército de Procopio se detuvo y dando frente al enemigo
se adelantó al combate. Los cruzados
descubrieron entonces su error y esperaron el ataque en sus reales. Al oír el ejército que se aproximaba contra
ellos y aun antes de que vieran a los husitas, el pánico volvió a apoderarse de
los cruzados. Los príncipes, los
generales y los soldados rasos, arrojando sus armas, huyeron en todas
direcciones. En vano el legado papal que
guiaba la invasión se esforzó en reunir aquellas fuerzas aterrorizadas y
dispersas. A pesar de su decididísimo empeño,
él mismo se vio precisado a huir entre los fugitivos. La derrota fue completa y otra vez un inmenso
botín cayó en manos de los vencedores.
De esta manera por segunda vez un gran
ejército [126] despachado por las más
poderosas naciones de Europa, una hueste de valientes guerreros, disciplinados
y bien pertrechados, huyó sin asestar un solo golpe, ante los defensores de una
nación pequeña y débil. Era una
manifestación del poder divino. Los
invasores fueron heridos por un terror sobrenatural. El que anonadó los ejércitos de Faraón en el
Mar Rojo, e hizo huir a los ejércitos de Madián ante Gedeón y los trescientos,
y en una noche abatió las fuerzas de los orgullosos asirios, extendió una vez
más su mano para destruir el poder del opresor.
"Allí se sobresaltaron de pavor donde no había miedo; porque Dios
ha esparcido los huesos del que asentó campo contra ti: los avergonzaste,
porque Dios los desechó." (Salmo 53: 5.)
Los caudillos papales desesperaron de
conseguir nada por la fuerza y se resolvieron a usar de diplomacia. Se adoptó una transigencia que, aparentando
conceder a los bohemios libertad de conciencia, los entregaba al poder de
Roma. Los bohemios habían especificado
cuatro puntos como condición para hacer la paz con Roma, a saber: La
predicación libre de la Biblia; el derecho de toda la iglesia a participar de
los elementos del pan y vino en la comunión, y el uso de su idioma nativo en el
culto divino; la exclusión del clero de los cargos y autoridad seculares; y en
casos de crímenes, su sumisión a la jurisdicción de las cortes civiles que
tendrían acción sobre clérigos y laicos.
Al fin, las autoridades papales "convinieron en aceptar los cuatro
artículos de los husitas, pero estipularon que el derecho de explicarlos, es
decir, de determinar su exacto significado, pertenecía al concilio o, en otras
palabras, al papa y al emperador."—Wylie, lib. 3, cap. 18. Sobre estas bases se ajustó el tratado y Roma
ganó por medio de disimulos y fraudes lo que no había podido ganar en los
campos de batalla; porque, imponiendo su propia interpretación de los artículos
de los husitas y de la Biblia, pudo adulterar su significado y acomodarlo a sus
propias miras.
En Bohemia, muchos, al ver así defraudada la
libertad que ya disfrutaban, no aceptaron el convenio. Surgieron disensiones [127] y divisiones que provocaron contiendas y
derramamiento de sangre entre ellos mismos.
En esta lucha sucumbió el noble Procopio y con él sucumbieron también
las libertades de Bohemia.
Por aquel tiempo, Segismundo, el traidor de
Hus y de Jerónimo, llegó a ocupar el trono de Bohemia, y a pesar de su juramento
de respetar los derechos de los bohemios, procedió a imponerles el
papismo. Pero muy poco sacó con haberse
puesto al servicio de Roma. Por espacio
de veinte años su vida no había sido más que un cúmulo de trabajos y
peligros. Sus ejércitos y sus tesoros se
habían agotado en larga e infructuosa contienda; y ahora, después de un año de
reinado murió dejando el reino en vísperas de la guerra civil y a la posteridad
un nombre manchado de infamia.
Continuaron mucho tiempo las contiendas y el
derramamiento de sangre. De nuevo los
ejércitos extranjeros invadieron a Bohemia y las luchas intestinas debilitaron
y arruinaron a la nación. Los que
permanecieron fieles al Evangelio fueron objeto de encarnizada persecución.
En vista de que, al transigir con Roma, sus
antiguos hermanos habían aceptado sus errores, los que se adherían a la vieja
fe se organizaron en iglesia distinta, que se llamó de "los Hermanos
Unidos." Esta circunstancia atrajo
sobre ellos toda clase de maldiciones; pero su firmeza era inquebrantable. Obligados a refugiarse en los bosques y las
cuevas, siguieron reuniéndose para leer la Palabra de Dios y para celebrar
culto.
Valiéndose de mensajeros secretos que mandaron
a varios países, llegaron a saber que había, diseminados en varias partes,
"algunos sostenedores de la verdad, unos en ésta, otros en aquella ciudad,
siendo como ellos, objeto de encarnizada persecución; supieron también que
entre las montañas de los Alpes había una iglesia antigua que se basaba en las
Sagradas Escrituras, y que protestaba contra la idólatra corrupción de
Roma." —Ibid., cap. 19. Recibieron estos datos con gran regocijo e
iniciaron relaciones por correspondencia con los cristianos valdenses. [128]
Permaneciendo firmes en el Evangelio, los
bohemios, a través de las tinieblas de la persecución y aun en la hora más
sombría, volvían la vista hacia el horizonte como quien espera el rayar del
alba. "Les tocó vivir en días
malos, pero . . . recordaban las palabras pronunciadas por Hus y repetidas por
Jerónimo, de que pasaría un siglo antes de que se viera despuntar la
aurora. Estas palabras eran para los
husitas lo que para las tribus esclavas en la tierra de servidumbre aquellas
palabras de José: 'Yo me muero, mas Dios ciertamente os visitará, y os hará
subir de aquesta tierra.' "—Ibid.
"La última parte del siglo XV vio el crecimiento lento pero seguro
de las iglesias de los Hermanos. Aunque
distaban mucho de no ser molestados, gozaron sin embargo de relativa
tranquilidad. A principios del siglo XVI se contaban doscientas de sus iglesias
en Bohemia y en Moravia."—T. H. Gilett, Life and Times of John Huss, tomo 2, pág. 570. "Tan numeroso era
el residuo, que sobrevivió a la furia destructora del fuego y de la espada y
pudo ver la aurora de aquel día que Hus había predicho."—Wylie, lib. 3,
cap. 19. [129]